Lorenzo Meyer
Noviembre 16, 2020
La complicada herencia dejada por la esclavitud en Estados Unidos sigue viva y hoy se manifiesta en los resultados y pasiones que han puesto de manifiesto sus elecciones recientes. En una votación nutrida y con resultados equilibrados –78 y 72 millones de votos para Biden y Trump respectivamente–, se reflejan dos visiones que tuvieron su más dramática confrontación en la guerra civil de 1861-1865. Ese choque no concluyó con la rendición del general Robert E. Lee en Appomattox, sino que ha seguido por otros medios. Muchos de quienes apoyaron la reelección del presidente Trump consideran que él encarna las ideas y valores del supremacismo blanco. Del lado opuesto, los descendientes de los esclavos africanos fueron parte crucial en la victoria de Joseph Biden (The Guardian, 6/11/20; The Atlantic, 11/11/20).
Al sur del Bravo también las experiencias pasadas explican la cautela del gobierno mexicano ante el conflicto legal y político postelectoral norteamericano. Y es que pese a que casi el 80 por ciento de los norteamericanos aceptan el triunfo de Biden (Reuters/Ipsos), el derrotado no, y hasta hoy no hay una instancia que legalmente lo obligue a hacerlo. Fueron las grandes cadenas de televisión las que, por usos y costumbres, el 7 de noviembre reconocieron como ganador a Biden, pero Trump lo rechaza. Éste intenta maniobrar para revertir en el Colegio Electoral o en el Congreso, la victoria de su rival.
Obviamente, tanto la gestación como la solución del problema sucesorio norteamericano son producto y responsabilidad de ese país, pero dado su carácter de gran potencia, la disputa en su cúpula del poder ha terminado por generar un problema para México. Siguiendo a las televisoras, un buen número de jefes de Estado se apresuraron a felicitar al ganador evidente pero aún sin confirmación oficial. En contraste, el gobierno mexicano optó por andar el camino, bastante solitario, de la estricta formalidad. Y es que, por razones históricas, el gobierno mexicano busca que el de Estados Unidos se comporte igual, que las felicitaciones y lo que ellas implican, se envíen cuando se le notifique formalmente quien es el ganador.
Y si para el grueso de la comunidad internacional la formalidad es irrelevante frente al margen de 6 millones de votos de Biden sobre Trump, al gobierno mexicano sí le importa por los precedentes. La felicitación a un futuro gobernante equivale, en la práctica, a su aceptación y reconocimiento efectivo. Y ese es precisamente el problema para México.
En 1859, cuando también dos visiones del mundo estaban en lucha mortal en nuestro país, el reconocimiento de Washington al gobierno de Benito Juárez fue crucial para no sucumbir frente a las fuerzas conservadoras, pero el precio fue alto: suscribir el infame tratado McLane-Ocampo. A Porfirio Díaz Washington lo reconoció hasta 1878 pese a habérsele declarado presidente constitucional desde 1877. Y es que antes Díaz debió demostrar al gobierno vecino que controlaba al país y que cumpliría con el pago por reclamaciones a los norteamericanos.
En el siglo XX, Washington tomó su tiempo para reconocer a Carranza, pero, sobre todo, a Obregón, que previamente debió firmar lo exigido por el país vecino: los Acuerdos de Bucareli de 1923. Finalmente, el hoy presidente de México recuerda la felicitación apresurada y oportunista del gobierno español al candidato Felipe Calderón en 2006, cuando aún no era oficial su triunfo que aún sigue en duda.
En fin, que el espectacular conflicto interno de Estados Unidos es también un problema para México como resultado de malas experiencias justo en temas de reconocimientos y felicitaciones.