EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Cuatro años de engaño y revelación

Gibrán Ramírez Reyes

Septiembre 26, 2018

Esto es una efeméride, pero es también algo más. Si tuviera que elegirse un episodio que por su densidad diera cuenta de nuestra historia reciente, quizá ése sería el crimen de Iguala contra los normalistas de Ayotzinapa. Son cuatro años ya, y este aniversario debería ser uno de fin de ciclo, si es que se cumplen las promesas del futuro gobierno que ha dicho que acabará con el régimen que entrampó el camino de la verdad para mantener a salvo arreglos inconfesables en la política de Guerrero –y en la política nacional. Que algo como la noche de Iguala haya sido posible, que sea todavía pensable, es muestra de una serie de procesos que deberían llenarnos todavía de vergüenza, porque no han cambiado en lo esencial. Para muchos, por eso, fue revelador.
El crimen de Iguala habla del México de hoy porque habla de la pobreza y la desigualdad, de la generación de un circuito educativo para pobres que ha tenido que vivir en lucha por su supervivencia. Muchos estudiantes llegan a Ayotzinapa por vocación, es cierto, pero usualmente alcanzar un sitio en la normal era tocar base, llegar a uno de los pocos espacios del Estado mexicano que garantizaba una forma honrada de ganarse la vida y cierta certidumbre laboral. Social y geográficamente, la normal de Ayotzinapa se encuentra en el corazón de grupos agraviados históricamente por las fuerzas económicas y el Estado mexicano, y entonces ha tenido que vivir a la defensiva. Protestar, negociar, defender lo propio forma parte también de los aprendizajes básicos en lugares donde, de otro modo, se desaparece como una voz significativa. A veces, si no gritas no existes.
El crimen de Iguala habla del régimen tal y como es, es decir de las dinámicas reales, formales o informales, que articulan el orden de la política mexicana. Son los arreglos políticos de tiempos de la guerra, no la normalidad democrática de que hablan nuestras leyes –y nuestros libros. En Iguala, muy al contrario, había un arreglo que dependía del acuerdo de empresarios legales e ilegales amafiados, caciques políticos locales metidos a negocios fundamentales para la vida social, la jefatura de batallón del Ejército, los cuerpos armados ilegales y los agentes del gobernador. El conjunto de ellos tenía la capacidad de decidir si la ley se aplicaba o no, si se asesinaba a alguien, si se autorizaban negocios y quién participaba de ellos. Ha dicho Raymundo Riva Palacio que el Ejército cercó la zona del crimen, para asegurar que nadie interfiriera con la operación de los sicarios y policías locales. Sería una estampa ignominiosa, pero muy ilustrativa, del régimen.
La normalidad de la política en Iguala era precisamente esa, y no era ignorada por el gobernador ni por el poder federal. Baste recordar que Abarca –impuesto en la candidatura del PRD por Los Chuchos, enemigos declarados de AMLO– casi es destituido, pero el proceso no transitó en el Congreso estatal, al mismo tiempo que el poder federal fue sordo a la información que René Bejarano había compartido con Miguel Ángel Osorio Chong (Segob) y Jesús Murillo Karam (PGR) sobre la participación del munícipe en el asesinato de un dirigente social. Sabían que era un asesino y nadie lo tocó. El crimen fue el fruto inesperado de un arreglo intencionalmente sostenido. Es el mismo arreglo que permite que el cacicazgo de los Rubén Figueroa en Huitzuco haya permanecido intocado por el operativo Tierra Caliente, o que Huitzuco figurara poco en las investigaciones pese a que su espacio geográfico fuera muy importante en los hechos del 26 de septiembre y testimonios apunten hacia allí, particularmente como destino de los estudiantes que iban en el autobús Estrella de Oro 1531, en cuya desaparición participó la policía del municipio. Hace tiempo que Témoris Grecko dio buenas razones para tocar “el feudo de los Rubén Figueroa” y exhibió a quienes decidieron no hacerlo.
El crimen de Iguala y la protesta que estalló después nos hablan mucho, también, del país, por su profunda diferencia con todas nuestras otras masacres de estos años de guerra. La desaparición forzada de 43 estudiantes nos conmovió más que matanzas como la de Allende, en Coahuila, probablemente de cientos de personas. Quizá fue que, al ser estudiantes y aspirantes a maestros, la empatía con las víctimas se facilitó para sectores urbanos usualmente desconectados del resto del país, y lo mismo cerró la brecha de empatía entre pobres y clasemedieros. Será después, cuando seamos un país en paz –¿en cuántos años?–, que volteemos a ver la guerra y nos preguntemos cómo pudimos vivir tan anestesiados, tan indiferentes a una emergencia nacional de ese calado.
Este miércoles Andrés Manuel López Obrador anuncia la creación de una comisión de la verdad. Su éxito –la verdad– sería el inicio de la misión que el crimen de Iguala nos ha legado. Pero sólo el inicio. Nadie podrá decir que la misión está cumplida hasta que algo similar sea simplemente impensable en nuestro país. Estamos muy lejos, y más lo estaremos en tanto se sigan fortaleciendo órdenes mafiosos locales. Sin removerlos no habrá nuevo régimen, cambie a nivel federal lo que cambie.