Humberto Musacchio
Marzo 23, 2017
Hace unos días se celebró en Puebla el centésimo cuarto aniversario del Ejército Mexicano, pues en buena hora se considera que las fuerzas armadas contemporáneas nacieron en 1914, al firmarse los Tratados de Teoloyucan, de acuerdo con los cuales se disolvió el viejo ejército porfirista que surgió durante las guerras de reforma y contra la intervención francesa.
Es bueno recordar lo anterior porque nuestras fuerzas armadas, como el Estado mismo, son hijos de la revolución y tienen un origen radicalmente popular. El general Antonio Riviello Bazán, quien fuera secretario de la Defensa Nacional de 1988 a 1994, contaba orgulloso que él había nacido en una vieja vecindad de la calle de Perú, en la Ciudad de México.
Hijo de militar, Riviello –fallecido esta misma semana– en una reunión memorable, decía que los únicos que servían en las fuerzas armadas eran “los jodidos”, pues, palabras más palabras menos, preguntaba, “¿quién está dispuesto a afrontar a las bandas de narcotraficantes, quién va a soportar días de caminata por la sierra, quién puede soportar la vida de sacrificios del soldado?”
En efecto, no cualquiera tiene vocación por la carrera de las armas ni disposición para afrontar sus muchos retos. La institución armada resulta admirable por diversas funciones que ha asumido exitosamente en las últimas décadas. Son nuestras fuerzas armadas las que se han hecho presentes en momentos de tragedia de los mexicanos que reciben su auxilio en las inundaciones, los sismos y otras desgracias.
Lo que ha manchado el prestigio del ejército es, principalmente, el mal uso que hacen de él los gobernantes civiles, a veces incluso en contra de las propias fuerzas armadas, como ocurrió el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco, cuando un grupo militar vestido de civil –el Batallón Olimpia– y manejado por el Estado Mayor Presidencial disparó indistintamente contra los manifestantes y los soldados que habían llegado a la plaza.
Los gobernantes civiles disponen de las fuerzas armadas para tapar su ineficiencia política y de esa manera las comprometen. En la noche trágica de Iguala, los 43 muchachos de Ayotzinapa fueron desaparecidos en presencia del destacamento militar y hasta ahora no se ha permitido investigar dentro de las instalaciones castrenses. En el mundo, no sólo en México, se repite que en el caso está involucrado el tráfico de drogas con la complicidad de las autoridades, pero Roberto Campa Cifrián quiere que nos traguemos la hipótesis de la “verdad histórica”.
Si bien no hay instituciones eternas, pues nuestras fuerzas armadas se han tenido que constituir tres veces –al consumarse la independencia, al triunfo sobre el imperio de Maximiliano y en Teoloyucan– mientras esté en pie la institución castrense habrá que protegerla, incluso de sus propios integrantes, pues no olvidemos que tienen en sus manos un poder muy grande, un poder sobre la vida y la muerte.
Es injusto que los excesos de unos los paguen todos, que una orden mal dada se convierta en tragedia y que lejos de aclarar las cosas se pretenda ocultar los hechos. Pero no se debe confundir la responsabilidad de los individuos con la actuación de la institución castrense en su conjunto.
El general José Carlos Beltrán Benítez, director de Derechos Humanos de la Sedena, ofreció una conferencia de prensa el pasado martes 21. En esa ocasión rechazó las declaraciones “sin fundamento” y las acusaciones contra militares que violan derechos humanos, lo que tildó de “injurias y ofensas”. Lamentablemente, el general Beltrán olvida numerosos hechos en los cuales algunos militares, no la institución armada, incurren en falta.
Por similares razones, es inaceptable que el jefe del Ejecutivo repruebe lo que llama “descalificaciones sin sustento”, pese a que se refieren a hechos que están dolorosamente presentes. Más peligroso es que el mismo personaje considere que esos señalamientos “no son admisibles”. ¿No? ¿Y la libertad de prensa y las disposiciones constitucionales?
Decía don José Pagés Llergo que en México había tres temas tabú: el Presidente de la República, el ejército y la Virgencita de Guadalupe. Dejemos el tabú únicamente para la Señora del Tepeyac, porque las creencias religiosas pertenecen al ámbito de la intimidad. Lo demás, incluida la figura presidencial y las fuerzas armadas, como toda institución, hecho, declaración u omisión son asuntos de interés social y por lo mismo deben ser objeto de análisis y de crítica.