EL-SUR

Sábado 20 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Cuando la policía está en crisis

Federico Vite

Mayo 10, 2016

El escritor argentino Rodolfo Enrique Fogwill señala en la novela Urbana, con precisión asombrosa, que todo libro emanado de un reportero es en sí mismo una forma de restaurar el orden social. “Alguien dijo que si hubiera un fondo secreto y común al alma de todo periodista bastaría con asomarse a él para dar con un libro hecho de sueños”, dice el autor de Los pichiciegos. Y agrega: “Podría ser un proyecto en vías de composición, como la historia misma, un libro que plasme anhelos y dé cuenta de ellos, la cúspide y la caída de éstos”. Queda claro que una de las vertientes más afortunadas de la expresión literaria es dar cuenta de las tragedias, de lo fallido, de las fisuras que terminan por agrietar la existencia.
Aunque perdamos la vida, viaje al corazón de las autodefensas (Editorial Grijalbo, México, 2016, 174 páginas), de David Espino, es un documento periodístico que explica los motivos por los que una serie de hombres y mujeres de distintas regiones de Guerrero, ante la inoperancia del Estado para mantener la seguridad, restauran el orden de sus comunidades usando las armas. Espino, de forma paralela a lo señalado por Fogwill, traza una ruta que pareciera no interesarle a nadie más que a los inmiscuidos en la violencia. Toma como eje del relato a los protagonistas de una serie de movimientos de insurrección, respuestas naturales y valientes ante la complacencia de los gobiernos municipales y estatales, ante la pleitesía que esos gobiernos rinden al narcotráfico.
Espino hunde la espuela en Bruno Plácido Valerio, revela con sarcasmo las intenciones políticas de este hombre; respeta la embestidura de Nestora Salgado, detalla la presencia del rapero Sergio Ferrer, como un contrapunto en el que la música y la danza, sangre y orgullo, son partes esenciales de un ritual que implica el combate. Interpreta las palabras de algunos especialistas que dudan de la buena voluntad de los grupos de autodefensa, pues ven en ellos un símil de los paramilitares colombianos. Es contundente al señalar que los motivos que dieron origen a las autodefensas en Guerrero son la injustica y la negligencia policial : “Tuvieron que morir decenas de niños alcanzados por las balas en fuegos cruzados e incrementarse en más de 315 por ciento el índice de muertes violentas de 2004 a 2013 —según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía— y así sumar más de 10 mil asesinatos en ocho años para que miles de guerrerenses se alzaran en armas en Huamuxtitlán, Olinalá, Temalacatzingo, Ayutla, hasta que sumaron 40 municipios, y gritaron todos, por fin, como un grito de guerra, que la delincuencia había dejado de ser organizada en el momento en que la gente comenzó a organizarse contra ella”. Aparte de la seriedad implícita en este tipo de textos, Espino retoma el humor, en algunos pasajes del libro, de los hombres y de las mujeres que protagonizan fragmentos de la historia nacional, es como si nos dijera: también es necesario chacotear para que el peso de las armas sea llevadero. Dicho de otro modo, las autodefensas se arman para evitar más secuestros, más violaciones, para terminar con la impunidad, pero el Estado, por omisión sistemática, ha favorecido a los narcotraficantes. Es claro el sentido y la ruta de esos pasos.
Al inicio del libro, el autor externa una preocupación: ¿Por qué a nadie le interesó antes (de la desaparición de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa) lo que estaba pasando en Guerrero? En la respuesta subyace una historia de terror: nos hemos acostumbrado a lo brutal, lo amargo, lo oscuro. La injusticia no debe ser comprendida como parte de la civilidad. Nunca.
Espino conoce su oficio, otorga un contexto al lector, lo desmenuza y especifica, para dolor de todos, los motivos por los que ciertos grupos de autodefensa nacen con fecha de caducidad, torcidos o, de plano, crecen con intenciones políticas, porque el comatoso Estado despliega todos sus recursos previsibles, repetitivos y francamente ridículos para propiciar la falla, el error y tomar venganza. Pensemos en Nestora Salgado, por ejemplo.
La única responsabilidad de un hombre, que habita el corazón salvaje de un estado como Guerrero, es combatir los vicios del poder señalando, con datos y hechos, las fallas en el sistema. Denunciando los errores, los excesos, los equívocos. Brindar un contexto para diagnosticar la salud de una sociedad en la que la justicia, lejos del rencor social, es una bandera que no logra izarse a plenitud. Eso atisba quien se asoma a las páginas de Aunque perdamos la vida, viaje al corazón de las autodefensas, un libro que Espino trabajó durante tres años.
Pareciera que en las zonas de guerra, lo más atractivo, lo más poderoso, se reduce a escribir textos, secuencias incalculables de palabras que otorgan la ilusión del orden y nos muestran, sin adornos, la hondonada que complacientemente habitamos. Tomo este libro como una carta amorosa, como un agrio pasaje periodístico que da cuenta de las aproximaciones a la justicia, un texto que muestra las torpezas (en aras del poder) de quien confunde lo grandote con lo grandioso.
El gran símil de Guerrero es el de una vaca encabritada, inquieta; pero la única manera que ha encontrado el Estado para calmar a la bestia ha sido risible: alguien rasga la oreja del animal para que sangre y se esté quieto. Tal vez por esta imagen pienso con hondo placer en las palabras de la comandante Citlali Pérez Vázquez, de Temalacatzingo, que Espino recoge en este libro: “Luego de los levantones vinieron los extorsionadores, el robo de ganado, el de camionetas. Fue subiendo la intensidad […]. Entonces nos armamos, aunque nuestras armas son simbólicas. Surgimos para protegernos. No buscamos ni queremos una guerra. Nuestra lucha es por la vida”. Que tengan un coqueto martes.