EL-SUR

Lunes 03 de Junio de 2024

Guerrero, México

Opinión

POZOLE VERDE

Cuento del Gurmet

José Gómez Sandoval

Agosto 29, 2018

El Gurmet

Elogiaba el menú del día, y a todo le ponía su pero o su chispa de sal.
–A los huevos refritos les faltó que los voltearan o un cucharazo de aceite de oliva por encima, para que se sofrieran y medio doraran con cierta dignidad. La yema es rica en proteínas y en colesterol. Sabes qué son los triglicéridos, ¿verdad, Chiquilla?
No en balde de joven fue ayudante de chef en Las Vegas, chef en jefe en un restorán de lujo de Miami y pinche de cocina en Mazatlán, en ese orden.
–En este restorán hay buenas cocineras; su problema es que no conocen las verduras ni en fotografía y casi siempre se pasan de sal.
–¿Pero sí le gustó, verdá?, le preguntaba yo recogiendo su plato vacío de la mesa y espantando el aleteo de sus dedos de los vellos de mi antebrazo, apenas a tiempo para que mis tiernas nalguitas de preparatoriana sola y metida a mesera escaparan de su mirada de viejo libidinoso y glotón.
Usaba guayabera, a las vistas muy bien planchada y con el cuello almidonado. Me daba risa que aunque todavía faltara para la época de lluvias se colgara del brazo un paraguas negro más ancho que los de playa, y que tras repasar y repasar la carta del menú invariablemente terminara pidiendo la comida del día.
–Discúlpame, Chiquilla, si presumo o me paso de rosca –me dijo alguna vez–; lo que pasa es que sólo un gurmet verdadero puede presumir de ser un verdadero gurmet.
Sólo un gurmet, como él, se atrevería a copetear con un Martel cinco estrellas la comida corrida. ¿Cómo no creerle?
Daba clases de inglés en dos o tres colegios privados, se pasaba de atento y de vez en cuando contaba un chiste verde y, como no queriendo, me decía versos, rimados, de amor, y empecé a escucharlo. A mirarlo más de frente.
–Te voy a hacer una cena especial. Algo delicioso, acompañado con un vino blanco de viñedos de Italia.
–Y eso que, según dijo, casi no podía hablar, de la emoción que le daba ir caminando conmigo en la calle, rumbo al antro de su colonia. Era varios añitos mayor que yo, pero pues para un buen caldo no hay edades, y como además trataba de hacerse el simpático conmigo, le seguí la corriente.
–¿Sabes qué traía Eva bajo su sobaco la mañanita alegre en que despertó en el paraíso? ¿No?: su torta de costilla.
A la segunda cerveza me juró amor, y se comprometió a quitarme la maña por la sal y el limón que distingue a este pueblo pozolero y a transmitirme de boca a boca y de frontera a frontera los secretos de la gastronomía de caché, de bocatos di cardinali y rollos de salmón almendrados en salsa de cilantro y flor de calabaza para adelante, y me habló de parrillas y fuegos lentos, de pechugas rellenas, ancas de rana en salsa de chile poblano y amores para siempre.
Borracho, se sinceró:
–¿Sabes por qué acepté andar de pinche en Las Vegas?… Para tragar, mamacita…
El último bote de cerveza lo tiramos en la barda de su casa. Me hizo cruzar un patio enorme. Yo esperaba la cena prometida, pero él se fue directamente al cuarto. Prendió la luz y resultó que en su cama estaba dormida una mujer.
En lo que la despertaba, en lo que manoteaban y gritaban, me fui yendo hacia atrás, de espaldas, hasta topar con la pared del patio.
Y que sale la mujer en camisón y con los zapatos en la mano.
–Así le va a hacer a usted este desgraciado, señorita, seguro ya le dijo que no podía hablar de la emoción y que le va a enseñar a guisar como nadie, ¡no hace otra cosa este maldito!…
No supe contestar. Le eché su chamarra sobre los hombros y la acompañé a tomar un taxi.
–¿Quién es esa bella chica que acabas de correr de aquí? –pregunté, de vuelta, y el condenado levantó la tapa de la olla exprés e indignado dijo:
–¡La que se chingó los filetes de huachinango rellenos de camarón y angulas españolas al vapor que te había preparado!…
Enamorada, necia, durante meses no vi huachinango ni angulas ni alitas de perdiz ni lomito-de-arriba de conejo a las siete yerbas, puro arroz con plátano frito, arroz con frijoles y cucharadas de vinagre jalapeño, un caldo de camarones de vez en cuando. El viernes no llegaba a comer pero el sábado íbamos al mercado y preparábamos un buen banquete para el domingo. Algunos guisos –el adobo de cerdo, el albondigón de res– tardaban en cocerse y me sacó de la prepa, que “nomás era una quitadera de tiempo”, para que los cuidara mejor; él me iba a enseñar inglés, francés, matemáticas, anatomía e historia universal. Después, si quería, ya no me iba a costar trabajo aprobar los exámenes a título de suficiencia.
