EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Covid-19: la culpa no es de un pangolín

Efren Garcia Villalvazo

Abril 11, 2020

Es un ambiente volátil e incierto, en donde volteamos a ver a todos lados para saber de dónde vino el descontón del Covid-19 que ahora nos tiene enclaustrados y próximos a entrar a una crisis económica, social y política de dimensiones tales que se ven ampliamente rebasados los gobernantes que les tocó lidiar con ellas. Incluso han aparecido de manera reciente “argumentos” que pretenden consolidar una teoría conspirativa que surgió desde el principio de la pandemia, buscando involucrar a un eminente científico de la universidad de Harvard en la “fabricación” del supuesto virus y su liberación en Wuhan, asunto que ya ha sido desmentido por el propio gobierno de Estados Unidos.
Mientras estamos a la espera de nuevas noticias que permitan dar seguimiento objetivo al origen de esta pandemia, de seguro resultará muy productivo enfocar este brote desde el punto de vista de la ecología, en donde nos daremos cuenta de que nuestra actitud como inquilinos planetarios deja mucho que desear y tiene mucho que ver con lo que ahora vivimos.
Partamos de la base de que todo el planeta de alguna manera está interconectado biológicamente, y hasta hace no más de un par de cientos de años, guardando un equilibrio entre especies de todo tipo, incluyendo los microrganismos. Se desarrolló a lo largo de miles de años y por selección natural un complejo entramado de relaciones que permite el crecimiento de una especie hasta un punto en que la interacción con otra u otras especies la contiene para que no se desborde, estableciéndose una suerte de autocontrol para todos y cada uno de los participantes del cual ninguno escapa.
Tomemos el muy raído ejemplo de un automóvil como sistema, con decenas de piezas, todas interrelacionadas, todas importantes, para dar un servicio de transporte del que a todos nos queda claro su utilidad. Pero, ¿qué pasa si le quitamos una pieza al motor del carro? O un asiento, una llanta, un soporte de goma, la computadora. Quizá en un primer evento no le afecte en gran cosa –o no advertimos que le afecte– y a continuación le quitamos otra pieza, y otra y después otra. El día ha de llegar en que el auto deje de funcionar y se vuelva hasta peligroso contra nosotros.
Continuando con la idea anterior, miremos allí donde multitud de relaciones predador-presa y productor-consumidor-descomponedor se dan de manera simultánea tal como en un bosque, selva, manglar o arrecife coralino, y eliminemos una o varias de las especies que sirven para mantener a raya a las demás. Quizá la especie eliminada –generalmente un predador– controlaba a otras que son portadoras de virus o bacterias que no producen gran daño en su hábitat, pero que liberadas de estos efectivos controles naturales pueden avanzar rápidamente sobre nuevos huéspedes en nuevos territorios.
Y qué tal si se transfieren ejemplares salvajes a miles de kilómetros de distancia vía tráfico de especies a una tienda de mascotas o a un mercado de vida silvestre y se ponen en contacto con gente que no tiene defensa para el virus recién llegado. No es difícil de imaginar el resultado. Lo estamos viendo frente a nuestros ojos.
Las zoonosis o enfermedades transmitidas por animales a seres humanos son comunes y numerosas. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS) existen más de 200 identificadas, entre las cuales se cuentan la rabia, la leptospirosis, el ántrax, el Síndrome Agudo Respiratorio Severo (SARS), el Síndrome Respiratorio de Medio Oriente (MERS), la fiebre amarilla, el dengue, el SIDA, el ébola, la fiebre chinkungunya y recientemente el SARS-CoV2, motor viviente de la Covid-19, que en conjunto producen cerca de mil millones de casos de enfermedad y millones de muertes cada año. Más del 70 por ciento de las enfermedades humanas en los últimos 40 años han sido transmitidas por animales salvajes, por lo que se considera que las zoonosis por vía de animales silvestres representan la amenaza más importante para la salud de la población mundial en el futuro próximo.
En una visión centrada en la vida y el equilibrio, los bosques, selvas y demás áreas naturales conforman barreras de protección a manera de laberintos de relaciones tróficas que evitan que esos virus que ahora resultan letales lleguen con tanta facilidad a nuestros centros urbanos superpoblados, pues antes deben pasar por baterías de virus, bacterias y probablemente vectores de todo tipo que diluyen sus posibilidades de avance y distribución y que no les permitirán transitar globalmente con tanta facilidad. Puesto en otros términos, reduciendo y desapareciendo los grandes espacios naturales ponemos en grave riesgo a la población humana en general.
