Adán Ramírez Serret
Abril 16, 2021
Una de las esencias del arte, y de la literatura por extensión, uno de sus móviles más profundos, es buscar la belleza y luego la necesidad de transmitirla. Es casi inherente a cualquier ser humano ver algo bello, un atardecer, una sonrisa, un árbol, y querer dárselo a alguien más, ya sea de manera directa, o en un dibujo, con música, algún movimiento del cuerpo o en palabras.
La forma en que esto se transmite es conocida como estética; así, el cuerpo humano ha sido admirado en diferentes versiones. La belleza no es la misma para todos. Para algunas personas, puede parecer bello el cielo azul; para otras, un atardecer deslumbrante; pero también un cielo plagado de nubes o una tormenta brutal pueden irradiar magia.
La humanidad ha descubierto que cuando representa a un cuerpo o a la naturaleza, muestra más bien lo que hay dentro de su mente. Esto es irónico: querer mostrar lo que se ve, y retratar aquello oscuro y claro que habita dentro de nosotros en sueños y en pesadillas.
La belleza en la literatura contemporánea radica precisamente en la ironía. En el hecho extraño de que un edificio que no está pensado para ser bello, termine siendo hermoso. Una fábrica abandonada, por ejemplo. Esto es muy divertido, pero también un tanto triste, melancólico.
Hablo de todo esto porque me parece que es el tono con el que está escrita la novela Los nombres de las constelaciones, de Daniel Espartaco Sánchez (Chihuahua, 1977).
Va aquí un ejemplo de lo que hablo: “Después de terminar los exámenes camino por la horrenda calzada de Tlalpan. Me gustan las naves industriales abandonadas, el tráfico en ambas direcciones, los convoyes naranjas del metro, los puestos de fritangas sobre las banquetas, los charcos de agua estancada con lejía y grasa, donde puedes ver los colores del arcoíris”.
Los nombres de las constelaciones está narrada en primera persona por Charlie, un adolescente y luego un joven que vive en una ciudad al norte de México. Muy al norte, está cerca de Estados Unidos, y él describe su entorno como un arrabal.
Se trata de un joven bastante introspectivo, quien se siente muy distanciado del mundo, al grado que en lugar de ir a la escuela, decide fingir hacerlo e irse a caminar por el desierto. Recuerda un poco al personaje Travis, de la película Paris, Texas, de Win Wenders. Sólo que el personaje de la novela no perdió la conciencia por una pena de amor, sino simplemente porque no soporta a sus profesores y compañeros.
Así que decide caminar durante las horas que debería estar en clases bajo el sol del desierto. Perderse y achicharrarse en el de-sierto en lugar de estar en un aula.
Estas caminatas lo distancian aún más del mundo y terminan por llevarlo años más tarde, a trabajar en una farmacia, en un restaurante o en un estudio fotográfico. Hasta que en algún momento, ahora sí por un despecho amoroso, decide irse a vivir a la Ciudad de México.
Cae en una soledad aún más profunda, pero descubre, de manera irónica, que puede ser feliz así. Trabaja en un Wallmart, pero comienza a vivir otra vida, una interna, melancólica y hermosa, en la cual se va convirtiendo en escritor. Pule un relato que escribió en papel fotográfico de la marca Fujifilm.
Comienza a estudiar la preparatoria abierta, y leyendo en soledad, descubre también de manera irónica, que estudiar tampoco está tan mal. El conocimiento no habita las aulas de las escuelas, sino las horas largas de los solitarios.
Los nombres de las constelaciones es una novela melancólica que retrata el triste y hermoso mundo interior de una persona en formación. El retrato de un artista adolescente.
Daniel Espartaco Sánchez, Los nombres de las constelaciones, Ciudad de México, Dharma Books, 2021. 131 páginas.