No sé si de veras masticaba el inglés o si nomás se sabía canciones de Los Beatles e instrucciones que escuchó de chefs de Las Vegas, Miami y Mazatlán, pero, así como en la cuestión gastronómica me traía a tiro corto, en la cama exigía entremés, sopa aguada y guiso en toda forma, fascinado por darme instrucciones y decirme cositas en gabacho, sobre todo cuando se trataba de postre o recalentado francés.
Tres o cuatro meses después, aún llegaban a buscarlo alumnas con los labios pintados de rojo y al borde de un ataque de nervios y jovenzuelos escondiendo bajo sus cuadernos una botella de güisqui con moño de regalo.
–Puros güevones. Reprobados que tratan de corromperme –me explicó.
Conocí a doña Ojaldrina, cuarentona de no malos bigotes y aún firmes atributos que fue a conocerme y a contarme sus penas con el susodicho, como ella lo llamaba. Hacía cuatro meses que el gurmet dejó de pasar por su concha de harina y yema de huevo a su panadería. No era la primera vez que la dejaba. Alguien se había dado cuenta y alcanzaron a sacarle las pastillas de Atibán de la garganta. De la segunda, como muestra –muesca, dijo ella– quedaba la cicatriz en forma de cierre de su muñeca izquierda.
A la tarde siguiente, Ojaldrina volvió para decirme cómo y cuánto le había gustado platicar conmigo, de pronto se le quitaron los celos angustiosos y la depresión y se sentía tranquila y ligera: lo que era ella, no volvería a sufrir y a tratar de quitarse la vida por un disque chef internacional que de molletes y conchas sabe lo que tú mija querida y dulcecita, con lo ingenuita que eres y lo buena que todavía estás, sabes de cuernos rellenos de crema chantillí, como le gustan a nuestro baboso cocinero.
A doña Rebeca también ya le había llegado el chisme y una tarde de esas –cuando el gurmet iba a dar clases– se armó de valor y dijo voy a conocer a esa muchacha, no puedo permitir que el descarado siga haciéndose el inocente y el muy cabrón, y nos enseñó el acta de matrimonio y un foto del gurmet con ella muy guapetona y dos chamaquitos de brazos.
–…un día los niños ya andaban sin suelas y que trago un poco de aire y que pido dos pares de tenis fiados en la zapatería de la esquina. A ver si puedes pagarlos en la quincena, le digo, y ¿pagarlos, yo?, pregunta, y ¡nombre!, me dice, ¿qué no ves que a mí también me hacen falta tenis? ¡Hubieras pedido otros para mí, carajo!…
Rebe se divorció de él, pero él la celaba como perro y se volvieron a casar.
–Lo volví a correr y a divorciarme cuando lo descubrí saliendo de la casa con una chamaquita. Ah, pero eso sí, hasta la vez me sigue celando, y quitándome cuanto billete puede.
–¡Ya no me visites tanto!, le suplico: mejor no te escondas para darme lo de los chamacos, ¡siquiera lo de la inscripción de la escuela, mantenido cabrón!…
–¿Y tú? –me preguntaron.
–Yo quisiera seguir estudiando y poder ir por el pan sola, sin prisa y sin sentir que alguien me viene espiando.
–Eso es ahorita –dijo Rebe–, al rato va a querer que regreses de mesera.
–¡A mí me sorbió el seso, la panza y el dinero hasta que quiso! –terció Ojaldrina–. Hace dos años empecé a hacerle firmar letras por las quincenas que me sacaba.
Jarrito nuevo, ya llevaba medio año recibiendo en la cara y los pechos sus gotas de sudor y acomodándome para que sus embestidas no me dolieran tanto, al principio era novedoso y disfruté pero empezaba a extrañar las rozadas que les daba a los vellitos de mis brazos en el restorán, y lo que más me encabronaba es que dicen que ahora lleva a las reprobadas a un hotel de paso y las demandas por estupro, abusos de calzones y los que resulten que aparecen en los periódicos y en oficios judiciales que tiran por debajo de la puerta.
–¿Te gusta cómo cocina?
–Sí.
–A mí también –dijo Ojaldrina.
–Y ¿saben que los guisos le salen sabrosos de chiripón?… Como no tiene dinero para chistorra argentina, compra chorizo de Zumpango, del flaco, que es más a todo dar; en vez de cordero pone chamorro de cerdo, y como el azafrán es de importación y hasta un manojito vale oro, utiliza quelite o cilantro del mercadito. Frijoles por aluvias, chayotes por alcaparras y por lo que falte su montón de yerbas de olor y cebolla de Tixtla bien picadita, desde luego su refilón de chile verde, y párale de contar.
–Qué es lo que más te duele.
