EL-SUR

Sábado 04 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

De gobernadores, instituciones autónomas y educación pública

Juan Angulo Osorio

Octubre 15, 2006

En una entrevista radiofónica hace un par de semanas, Flavio Sosa, uno de los dirigentes de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), respondió más o menos lo siguiente:
Tal vez en el Distrito Federal no sepan que aquí en Oaxaca los diputados son empleados del gobernador; tal vez tampoco sepan que el gobernador pone a los magistrados del Tribunal Superior de Justicia; quizá no saben que el presidente de la Comisión Estatal de Derechos Humanos actúa según se lo diga el gobernador. Y así por el estilo ocurre con el resto de las instituciones oaxaqueñas.
La situación crítica de Oaxaca y la campaña de odio contra los perredistas en Tabasco están confirmando que los gobernadores son uno de los obstáculos principales para la democratización del país.
Son la expresión en el nivel local de los peores vicios del presidencialismo en el plano nacional, con la ventaja de que no tienen encima todo el tiempo los reflectores críticos de la opinión pública nacional.
Los gobernadores sólo alcanzan la atención nacional o internacional cuando hay matanzas de campesinos, indígenas, obreros o estudiantes en sus estados, o cuando la protesta social llega a extremos como los que ahora se observan en el vecino Oaxaca.
Antes, gobiernan a sus anchas. Se aprovechan de la debilidad de las instituciones locales y estiran al máximo la liga de la paciencia ciudadana y popular, pues gobiernan sobre sociedades desintegradas y enfrentan a movimientos dispersos sin un liderazgo firme y unificado y que no encuentran representación en el entramado institucional, formado más bien para actuar en contra de los inconformes.
Con diversos grados esta situación se vive en todo el país, y a ella no escapan prácticamente ninguno de los gobernadores, sean del partido que sean. Todos quieren tener el control político de sus estados, y se acomodan gustosos al síndrome que los considera jefes de todas las instituciones, no sólo del Ejecutivo, pues todo a su alrededor son buenas maneras y sumisiones de quienes encabezan al resto de los poderes o de instituciones que por ley son autónomas.
Este presidencialismo provinciano es una fuente inagotable de ingobernabilidad. Los gobernadores gastan buena parte de sus energías en cubrirse la espaldas, en hacer que los suyos ocupen ésta o aquélla posición estratégica, y arrastran en esa dinámica a cientos de políticos y funcionarios, pagados todos por el erario, que ocupan buena parte de su tiempo en guerrillas burocráticas y en urdir intrigas palaciegas más que en gobernar para elevar la calidad de vida de sus gobernados, o en aprobar leyes que mejoren la convivencia social o en impartir justicia de un modo que contribuya a la igualdad social.
Con esta dinámica termina creándose un auténtico círculo vicioso. ¿Cómo, por ejemplo, el nuevo y novel presidente del Tribunal Superior de Justicia va a estar interesado en que éste se consolide como un poder independiente si sabe que le debe el cargo al gobernador, que es el representante del poder Ejecutivo?
(Entre paréntesis. En la famosa, al menos para mí, entrevista radiofónica del gobernador de Guerrero con periodistas de Chilpancingo del miércoles antepasado, éste negó que haya intervenido en la designación del presidente del TSJ; que sí propuso a Edmundo Román Pinzón como magistrado porque tenía más de 15 años de experiencia como juez. Pero evadió el punto de que los magistrados nombraron a Román titular del Poder Judicial del estado cuando éste apenas tenía un año de magistrado. Los 15 años a los que se refirió el gobernador eran más que suficientes para nombrarlo magistrado. ¿Un año de magistrado era suficiente para nombrarlo presidente del Tribunal Superior de Justicia? ¿Qué cualidad vieron en él sus pares que no fuera que se trataba del candidato del gobernador? A propósito, es muy probable que Román Pinzón sea el presidente más joven de un poder judicial en todo el mundo. Un caso de república bananera).
Sigamos con la imposición obscena del Ejecutivo sobre el resto de los poderes e instituciones de un estado, en este caso Guerrero, que forma un círculo vicioso que deteriora aún más a las instituciones. Aparte del ejemplo anterior está el del presidente de la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos, quien cuando levantó la voz ante un acto reprobable del Ejecutivo, lo cual es su función, fue reprendido de manera grosera por el gobernador, el mismo que ha encabezado bajo el agua la ofensiva para que el cargo de ombudsman deje de ser vitalicio.

