Lorenzo Meyer
Septiembre 29, 2016
La tragedia de Ayotzinapa ha puesto en el primer plano de la discusión pública algunas de las peores características del poder en méxico: su corrupción, su ineptitud y su insensibilidad.
El asesinato de seis personas y la desaparición de 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa a manos de la policía de Iguala la noche del 26 de septiembre de 2014, se ha convertido en un enorme agravio colectivo. Y el paso del tiempo no lo ha desvanecido. Al contrario, su impunidad y la de otros de la misma naturaleza lo han ahondado: las matanzas de Allende en Coahuila y San Fernando en Tamaulipas, la violación y encarcelamiento de las mujeres de Atenco (historia que acaba de recoger y difundir The New York Times, [22 de septiembre]) y más. A esas conductas de violencia criminal de agentes del Estado, se añaden las otras impunidades que le dan su aspereza al tiempo mexicano actual: 27 mil desaparecidos, 17 mil asesinatos el último año y una galopante corrupción pública en medio de los estragos de una economía sin vitalidad y una desigualdad social imbatible.
La Universidad de Guadalajara y Proceso acaban de publicar, respectivamente, Ayotzinapa: la incansable lucha por la verdad, la justicia y la vida de Jorge Alonso y Carlos Alonso Reynoso y Ayotzinapa. Mentira histórica, de Témoris Grecko. Estas obras, aunadas a los informes de la CNDH y del GIEI, son fuentes puntuales sobre lo que se sabe y lo que no se sabe en torno a lo ocurrido en 2014.
De las muchas aristas de la tragedia de Iguala, hoy resalta, en primer lugar, la dificultad de entender la lógica de esa violencia bárbara. ¿Qué intereses requerían de la eliminación en masa del grupo de estudiantes? Se sabe que la región es productora de opio y que la visión del mundo de los capos de la droga es demencial, pero no carente de lógica. Entonces ¿qué explica que una organización como Guerreros Unidos considerase a los normalistas y su toma temporal de autobuses, una amenaza de tal magnitud que decidiera enfrentarla mediante una masacre que “calentaría la plaza” como nunca? ¿Qué intereses afectaron los estudiantes para que los “dueños de la plaza” consideraran que lo que estaba en juego requería de un castigo brutal? Hasta hoy, esas son preguntas sin respuesta, pero lo que queda claro es que fue tal el sentido de impunidad adquirido por el crimen organizado de Guerrero que simplemente se desentendió de los efectos que su acción pudiera tener sobre el gobierno federal o sobre la sociedad nacional e internacional; su capacidad de desprecio por ambos resulta asombrosa.
Y aquí surge otra cuestión: ¿quién controla Iguala y Guerrero? A primera vista, las policías municipales de la región estaban a las órdenes del crimen organizado. Sin embargo, en Iguala está el 27 batallón de infantería, parte de una de las instituciones que, suponemos, responde directamente a las órdenes e intereses de las autoridades federales. Desde el principio se admitió que elementos del Ejército vieron y tomaron nota de un grupo de estudiantes que, tras la agresión, se refugió en una clínica, pero no se les prestó ayuda. Se sabe que en el C-4 estaban elementos del Ejército y que la Policía Federal también se hizo presente esa noche terrible. En fin, información no les faltó a los mandos. Entonces ¿cuál es la naturaleza de la convivencia cotidiana en esa región entre el crimen organizado y las instituciones federales? ¿Quién controla qué, a quién, cómo, para qué y hasta qué punto?
La incapacidad sistemática a lo largo de dos años de un Estado supuestamente moderno como el mexicano para dar una respuesta creíble a la desaparición de los jóvenes estudiantes y actuar en consecuencia, ha tenido un costo enorme para la administración de Enrique Peña Nieto. Por tanto, surge la pregunta de si esa incapacidad es mera incompetencia o producto del tipo de relación encubierta con las organizaciones criminales o una mezcla de ambos factores. Cualquier respuesta es inaceptable.
Hay muchos más elementos a considerar, pero es imposible cerrar estas notas sin subrayar dos. Por un lado, el papel jugado por el factor externo como una de las garrochas que ha puyado a la poco sensible burocracia federal para obligarla a ir más allá de su cómoda “verdad histórica inicial”. Una segunda consideración: cooptación y represión ha sido la fórmula básica de los gobiernos priistas para acabar con las movilizaciones desde abajo que pretenden cuestionar su autoridad. Sin embargo, esta vez la fórmula falló. La organización formada por los padres de los 43 estudiantes desaparecidos, y pese a provenir de uno de los estratos más pobres de la sociedad, se resistió a ser cooptada o neutralizada mediante amenazas. Su independencia y resistencia le permitió desoír el llamado presidencial a “superar” el incidente. La persistencia de los familiares y sus apoyos nacionales y externos a la exigencia de una respuesta a la altura del reclamo es el punto brillante en el obscuro panorama de la tragedia.
En fin, que el drama de Ayotzinapa ha puesto en el primer plano de la discusión pública algunas de las peores características de quienes ejercen el poder en México: su corrupción, su ineptitud y su insensibilidad. Por otro lado, la organización nacional e internacional del reclamo, el gran eco que ha tenido más allá de Ayotzinapa, dice mucho de la voluntad de la sociedad civil para enfrentar de manera pacífica pero sostenida esa corrupción e irresponsabilidad de las elites mexicanas, de la élite política y de las otras que le acompañan.
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