Federico Vite
Junio 20, 2023
Pocas fueron las entrevistas que concedió, más pocas aún las presentaciones de libro a las que asistió, no escribía en diarios, ni daba opiniones sobre los problemas del mundo y sus entornos en las redes sociales. Cormac McCarthy (1933-2023), fallecido el 13 de junio pasado, escribía novelas y trataba de saciar su curiosidad garrapateando ensayos, discursos leguleyos y análisis científicos. No tuvo intención –aseveró en una conversación que sostuvo con Celeste NG, escritora y colaboradora del Wall Street Journal, el 13 de diciembre de 2009– de escribir cuentos. “Cualquier cosa que no toma años de vida ni conduce al suicidio difícilmente parece que valga la pena”, aseveró. Viniendo de cualquier otro amanuense, este tipo de frases parecería un gesto de bravucón, pero para quienes conocen la obra de Cormac, entienden que el acto de escribir novelas es un riesgo total en el que el cuerpo y el alma están completamente involucrados, porque obviamente no se escribe sólo con la memoria y con las emociones, sino con todo lo que implica la existencia. Y la existencia, para este autor, era una apuesta por el coraje de ser uno mismo, como lo muestra en Suttree (1979), un libro espléndido para quien trata de entender por qué es tan peligroso, pero sanador, dejarse ir desbocadamente por las imantaciones vitales de un hombre joven y confundido. La vida es un riesgo constante. Escribir, necesariamente, debe ser algo parecido. Y para McCarthy lo fue. Están para muestra Outer dark (1965), historia de un niño nacido del amor de dos hermanos. Deciden matarlo, pero el varón lo abandona en un bosque; le cuenta a ella que lo ha matado y pide que se olviden del asunto. Ella se da cuenta que él ha mentido y empieza a buscar al hijo. Obviamente lo que cada uno de los personajes vive es una tremenda enseñanza de la crueldad y de la violencia. Child of God (1973) es ejemplar en cuanto a oscuridad se refiere. El libro aborda la necrofilia y la pedofilia. Los temas son rudos; de hecho no serán nunca amables. Para muestra, las siguientes novelas: Blood meridian or The evening redness in the west (1985), su mejor texto; All the pretty horses (1992), The crossing (1994), Cities of the plain (1998). Estás historias están matizadas por la redención de la muerte, porque sólo así se sale de la violencia terrenal.
En 2005, el éxito que él no buscaba –traducido como fama, reconocimiento y el ingreso a Hollywood por la puerta grande– llega con No country for old men (2005) y me parece que la novela más suave es justamente The road (2006), con ella obtuvo el Premio Pulitzer. Narra una historia apocalíptica, pero con una oscuridad menos opresiva que la de libros anteriores. Lo curioso es que ahora, cuando el cambio climático nos ha enseñado que todas las historias sobre nuestro mundo distópico están por convertirse en relatos costumbristas, entonces, las 287 páginas de The road adquieren una vigencia inusitada.
Cuestión aparte de los temas elegidos es sobresaliente la cuestión estilística de McCarthy. Ofrece varios registros en sus libros, que van desde el estilo directo de la prosa hasta cierto barroquismo que densifica el relato. Los diálogos, aunque coloquiales, contrastan con momentos esplendentes en los que la prosa poética agranda los hallazgos del alma humana que Cormac detalla en cada libro. Otra de las características radica en que los narradores no siempre son identificados en el cuerpo del relato. Pasan, como fantasmas, en el enramaje de las historias. Si uno lo piensa con calma, parece que McCarthy quería ofrecerle al mercado editorial todo eso que no le gusta, hondura, maldad, violencia y escritura de alta intensidad. El mercado editorial, usted lo sabe, va por otro rumbo, le interesan historias “de moda”, actuales, sumamente digeribles. McCarthy es grande por eso, porque a sabiendas de lo que quiere el mercado, se arrojó a un vacío, desafiante y trémulo, a describir nuestra estupidez e inocencia como un manto que nos aleja de lo sagrado, pero nos encumbra como percutores de la inconsciencia.
