EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Crimen abominable

Tlachinollan

Octubre 16, 2017

En el mes de abril de 2014 el misionero ugandés, adscrito a la diócesis de Chilapa, John Ssenyondo fue secuestrado por personas armadas en la comunidad de Nejapa, municipio de Chilapa. Fue en el mes de noviembre del mismo año, en el día de los fieles difuntos, cuando su cuerpo fue identificado dentro de una fosa común. Este crimen deleznable sigue sin investigarse, por lo que los mismos autores se sienten intocables. Saben que en los lugares donde  atentan contra sus víctimas, no hay autoridad que garantice la seguridad de las personas. Más bien son ellos quienes controlan esos territorios. Nadie imaginaría que en ese mismo tramo carretero, este sábado 14, el luchador social Ranferi Hernández, al lado de su esposa  Lucía Hernández Dircio, su suegra Juana Dircio y su chofer Antonio Pineda,  fueran también interceptados por personas desconocidas quienes incendiaron el vehículo donde muriendo calcinados ¿Podemos imaginar lo que puede esperar una familia que sale de su casa, se traslada en su vehículo antes de que obscurezca para llegar a buena hora a su destino?  Normalmente no puede suceder algo trágico, a no ser que ocurra un accidente carretero. Sin embargo, esta normalidad ya no existe en varias regiones de nuestro estado, los traslados en carreteras resultan ser inseguros y trágicos. Todo parece estar a merced de la delincuencia. El ejemplo más patético es la cauda de asesinatos que se han consumado en el tramo carretero de Chilapa-Chilpancingo. Ya no sólo son las disputas por determinados territorios sino también las vías terrestres donde la vida pende de un hilo.
Las ciudadanas y ciudadanos han perdido la confianza en las autoridades, todo el aparato de seguridad es inoperante para la población que necesariamente tiene que viajar para estudiar o trabajar. La ausencia de las fuerzas de seguridad en los puntos críticos la cubren los grupos de la delincuencia organizada. Ese vacío de las instituciones en la vida cotidiana es lo que más ha costado vidas a las familias que con rabia e impotencia lloran la trágica muerte de sus seres queridos. Son muertes que se hubieran podido evitar, si las autoridades cumplieran con su responsabilidad.
Lo más cruel es que hemos normalizado el horror y nos hemos acostumbrado a que la muerte se adelante a causa de un gobierno que le ha fallado a su gente. Vivimos en un estado de excepción donde el toque de queda lo dan los grupos de la delincuencia quienes se encargan de someter a la población. Las mismas autoridades también prefieren guarecerse de este ambiente de criminalidad porque son presas de su propia política de “in”seguridad. Por más que las autoridades se empañan en mostrar en imágenes a un Guerrero seguro y próspero los asesinatos que se consumen a lo largo del día enlutan nuestro estado y vuelven lúgubre la vida de las familias que son víctimas de la violencia.
Tan pronto como la criminalidad se organiza mejor  que el mismo gobierno y la sociedad, se convierte, tendenciosamente, en un actor con poder dentro del mismo estado. Esta situación erosiona a las instituciones, las vulnera y las somete a su lógica delincuencial. Es muy fácil que los grupos de la delincuencia puedan cooptar a elementos y directivos de las corporaciones policiales porque hay un abismo entre lo que ofrece la autoridad y lo que un agente puede obtener con mayor inmediatez del crimen organizado. No hay forma de contener esta tendencia hacia la criminalidad dentro de la misma institucionalidad gubernamental. Las mismas prácticas que producen las autoridades de alto rango fincadas en la corrupción, son las que se reproducen en todos los niveles de gobierno que son copia fiel de lo que acontece dentro de las estructuras de las organizaciones delincuenciales. En esta crisis de valores y ante la ausencia de modelos a seguir para promover el respeto a los derechos humanos, las historias de las figuras criminales se transforman en mitos que las nuevas generaciones tratan de imitar y con orgullo se identifican. Esta exaltación de la violencia y la dimensión heroica de narcotraficantes que se canta en los corridos impulsan los instintos de la destrucción y la muerte.
La exacerbación de la violencia está socavando gravemente el Estado de derecho. Está destrozando los caminos de la legalidad, cortando de tajo los puentes de la solución pacífica de los conflictos y atizando el fuego de las balas poniendo al frente el fusil y los deseos de venganza. Vastos sectores de la población están tentados a sucumbir por esta salida falsa, la misma desesperación e impotencia los arrastra hacia el torbellino de la muerte.