–Que me pida los frijoles casi asados y chinitos.
–Lo que más te gusta.
–Sus frijoles de olla con epazote.
No va a quedar tan mal de la cabeza –me dijeron–; en cambio, me iba a amar y a desear más. ¿Así te gusta que le saque el aire a la bolsa de pan Bimbo, y que la cierre, ¡plas!, de sorpresa, mi rey? Sí, cariño, sí, amor, sólo en los restoranes de a tiro rascuachos sirven el pollo con cuerito y sólo los fanáticos del colesterol se lo tragan. Cómo, ya no quiere los huevos sofreídos, sino tiernos, dice usté? Se la vamos a pellizcar con gusto, pero, que conste, ¡se los vamos a cortar al señor!…
–No dejes que te coja.
–Sólo cuando tú tengas ganas.
–Sabíamos que lo que necesitaba era probar, mañana y tarde, un pedazo de concha de Ojaldrina remojada en chocolate con leche, almendras, canela y no sé qué yerbas que le echó Rebe. No toloache. No. Para que se mostrara atento y apasionado conmigo y de paso con mis compañeritas de escuela de cocina, bastaba con hacerle sus chaquetitas de vez en cuando, hasta que tuviéramos que ver un programa en la tele o algo dizque urgente qué atender.
Por la noche le ofrecíamos una cena espléndida y nos íbamos a la cama. Nos quería poner en fila, como el orangután, pero le echábamos enfrente un pedazo de conchita remojada en chocolate, le dábamos su sobaduca de huevos y le decíamos hoy estás castigado porque sigues con la chingada costumbrita de viernes de irte a La Mansión a comer solo y a ligar señoritas decentes como si no tuvieras tres mujeres paseándose en la casa con el culo al hombro, ¡como soldados, esperando las instrucciones de su capitán!…
Ojaldra sacó las letras de cambio que semanalmente le firmó el gurmet durante los años que lo mantuvo, Rebe desempolvó los papeles de esposa con hijos que guardaba bajo el colchón y yo también enumeré mis derechos de arrejuntada, en grado de engaño con mentiras, secuestro, estupro y violación reiterada.
Una tarde le servimos una copa de coñac y le dijimos:
–Queremos que nos hagas el número del hombre perdido bajo la lluvia.
–¿De veras? ¿Tienen curiosidad… por verme?
–Sí. No aguantamos las ganas.
Se echó su trago, agarró su paraguas y se metió a la cocina.
Él mismo ponía la música, con silbidos y soniditos de su garganta.
Tarrán tarín… –escuchamos–, larrán, larrán: larín; lara lará…: ¡larín! –y, por la puerta de la cocina, apareció su zapato y parte de su tobillo, lará, chip, chip…, se contoneó (su pie), y luego apareció la punta de su paraguas.
Supuestamente lloviznaba, pues él hacía los sonidos de la lluvia y los de un pajarito feliz; empezaba a llover fuerte y el paraguas se le escapaba de las manos y chocaba contra la pared y el viento lo regresaba al centro de la sala, sin que perdiera el ritmo para nada y haciendo que nos dobláramos de risa con sus exageraciones, con las caritas simpáticas que hacía, con la tierna y genial torpeza con que nuestro maestro se daba vuelo en la pista.
A la mitad de la risa, dejó de llover. Girando, girando, el paraguas se fue recogiendo, el gran mimo se sacudió el lodo de la punta de sus zapatos y, levantando la vista hacia el cielo claro y limpio, acomodándose en el vacío, entrecruzó las piernas, se puso un cigarrillo invisible entre los labios e hizo como si estuviera fumando plácidamente… sentado sobre el aire.
Le aplaudimos a rabiar.
Se estaba bajando los pantalones y que le pelamos los dientes:
Hoy no te toca, precioso –le anunciamos–: ni ahora ni nunca jamás –Le enseñamos la orden del juez concediéndonos la casa y su inmediata expulsión de la misma y, como no quiso firmar nada de nada, tuvimos que llamar a los gendarmes para que entendiera y se fuera con el pito parado a otra parte.
Luego de que pudo resolver las demandas de padres de familia por estupro y abuso profesional, además de las escolares y de hacienda, tuvo que pagar hasta las comidas corridas que debía desde hacía mucho en infinidad de fondas y restorantes y en cuanto pudo salir de la cárcel y de la ciudad se hizo ojo de hormiga. Con su talento, es posible que ande de pinche de cocina en Las Vegas, Miami o Mazatlán, en ese orden.
Como lo que se vive en carne propia no se olvida, con Rebeca y Ojaldrina desinfectamos bien la casa, juntamos y retradujimos las recetas y entre las tres pusimos un negocito. ¡Va una orden de cebollitas de cambray sofreídas en aceite de oliva con un repiquillo de manteca, rellenas de lascas de coco, jícama y sandía y envueltos en hoja de tlanipa, al primero que adivine cómo se llama el restorán!…