EL-SUR

Viernes 26 de Julio de 2024

Guerrero, México

Opinión

Chicas de Fráncfort

Federico Vite

Diciembre 27, 2016

(Segunda de dos partes)

Evidentemente, los alemanes han intentado explicar los sueños imperialistas de su ejército. De entre esos incontenibles brotes de conquista, más allá de esas heridas que no sanan (genocidio), Alemania busca darle sentido a eso que aún les duele, y una de las formas de poner en orden la memoria con el corazón es justamente escribiendo. Ya Günter Grass, en El tambor de hojalata, había apuntado con precisión una sentencia temible que muestra la gula armamentista de los alemanes, la idea de crecimiento unida al plomo y la guerra: “Oyendo gritar por entre las voces de las dos pistolas ametralladoras: Crece, crece, crece –y seguía gritando cuando los dos jóvenes rusos volvieron a ganar–. E inclusive cuando volvieron a oírse las ametralladoras, cuando ya Óscar caía por la escalera sin peldaños en un desvanecimiento creciente y acaparador, seguía oyendo el pájaro, la voz, el cuervo: Crece, crece, crece”.
Los narradores alemanes que han sido traducidos a recientes fechas al castellano manifiestan una inquietud estética por detallar los golpes de esa violencia en la vida común y corriente, doméstica. Un detalle agrio es que básicamente se traduce a los autores que radican en la capital germana, pero con todo y ese asunto centralista hay una muestra de lo que hacen allá. Algunos de los escritores que ha exportado Alemania son Karen Duve, La novela de la lluvia; Burkhard Spinnen, Hombre gordo en el mar; Georg Klein, Libidissi. Inka Parei, El principio de la oscuridad; Jenny Erpenbeck, Historia de la niña vieja, y a esa lista habría que agregarle a la nacida en Fráncfort del Meno, Zsuzsa Bánk, autora de El nadador (traducción de Berta Vías Mahou. España. El Acantilado, 2004, 307 páginas), libro que da cuenta de un estado anímico generacional.
Kálmán, un hombre casado y con dos hijos, vive en Hungría, está por comenzar la revolución fallida de 1956 (miles de personas se manifestaron en el Parlamento Húngaro, centro de Budapest. La delegación estudiantil fue detenida cuando entraba al edificio de la radio estatal, pretendía transmitir su pliego petitorio. La policía disparó en contra de los manifestantes, es la responsable de la masacre). La novela no relata este hecho violento, elide la referencia para inmiscuirse en el corazón de Kálmán. Este hombre sufre una pérdida más en esa fecha: su esposa lo abandona. Tenemos, gracias al oficio de la narradora, la mirada de un hombre desencantado que inicia la trashumancia con sus dos hijas. Van de casa en casa, son recibidos por lástima. “La madre se fue a un mundo capitalista”, refieren algunos de los personajes. Pero la elegancia de este documento radica en que el mundo se encuentra dividido por dos veranos; la brecha entre ellos es un adiós y una forma de sobrellevar ese abandono. Un antes y un después de que se fuera mamá, un antes y un después de que la familia lograra, por fin, apropiarse de un sitio, lejos de la figura triste de un hombre extraviado en su propio país.
El argumento de esta novela bien podría equipararse con el de un cuento del enorme John Cheever: El nadador. Un personaje nadaba obsesivamente en las piscinas de sus vecinos millonarios, intentaba saber qué pasó con su familia, pero como no lo recordaba debido a las longevas borracheras, nadaba para refrescar su pasado. Cuando su memoria recupera el momento esencial del texto, el protagonista descubre su fracaso no sólo sentimental sino económico. Tuvo una familia ideal. Ahora se encuentra solo.
Bánk muestra a Kálmán como un hombre que encuentra consuelo nadando. Nadar, incluso para las hijas, es la única forma de tranquilidad. ¿Por qué la autora evita la mención de los sucesos que destrozaron el anhelo democratizador de Hungría y se hunde en la inestabilidad emocional de una familia? Porque le interesa dar un registro político desde lo sensible; es decir, no basta con hablar de una guerra si esa guerra simple y sencillamente destruye lo que amas, se trata de mostrar lo que pasa cuando un hecho violento ingresa directamente a la intimidad familiar, justo donde la escisión es la única respuesta a los problemas; se trata de hablar de esa violencia que ha roto completamente las posibilidades de unión familiar.
Narrada en dos tiempos, como sucede al ensimismar recuerdos, uno distante y el otro cada más próximo al presente del lector, El nadador no ahonda en la carga política de los hechos ocurridos en Hungría, pero sí sondea el corazón de Kálmán, los reductos de un hombre que perdió patria, anhelo amoroso, empleo y familia. La autora, en voz de uno de los personajes, señala, quizá como una forma de darle espesor a la carga culpígena del libro, la tesis que sostienen la familia que bordea la trashumancia por haber pedido el nido y la madre: “Inventaríamos explicaciones y excusas para que nuestra madre no estuviera con nosotros. Fingimos que podría haber razones para su ausencia. No queríamos ser el tipo de gente que se olvida fácilmente, la gente que puede salir, sin siquiera decir adiós”. La autora nos sugiere que esa generación, que perdió a la madre y tuvo un padre inactivo, en depresión crónica y constante, busca el estímulo para atacar eso que le arrebató sus afectos. La  idea de la violencia, como una vía para restablecer el orden, nace sutilmente como una hoja de papel kraft al término de la lectura de El principio de la oscuridad y de El nadador.
Dado por hecho el desencanto, Bánk cierra su ópera prima con elegancia, con la sutileza de quien se adentra en la armonía de la memoria, no como un acto político, sino como una deriva de la orfandad que propicia la guerra, la violencia. Que tengan un festivo martes.