EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Chilapa

Florencio Salazar

Enero 28, 2020

 

Guerrero es uno de los estados más abandonados, más pobres.
Andrés Manuel López Obrador.

La portada del semanario Proceso (No. 2256), es impactante: el adolescente apunta con un rifle. Él está embozado con un paliacate azul. La verdadera amenaza no es la boca del cañón, es la mirada feroz con la que nos mira. Es uno de la docena que los comunitarios de la CRAC-PF presentó como niños armados para defender a sus pueblos en el municipio de Chilapa.
Otras imágenes similares han dado la vuelta al mundo a través de redes y periódicos extranjeros. Evidentemente los niños-adolescentes son manipulados, sin el mínimo respeto a su condición de menores de edad. Tras esas imágenes hay una mente maquiavélica, que logró impactar y atraer la atención de todos. Sin duda, una inteligente estrategia mediática.
El detonador (o la oportunidad) fue el vil asesinato de 10 personas el 17 de enero pasado, en Mexcalzingo-Tlayelpan en el municipio de Chilapa de Álvarez. Al parecer a consecuencia de la lucha por el territorio de grupos armados rivales, que disfrazan el reclutamiento forzado con servicio a la comunidad. Una de las víctimas tenía dos semanas de haber vuelto para servir un año como comunitario.
De acuerdo con información de Inegi y Coneval, Chilapa tiene una población de pobreza extrema del 36.5 por ciento y de pobreza moderada 47.7 por ciento. El Informe anual sobre la situación de pobreza y rezago social 2017 de la Sedesol, señala que “Los esfuerzos para abatir la pobreza y garantizar el ejercicio de los derechos sociales en el municipio se reflejan en la disminución consistente de las carencias”. Así, la carencia de salud pasó de 60.57 por ciento al 13.1 por ciento por mencionar un indicador emblemático, aunque identifica “rezagos” en agua entubada, drenaje y educativo.
La llamada Montaña Baja (Chilapa, José Joaquín de He-rrera, Zitlala y Ahuacuotzingo), es una demarcación en la que históricamente los pobres han sido expoliados. Económica-mente, Chilapa ha venido a menos. Ya no es aquel centro comercial de toda la región de la Montaña y parte del centro del estado. Su célebre tianguis de los domingos es apenas sombra de lo que fue.
De niño, hace 60 años o más, iba a Chilapa por días y hasta por semanas. Mi padre fue agente del Ministerio Público. Él tenía muchos amigos y eso me permitió conocer a comerciantes, médicos, abogados y maestros. De aquellos años me quedan muchas imágenes vivas, como el de una familia comiendo pozole en una sola y enorme cazuela. Eso sí, cada quien con su cuchara.
El mercado dominical era toda la ciudad, que desbordaba de colores. Frutas, verduras, artesanías, tejidos y alimentos, tamales, totopos y camotes en dulce, llegaban a un mercado de cientos, quizá de miles de indígenas. En realidad eran trueques, pues vendían y compraban.
Había varios almacenes que expendían ropa, mezcal, velas, hilos, sal, azúcar, café, semillas y una cantidad de consumibles imaginables. Eran reconocidas sus panaderías, su fiambre y su mole, igual que sus barbacoas y dulces en conserva. El fuerte de la Levítica era la industria del rebozo y el sombrero.
Importantes atractivos fueron sus internados para hombres y señoritas, y el seminario. Fundado en 1862 el obispado tenía su asiento en Chilapa. Sus calles eran un ir y venir de monjas y sacerdotes. Como es de suponerse, era una ciudad muy conservadora. Las campanas arrebataban a las doce del día la hora del Angelus. Y en el lugar que tocara el sonoro momento, se hincaba la gente: a media calle, en las banquetas, en la plaza.
El domingo era, pues, de mercado. Los indígenas llegaban en sus burros o a pie cargando la cinta de palma para el sombrero, rollos y rollos, que a lo largo de la semana tejía la familia completa. Diariamente, se encontraban tejiendo la palma, caminando, en su casa, sentados en alguna banqueta.
Llegado el día entregaban el producto al comerciante, quien contaba los rollos y hacía las cuentas: “Del total voy a abonar diez pesos a tu cuenta. Aquí está tu frijolito, arroz, azúcar, sal y café. Tu botellita de mezcal y las ceras para que vayas a dar gracias a nuestro Señor, porque no te puedes ir sin visitar la catedral; y otros pesos para lo que necesites”. Analfabetas, de huaraches o descalzos, salían de esas auténticas tiendas de raya.
Todas las casas de los chilapeños tenían algo que vender. Cajas de cartón, envases de vaselina, botellas, cualquier empaque que usualmente debería terminar en el bote de la basura, era guardado y salían a dominguear en las puertas de los domicilios, en espera de algún indígena que los necesitara.
Alguien estaba enfermo, iba en busca del médico localizado siempre atrás del mostrador de su farmacia. Agachados, a media voz, hablaban de sus dolencias. El doctor interrumpía: “¿traes dinero para pagar?” Si el indígena mostraba el dinero, entonces tenía que esperar en la acera; su consulta no le daba derecho a pasar al consultorio.
Los domingos la catedral estaba saturada de familias procedentes de diferentes lugares de la Montaña, con sus ropas de manta llenas de parches, hijos colgados en el rebozo de las madres; los niños, los jóvenes, todos, mirando a Dios en sus alturas y oyendo la misa en latín. La pobreza reunida con la esperanza suprema.
Al atardecer los indígenas ya habían bebido el mezcal y gastado el dinero. Las esposas, los hijos, cargando ebrio al esposo, al papá, volvían a sus pueblos. En las orillas, en algún callejón oscuro, hacían sus necesidades. Pero ahí estaba la policía que los detendría “por faltas a la moral”, a menos que dieran mordida. Llegaban con algo y regresaban casi con nada.
El chilapeño Donato Miranda Fonseca, quien fuera secretario de la Presidencia con Adolfo López Mateos, promovió la construcción de la carretera Chilapa-Tlapa. Se acabaron el camino de terracería, que en lluvias era peor que los de herradura. Las Gacelas, como las combis de ahora, tenían la ruta Chilpancingo-Chilapa, que recorrían en tres o más horas de golpes entre zanjas y riesgos de volcadura.
Años después se pavimentaría la carretera Tlapa-Tehuacán, esa obra sería la ruina de Chilapa. El comercio de la Montaña se hizo con Puebla. Además, el sombrero y el rebozo dejaron de ser prendas únicas entre la población indígena.
Chilapa fue conocida como la Atenas del Sur, por su educación y ser la única ciudad que tenía biblioteca. Los chilpancingueños de la época de la Revolución, iban a pie o a caballo a leer en aquella biblioteca. Muchos guerrerenses se formaron en Chilapa al encontrar familias amigables que los acogieron cuando no podían pagar los internados. ¿Cómo olvidar su “santo olor a panadería”?
Las profundas raíces son el problema.