EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Cuentos romanos

Federico Vite

Noviembre 24, 2015

Racconti romani, de Alberto Moravia, fue publicado por primera vez en 1954. Los lectores en castellano esperaron algunos añitos (Alianza Editorial. España, 1979, 499 páginas) para conocer el pulso sentimental, la adrenalina y los diversos estados anímicos de una ciudad que conmina a bañarse en ese caudal que es la humanidad y donde más de dos personas han nadado tres veces. Moravia ya era un niño mimado por los lectores de Italia en la segunda mitad del siglo XX; había publicado La romana (1947), una novela protagonizada por una prostituta, un juego entre Cabiria, de Federico Fellini, y Santa, de Federico Gamboa. En ese libro recurre a la voz femenina para mostrar la Roma de Mussolini, el hambre y los sueños rotos de un país que piensa en la belleza pero muere de inanición.
Tanto en novela, como en cuento, a Moravia se le nota el oficio. En Cuentos romanos, más que la preocupación de la técnica o la sorpresa de una impecable trama, el autor se interesa por acercar tanto como puede, gracias a un narrador en primera persona, a la sique de ciertos hombres y mujeres que ya sea por ignorancia, por codicia, por amor o por inocencia luchan en pos de una mejora económica, de avanzar un escalafón en el estatus social, de pasearse con la mujer más guapa, de enamorarse de la chica más joven, de vivir dignamente en una urbe eterna. Tienen una ciudad que palpita y ordena. Cada uno de los cuentos, profundamente enraizados en el realismo, apuesta por desnudar el misterio doméstico de alguien que hace de su vida una extensión del ocio: aman, beben, sueñan, bailan en horas de oficina. Salen a caminar su espacio, no como un recorrido turístico con el Coliseo a sus espaldas, sino mostrando las profundas huellas de todas las italias que comulgan en Roma: el norte, el sur, la montaña, la costa. El carácter de todos los personajes se ve moldeado por la estancia romana. Ya sea un pizzero, un carterista, un bibliotecario o una señorita en busca de marido. Todos son una extensión de la ciudad que los contiene. Otro libro que podría empalmar muy bien con la propuesta de Moravia es Trilogía sucia de la Habana, de Pedro Juan Gutiérrez (Anagrama, 1998).
Moravia encapsuló en su libro la intimidad y el desapego, lo mismo habla de un prisionero recién salido al mundo que de una mujer con doble moral, inquieta porque en su casa el marido la trata como un mueble, pero a la hora e consumar la infidelidad, ella, la que busca venganza, adquiere una dignidad extraña: se recata y sólo hace rabiar a los pretendientes. El deseo crece en ellos; la vergüenza, en ella, como Roma, dice el autor.
También podría leerse este volumen como un compendio costumbrista; un paisaje doméstico lleno de malicia en el que día con día alguien debe timar a otro para tener comida, dinero, sexo o, en el mejor de los casos, un cama para soñar con una vida mejor. Hay un trasfondo de protesta e inconformidad social, y Moravia dota de humor los cuentos para hacer más grande su denuncia. Este aspecto lo acerca con el Decamerón, de Giovanni Boccaccio. Pues lejos de una voz melodramática, el autor dejó en claro que toda la mala leche del mundo, aunque agreste, simplemente es tierna, dulce para los labios del pícaro.
Los 61 textos que reúne Cuentos romanos, contrarían la acostumbrada indagación estética de Moravia por burlarse de la burguesía, abordan el entorno social del pueblo, dimensionan la ingenuidad política con la que se observa el mundo desde las colonias de mayor popularidad e historia en Roma.
Este libro es uno de esos documentos con los que el lector se siente sumamente identificado, porque el desfile de las pasiones, vertebrado por la geografía, hace pensar que no hay tanta distancia entre un italiano y un mexicano, no hay tantas zancadas entre un romano y un guatemalteco, lo que importa es abonar a ese conocimiento del alma humana, es diagnosticar el pulso de alguien que habita con ahínco la certeza de que a una ciudad la construyen los espíritus de los cercanos, los que uno ve andar trágica o melodramáticamente en la ruta de la esperanza. Quizá para eso se hizo Cuentos romanos, para recordarnos que la epifanía de una historia se revela con el gesto de los personajes.
Moravia es hijo de un arquitecto judío y de una noble eslava, su vocación literaria comenzó mientras se recuperaba de una tuberculosis. Leía con ansia todo tipo de libros. Estuvo hasta los 18 años en una clínica de Cortina D’Ampezzo, ubicada al norte de Italia. “Mi padre era arquitecto, pintor diletante. La mía era una familia burguesa normal. Yo soy el que no era normal. Durante mi niñez y juventud estuve enfermo. Tenía tuberculosis ósea y pasé cinco años en cama, así que leía mucho, pensaba mucho. Descubrí mi vocación en un hospital, me hice novelista a muy temprana edad, pero no creí que a la gente fuera a gustarle tanto mi trabajo”, refiere en una entrevista publicada en 1954 por la revista Paris Review.
La casa de Alberto Moravia se encuentra muy cerca de la Piazza del Popolo, cerca de la estación del metro con el mismo nombre, a un costado de los edificios que tiene un rostro muy similar a los edificados por el Infonavit. Se debe transitar por una calle empedrada, un pasaje que deriva de Lungotevere, a un lado de Santa Maria dei Miracoli, y adelantito se encumbra la residencia, el sitio donde el escritor fue apilando los cuentos que poco a poco se convertirían en la voz de Roma.
En esa casa de la acequia, esculpida en mármol negro, también ordenó las páginas que conocería Europa como La romana. Desde ese lugar, comenta Moravia, se puede entender la ciudad. Porque desde ese sitio se observan los desplazamientos matutinos, las multitudes nocturnas, se escucha Roma, el entresijo que no conocen los turistas, se puede acompañar la imagen del ocaso naranja del cielo con el olor cítrico de la gente que se contagia de la vida: habla, bromea, llora, bebe y sueña. Moravia logró, en esta suma de afinidades que es Cuentos romanos, hacer que la Ciudad eterna cante para el lector una tarantela dulce. Que tengan buen martes.