De ahí que el mantenimiento de los niveles de biodiversidad no sea un tema opcional, pues vemos que conforma un poderoso obstáculo biológico –cuña del mismo palo– para frenar el avance de enfermedades como el Covid-19 y las demás que de seguro vendrán. Una de las actividades humanas que promueve fuertemente la desaparición de la biodiversidad es el cambio de uso de suelo, en el cual inmensos territorios naturales son devastados para dar paso a nuevas explotaciones forestales, agrícolas y ganaderas, explotaciones mineras, construcción de carreteras y otras. Además, haciendo gala de un desinterés absoluto por controlar el crecimiento poblacional humano, cometemos el error de destinar millares de hectáreas al año a la construcción de nueva infraestructura urbana –con la correspondiente pérdida de biodiversidad– que se vuelve sumamente vulnerable al concentrar grandes cantidades de gente –y sus necesidades y desechos asociados– de la manera que se hace en las ciudades y poblaciones actuales.
No era fácil que en un contexto natural sano un pangolín o u murciélago de latitudes tropicales contaminara a gente de las grandes urbes del hemisferio norte. Los pangolines, sospechosos sin pruebas suficientes de ser el primer eslabón del brote Covid-19, son mamíferos folidotos –“cubierto de escamas”, en griego antiguo– con especies que miden de 30 centímetros hasta casi un metro de largo y que se alimentan de hormigas y termitas que capturan mediante una lengua larga y pegajosa. La mayor parte de los pangolines son de hábitos nocturnos y pasan el día dormidos enroscándose en una bola, de ahí su nombre proveniente del malayo –peng-guling– “el que se enrolla”. Hay cuatro especies asiáticas y cuatro africanas, siendo que las primeras están prácticamente extintas debido al pesado tráfico de especies que ha provocado la demanda de países como China en donde su carne es considerada un manjar, además de que se cree que las escamas que cubren el cuerpo de los pangolines hacen bajar las inflamaciones, mejoran la circulación de la sangre y ayudan a las mujeres en el periodo de lactancia a producir leche. Así es como puede llegar un pangolín vivo hasta una ciudad en la región central de China, y en muchas ocasiones de seguro sin ningún control sanitario, puesto que es mercancía de contrabando que debiera estar protegida por ser especies en vías de extinción.
Finalmente, un elemento que atiza el fuego –literalmente– es el aumento de la temperatura del planeta como consecuencia del calentamiento global, el cual ha desplazado las áreas de distribución de vectores tropicales como mosquitos y otros insectos hacia las regiones templadas, por lo que ahora aparecen enfermedades que se creían controladas en los grandes centros poblacionales del hemisferio norte y sur. El caminito puesto para un avance rápido y efectivo de las enfermedades que dejan de ser contenidas por los territorios naturales y por la temperatura, lo cual señala sin duda lo importante que son las sinergias negativas que hemos construido con la falta de sustentabilidad de nuestra civilización.
Como podemos atestiguar en este evento de alcance global, los atentados contra la naturaleza finalmente cobran cara factura a la vista de todos. El modelo económico de explotación actual de los recursos naturales y de consumo abusivo y rapaz ha probado ser increíblemente autodestructivo, llegando ahora a amenazar gravemente su propia supervivencia. De repente una partícula proveniente del límite inferior del mundo biológico pone en pocos meses de rodillas a la orgullosa especie humana, obligándola a autoencarcelarse para salvar la vida. Los contagios son democráticos, aterrorizantes y numerosos y las pérdidas en vidas humanas son abundantes, pero nada comparado todavía contra los muertos producto de la delincuencia organizada. Sin embargo, las pérdidas económicas inmediatas y a corto y mediano plazo son inconmensurables y es claro que los “ahorros” que hasta ahora habíamos hecho con un proceder descuidado y no sustentable de nuestra civilización ahora muestran su verdadera dimensión económica y nos cobrará por las malas un abultado pasivo de externalidades negativas. El mundo cambió a nuestras espaldas y ni cuenta nos dimos.
Semana Santa, tiempo de reflexión. Cuarentena por el Covid-19, tiempo de reflexión. Tiempo que debemos usar para reflexionar responsablemente sobre nuestro papel de hermanos mayores encargados de la Creación. Este “apagón” de la civilización de 40 días debe servir por lo menos para eso.
Twitter: @OceanEfren

* El autor es oceanólogo (UABC), ambientalista y asesor pesquero y acuícola. Promotor de la ANP Isla La Roqueta, del Corredor Marino de Conservación del Pacífico Sur Oriental además de impulsor de la playa ecológica Manzanillo.