EL-SUR

Jueves 02 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

Corregir un error histórico

Andrés Juárez

Septiembre 21, 2018

Hacia la década de los 40 del siglo XX en México, la población urbana creció 24 por ciento y en la siguiente década casi 60 por ciento. Tal aumento –natalidad y supervivencia en medios urbanos por acceso a mejores servicios de salud– y los desplazamientos de zonas rurales a urbanas por la demanda de mano de obra en la industrialización acelerada del país, derivaron en que la proporción de población rural y urbana se emparejara en 50 por ciento hacia el inicio de la década de los 60. Apenas 30 años antes, la proporción era de 33.5 por ciento urbana y 66.5 por ciento rural.
Antes de los años 30, el enfoque de las políticas alimentarias era asistencial, para atender principalmente a grupos vulnerables. Con el giro en el perfil poblacional, la política alimentaria giró también hacia la regulación del mercado de trigo y subsistencias populares y el establecimiento de almacenes de depósito (1937); la mecanización de la producción agrícola y la educación para la nutrición (1940); también, el incremento del abasto popular para abaratar el acceso y los subsidios para mejorar la producción agrícola (1950).
Con una intención clara de mantener salarios bajos en la mano de obra de la industrialización, en los años 50 y 60 se puso en marcha una política para controlar los precios de los artículos básicos, establecer precios de garantía a la producción, mejorar el almacenaje y distribución, Además, empezó a haber una influencia mayúscula del Estado en la economía nacional: mientras a la población urbana se le garantiza el alimento barato con una desvinculación progresiva de la producción, a la población rural se le orienta a depender más de la asesoría técnica externa, los insumos agroindustriales y a dejar de apoyar el conocimiento tradicional por considerarlo primitivo o premoderno.
En los siguientes 20 años (1960-1980) se impulsó el subsidio al consumo, la regularización del precio en el consumo, la creditización del campo y la creación del Sistema Alimentario Mexicano. Después vino el neoliberalismo, con la población ya desvinculada completamente de la fuente de los alimentos, el campo, y postrada ante el mercado. Ya no es necesario, entonces, conocer ni entender ni participar en la producción ni en el conocimiento sobre la alimentación, porque para ello estaba el mercado y sus instituciones. El objetivo era obtener moneda con que pagar por todo lo necesario para subsistir.
Después de 30 años de dejar en manos del mercado producción, distribución, abasto popular, alimentación y nutrición, los resultados son desalentadores. Pérdida de especies, contaminación de suelos y agua, desnutrición, catástrofe en la salud pública, por mencionar los rasgos más relevantes de un panorama ante el cual la próxima administración propone lo que se ha calificado de una vuelta al pasado: autosuficiencia alimentaria. Pero afirmar que es una vuelta al pasado es, por lo menos, desconocer las entrañas de tal pasado y las lecciones aprendidas durante las últimas cinco décadas.
Es equivocado pensar que la autosuficiencia se reduce a distribuir alimentos y a convertir la balanza comercial a números positivos para el país. Al contrario. Es la corrección de un error histórico. La estrategia deberá ir contra esa lógica de mercado que condenó al país a la negación y el olvido de las muchas formas de subsistencia, resistencia, persistencia de la alimentación, producción y recolección de alimentos.
Contra ese sistema de producción de ausencias deberá cimentarse la autosuficiencia alimentaria. Corregir el error de haber orillado a los campesinos, por la vía de la transferencia tecnológica y por la vía de la falta de estímulos, a dejar de hacer selección y mejoramiento de semillas. Desde que los fitogenetistas expertos, las universidades y los laboratorios acapararon estas tareas con la supervisión del gobierno, se erosionó el saber campesino sobre las cualidades genéticas y el valor nutricional y agronómico de las semillas para cada microclima específico. Esto es sólo una arista del error.
Y si este mosaico de condiciones geomorfológicas, edáficas, climáticas ocasionan un sinfín de condiciones ambientales para las cuales la agrobiodiversidad ha generado mecanismos de adaptación, el conocimiento varía entre grupos y sobre todo entre individuos que acumulan sus propias estrategias que valen únicamente para el pequeño rincón al que pertenecen.
Generar una política pública es casi imposible sin homogeneizar. En esto radica el principal reto de la autosuficiencia en ciernes. En los últimos 30 años se diseñaron programas gubernamentales que quisieron fomentar la conservación de especies nativas, restaurar suelos degradados y rescatar el patrimonio biocultural. Fallaron porque se intentó meter todo en una sola bolsa. La política de autosuficiencia, en el afán de ser nacional, puede caer en el mismo derrotero.
La política de autosuficiencia deberá ir contra toda lógica de mercado, pero también contra toda lógica integradora y hegemónica. Su valía se elevará en la medida que se permita el resurgimiento de la creatividad local, junto con la revaloración de la peculiaridad de cada sistema campesino e indígena, y quien la conduzca deberá tomar el timón en las caóticas aguas de la diversidad de necesidades para no reducir todo al absurdo del abasto popular.