EL-SUR

Jueves 18 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Cuando el Estado se ausenta…

Humberto Musacchio

Noviembre 30, 2017

En una investigación circunscrita al norte de Coahuila y titulada El yugo zeta, Sergio Aguayo y Jacobo Dayán, académicos del Colmex y la Universidad Iberoamericana, respectivamente, muestran los extremos a los que puede llegar y llega la ausencia del Estado cuando priva la ineptitud, el miedo, la indolencia o la complicidad de las autoridades.
Ya desde 2003 advertía la DEA que la banda de Los Zetas, en ese tiempo brazo armado del Cártel del Golfo, controlaba Ciudad  Acuña y Piedras Negras, dominio que ocho años después se extendía a todo Coahuila, gracias a que “el gobierno estatal era omiso y algunos de sus funcionarios eran cómplices” de la delincuencia, en tanto que “la Federación era indiferente y displicente”.
Aunque resulte difícil creerlo, el centro de las actividades criminales era la cárcel de Piedras Negras, penal controlado por Los Zetas, lo que en modo alguno es novedoso, pues en 2015 la Comisión Nacional de Derechos Humanos, después de visitar y analizar lo que sucedía en 154 de los 362 centros de reclusión, determinó que 71 tenían autogobierno o eran cogobernados por las autoridades y los delincuentes.
En efecto, no es algo nuevo que grupos de criminales presos controlen la vida interna de una buena cantidad de prisiones. Lo que Aguayo y Dayán encontraron es que las cosas iban muchos más lejos en la cárcel de Piedras Negras, prisión que servía de refugio a los jefes zetas, quienes se alojaban ahí para esconderse de los federales que no estaban en la nómina de los criminales. Por supuesto, esos jefes salían cuando se les pegaba la gana. La cárcel era usada como bodega de drogas y centro de distribución de las mismas para todo el estado. Era también oficina de reclutamiento de sicarios, centro de tortura, casa de seguridad a donde llevaban a personas secuestradas en espera de que se pagara el rescate, carnicería a la que llevaban a gente ejecutada fuera de la cárcel para que adentro se desmembraran los cadáveres y se procesaran los restos hasta desaparecerlos.
Había también un taller de carpintería que fabricaba muebles para los reos y para el exterior, pero el giro más importante de esa prisión-negocio era la adaptación de automóviles para llevar contrabando a Estados Unidos, pues la frontera está a menos de siete kilómetros de la penitenciaría. En el taller trabajaban mecánicos, hojalateros, pintores y otros presos especializados. Existía igualmente un taller de costura donde se fabricaban uniformes del Ejército, la Marina y la policía, vestimenta que utilizaban los delincuentes en sus “misiones”. Cada semana llegaba un camión con rollos de tela y se llevaba lo producido.
El informe de Aguayo y Dayán dice que en ese reclusorio “también manufacturaban fundas para chalecos antibalas, fornituras, cintos de tipo policial, tirantes para colgar armas largas, fundas para pistola y cargadores”, lo que resultaba de primera importancia, tanto que “el responsable de ese taller llegaba del exterior cada día” y era “el único taller donde trabajaban algunas mujeres”.
El responsable de todo era un jefe de plaza al que Aguayo y Dayán llaman jefe de cárcel, un recluso que solía salir a la calle por las mañanas a tomar café y leer los periódicos. Frecuentemente se quedaba a comer afuera en un buen restaurante y regresaba a su celda por la noche. Uno de sus pasatiempos era seleccionar esposas, hermanas o familiares de los internos para tener con ellas relaciones sexuales, lo que llegaba a incluir varones. Por mera diversión, gustaba de disparar a los celadores y por supuesto tenía a su servicio a las autoridades y guardias del penal, sobornados y bajo amenaza a ellos y a sus familias. El jefe de cárcel contaba con poder sobre la vida y la muerte de los reclusos, a los que extorsionaba y vejaba de manera sistemática, al extremo de contar con una cárcel dentro de la cárcel.
En fin, que la lista de horrores es bastante larga, pero lo que obligó a las autoridades a actuar fue una matanza perpetrada en 2011 por Los Zetas a raíz de una filtración de la DEA que los delincuentes consideraron como traición y en unos cuantos días ejecutaron a más de 300 personas, en su inmensa mayoría ajenas a la delincuencia o a la autoridad. De no haber sido por esa cadena de asesinatos, las cosas continuarían igual y las autoridades seguirían sin molestar a esos delincuentes que pagan jugosos sobornos y financian campañas políticas. De ese tamaño fue la irresponsabilidad de los gobiernos panistas de Fox y Calderón.