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Otro caso es el de los rectores de la Universidad Autónoma de Guerrero. Desde la brutal agresión que significó el retiro del subsidio gubernamental en 1984, la institución educativa no se ha repuesto. De un activismo social que la colocaba cerca de trascender a sus funciones sustantivas, la UAG pasó a un inmovilismo peor, pues es consustancial a las universidades tener una visión crítica sobre los males de la sociedad.
Si antes los rectores representaban dignamente a los universitarios ante las autoridades de gobierno, ahora se comportan exactamente al revés, como si fuesen los representantes de los gobernadores ante los universitarios.
Y no es mejor académicamente la universidad quieta de hoy, que la universidad activa del pasado, que se supone era lo que buscaban los que le cortaron el subsidio y dejaron sin salarios a maestros y trabajadores durante largos y aciagos meses.
Hoy la institución vive una de sus peores crisis financieras de su historia, situación que no es sólo ni principalmente atribuible al actual rector Arturo Contreras. Y no se observa ni de las autoridades ni del resto de las fuerzas políticas universitarias ninguna iniciativa de movilización para superar el trance.
El foro que se organizó para hacer conciencia al respecto pareció más el cumplimiento de un compromiso burocrático que el punto de arranque de una estrategia de movilización.
El rector va a la ciudad de México y se entrevista con los diputados del PRD y con el senador del PRI; el coordinador de la bancada perredista Víctor Aguirre Alcaide lleva a tribuna el tema del necesario aumento del subsidio a la institución, acciones todas plausibles e imprescindibles, pero insuficientes ante la gravedad del problema.
Hay una ofensiva de las fuerzas que se impusieron en la elección presidencial contra la educación pública. Y la UAG, que es un referente del movimiento universitario nacional por su historia de lucha, no puede quedarse solamente en el ámbito de las gestiones palaciegas, sino involucrar a la comunidad toda en la defensa de la educación pública.
Por eso llama la atención que, en este contexto, la máxima instancia de la institución, el Consejo Universitario, haya cedido a una presunta petición del gobernador Zeferino Torreblanca y acordado descontar de los salarios de los trabajadores 200 pesos para la remodelación del Edificio Docente.
Si ya de por sí hay varias prácticas en la UAG contrarias a su carácter de institución pública y gratuita, agregar una más le restará a la casa de estudios autoridad moral para obstaculizar la avalancha privatizadora en la educación superior, y no sólo en este nivel.
Ya el sindicato de los académicos aclaró que cualquier aportación será voluntaria, y así debió plantearse desde el principio. El mismo secretario general del STAUAG, José María Hernández –un sobreviviente de la Universidad vinculada al pueblo– ha dicho que el gobernador jamás condicionó la aportación de recursos del erario estatal para salvar al histórico Edificio Docente. Pero qué percepción tienen los universitarios de Torreblanca, que aceptan ampliamente como cierta la versión de que tal condicionamiento existió. ‘Yo le entro, pero tú cuánto le vas a poner’, bien pudo haberle dicho el gobernador Torreblanca al rector Contreras. Y éste no encontró más camino que llevar el asunto al honorable Consejo Universitario para imponer la coperacha.

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El secretario de Gobierno Armando Chavarría estuvo muy activo en la semana que pasó como traductor de las declaraciones de su jefe el gobernador Zeferino Torreblanca, en un papel similar al que cumple el vocero de la Presidencia de la República Rubén Aguilar respecto de los constantes tropiezos de su jefe Vicente Fox.
El gobernador dice que primero es lo primero, y que en su gobierno sólo hay tiempo para una reforma electoral, y su secretario general dice que no, que el gobernador sí está comprometido con una reforma integral de las instituciones del Estado.
El gobernador dice que no dará ni una plaza de maestro sin techo financiero, y que no lo moverán ni las presiones ni los chantajes, como llama a la legítima movilización de los normalistas, y su secretario general dice que el gobierno del estado sí está gestionando esas plazas en la Secretaría de Educación Pública federal, y hasta invita a los egresados normalistas a que se incorporen a las mismas.
¿A cuál de los dos le creemos?

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Bien por el anuncio del diputado Ramiro Solorio (PRD) de que promoverá una iniciativa de ley para normar la asignación de publicidad oficial a los medios de comunicación, que ojalá pudiese ser aprobada por unanimidad en el Congreso en el próximo periodo que inicia el 15 de noviembre. A ver si así se termina con la nociva práctica autoritaria del gobernador de Guerrero de usar los convenios de publicidad como instrumento para “presionar y castigar o premiar y privilegiar a los comunicadores sociales y a los medios de comunicación en función de sus líneas informativas”, como lo condena la Relatoría para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos de la OEA.