Desde 1968, cuando publicó Outer dark, hasta 1980, es decir, un año después de la publicación de Suttree, McCarthy habló en diez ocasiones con periódicos locales de Kentucky y de Tennessee, estados donde había vivido. Estas primeras entrevistas fueron recogidas en 2022 por un par de estudiosos de la obra del escritor en la revista The Cormac McCarthy Journal. Ahí puede leerse que él no estaba interesado en el dinero y en escribir libros que vendieran mucho. A pesar de los abrumadores elogios de los críticos literarios sobre su obra, las ventas no iban nada bien. Los primeros cinco libros de Cormac no vendieron más de 5 mil ejemplares. Al respecto, señaló: “Soy básicamente muy egoísta y quiero disfrutar de la vida. Estoy bien así”. Gracias a la edición de The Cormac McCarthy Journal sabemos que en 1969 alguien le preguntó qué podía recomendar a los aspirantes a escritores, él se limitó a decir: “Un consejo práctico, diría yo, es leer. Necesitas saber lo que se ha hecho. Y tienes que entender eso”. Entre los autores por los que se sintió influenciado, citó a Fyodor Dostoyevsky, Lev Tolstoy, William Faulkner, James Joyce y Herman Melville (Moby Dick era su libro favorito). A ellos los consideraba “escritores con agallas”. Se sentía cómodo estando en silencio. Y escribía, señaló, porque sabía que era bueno en eso. Nada más. No era exitoso ni afortunado, era bueno en eso. Punto.
Esa es la razón por la que en raras ocasiones estuvo ante los medios. Su agente, Amanda Urban, literalmente debía establecer con él varias pláticas para poder convencerlo, por ejemplo, de darle una entrevista a Oprah Winfrey. Eso ocurrió en 2007, donde charlaron sobre su libro más suave: The road. Fue una conversación curiosa, sin duda.
Finalmente, vuelvo a la reportera Celeste NG, a esa entrevista que me parece interesante por varios aspectos. Ella le pregunta a Cormac sobre la extensión de cuartillas que deben tener las novelas actuales. ¿Es demasiado un libro de 1000 páginas? Inquirió. Él reflexionó un instante y expuso:“Para lectores modernos, sí. Aparentemente, la gente sólo lee historias de misterio de cualquier extensión. Con misterios, cuanto más tiempo mejor y la gente leerá cualquier cosa. Pero los indulgentes libros de 800 páginas que se escribieron hace cien años simplemente ya no se van a escribir más y la gente necesita acostumbrarse a eso. Si crees que vas a escribir algo como Los hermanos Karamazov o Moby Dick, adelante. Nadie lo leerá. No me importa lo bueno que sean o lo inteligentes que sean los lectores. Sus intenciones, sus cerebros son diferentes”. A pesar de estas declaraciones, McCarthy escribió y publicó algunos libros extensos. Pero destaco un hecho: las dos novelas finales, publicadas el año pasado, se complementan y suman 550 páginas. The passenger roza las 350 páginas y Stella Maris linda las 208 cuartillas.
Celeste NG le pregunta algo que parece muy incómodo, pero necesario: ¿Cómo afecta la noción de envejecimiento y muerte el trabajo que hace? La respuesta es contundente: “Tu futuro se acorta y lo reconoces. En los últimos años, no he tenido ningún deseo de hacer nada más que trabajar y estar con [su hijo] John. Escucho a la gente hablar de irse de vacaciones o algo así y pienso, ¿de qué se trata? No tengo ganas de irme de viaje. Mi día perfecto es sentarme en una habitación con un papel en blanco. Eso es el cielo. Eso es oro molido y cualquier otra cosa es sólo una pérdida de tiempo”. McCarthy ya no era de este mundo. Iba a una velocidad distinta, a contracorriente y a pesar de eso, tuvo lo que tantos desesperados, ninguneados y humillados escritores hacen con tal de alcanzar la fama, el dinero y la posteridad. Él no. Se limitó a trabajar con ahínco en algo que valiera la pena. Leerlo es comprobar la hondura de un abismo.