La indiferencia y el desprecio hacia la tragedia del prójimo es el triunfo de las fuerzas del crimen, es la legitimación de su poder y la postración de una sociedad resignada a poner en manos de la delincuencia un destino fatal. El atentado contra Ranferi y su familia no puede quedar impune, la sociedad civil organizada de Guerrero es la que tiene que salir del marasmo para exigir a las autoridades que pare este patrón de criminalidad. No podemos permitir que ante el asesinato de un luchador social al lado de su familia no lleve solo a inconformarnos públicamente por esta tropelía, es imprescindible visibilizar este crimen pero ante todo emplazar a que la autoridad investigue y esclarezca los móviles de este atentado. Conocimos su activismo político y su compromiso social, por lo mismo esta línea de investigación no puede dejarse de lado.
Ranferi desde que saltó a la escena pública abanderó causas justas. Fue fiel a su origen humilde y eso mismo le valió su reconocimiento como un luchador social. En circunstancias extremas se vio obligado a salir del país para exiliarse durante varios años en Francia. Su carácter recio lo llevó a confrontarse con los gobernantes en turno. Fue un diputado que se identificó con las luchas del pueblo y salió al frente para denunciar crímenes abominables como el de los diecisiete campesinos asesinados en el vado de Aguas Blancas, municipio de Coyuca de Benítez, por policías del estado en tiempos del gobernador Rubén Figueroa Alcocer. A tres días de que se cumplan cuatro años del  artero asesinato de Rocío Mesino, compañera de lucha de Ranferi Hernández Acevedo en la Organización Campesina de la Sierra del Sur (OCSS), el patrón de aniquilamiento contra luchadores sociales sigue siendo recurrente en el estado de Guerrero. Hay varios dirigentes de organizaciones sociales que han sido asesinados y cuyos crímenes no han sido esclarecidos, mucho menos dado con los responsables. Este ambiente de impunidad y la tendencia a criminalizar la lucha social es un terreno fértil para alentar la agresión y los atentados contra dirigentes sociales. Este caso como todos los demás no pueden trivializarse, mucho menos ser parte de la larga lista de crímenes que se han cometido contra ciudadanos y ciudadanas que han asumido un compromiso de luchar por mejorar las condiciones de vida de la población más depauperada del estado de Guerrero. Se ha vuelto costumbre entre las autoridades simular investigaciones y dejar en el limbo de los archivos los avances y resultados. Más allá de lo que representó su trayectoria como luchador social en el caso de Ranferi, Lucía, Juana y Antonio las autoridades tienen que dilucidar la verdad, honrar su memoria, castigar a los responsables y reparar el daño a su hija e hijos.
Es preocupante que en nuestro estado no haya garantías para promover y defender los derechos humanos y que más bien sea un riesgo asumir esta causa, y esto mismo sucede con el gremio periodístico que realiza su trabajo en un ambiente de fuego cruzado, donde está de por medio su seguridad y su vida misma. Es lamentable que se sigan multiplicando los crímenes en una región donde las autoridades no han podido revertir los índices de criminalidad a pesar de los operativos militares y policiacos. El plan de seguridad implantado por el secretario de Gobernación, el secretario de la Defensa Nacional y el mismo gobernador no ha dado los resultados esperados, por el contrario el municipio de Chilapa enfrenta una crisis de seguridad que ha costado 173 asesinatos entre los meses de enero a septiembre, de acuerdo con información de la organización de familiares de desaparecidos Siempre Vivos. Mientras este clima de violencia no se combata con una estrategia integral privilegiando la investigación para combatir la impunidad y desmontar la estructura criminal, será muy difícil remontar esta montaña de agravios, donde los familiares de las víctimas son los que realmente están removiendo los escombros de un aparato de justicia y seguridad que en lugar de garantizar sus derechos sigue coludido con las fuerzas del crimen. Al interior de las instituciones no existen cambios de fondo, se mantienen los grupos de poder enquistados dentro de las estructuras que están tejidas con los intereses macrodelicuenciales. Las autoridades del estado tienen el gran desafío de resolver este crimen, de garantizarle justicia a los hijos de Ranferi y Lucía que han quedado en la orfandad y brindarles medidas de seguridad que pongan a salvo sus vidas, porque la tragedia que les han infligido es inconmensurable por la forma en que sucedió y el desamparo en que quedaron.