EL-SUR

Martes 08 de Octubre de 2024

Guerrero, México

Opinión

De lo que perdimos en el fuego y las protestas

Federico Vite

Agosto 20, 2019

 

La escritora argentina Marian Enríquez es autora de dos estupendos libros de cuento publicados por la editorial Anagrama: Los peligros de fumar en la cama (2009) y Las cosas que perdimos en el fuego (2016). Se ha dado a la tarea de retratar el pulso de la feminidad, tema que disecciona incluso en otros volúmenes que no son literarios, como La hermana menor: Un retrato de Silvina Ocampo (2014). Gracias a su fe en la ficción fantástica de terror y a su pasión por la sique femenina, Mariana escribió el cuento que da nombre a su segundo libro Las cosas que perdimos en el fuego, texto que nos ayuda, aunque sea un poco, a entender desde otro ángulo la violencia progresiva y crónica en contra de las mujeres. Ella entiende este problema como un pacto social que goza de impunidad absoluta y trabaja con la anuencia del Estado. Algo parecido a lo que ocurre en México. Puesto así, el asunto es absolutamente pesimista. ¿Cómo evitar la normalización del daño? ¿De qué manera evitamos la escalada de violencia? Esa pregunta no se resuelve a la primera. No. Mucho menos en un artículo que refiere un cuento de 12 páginas de extensión.
Las cosas que perdimos en el fuego posee una estructura tradicional que sirve para contar con acierto una historia extraordinaria. Es afortunado el punto de vista de una mujer joven (Silvina es la protagonista de la historia) y la adecuada elección de un narrador en tercera persona para abordar un tema específico que la autora desarrolla sólidamente, sin exabruptos ideológicos. Edifica con acierto una cacería de brujas del medievo en la actualidad.
Mariana confesó en una entrevista de televisión en Argentina que vio en el metro a una mujer con el rostro quemado. Ella estaba vestida como una chica punk, con chamarra, pantalones de cuero y estoperoles. Pedía limosna a la gente en los vagones. La vi en un par de ocasiones, dice, y se me ocurrió fabular una historia con ella en mente. Ese relato fue creciendo en su cabeza como un árbol y hasta 2016 se hizo público; se trata del texto homónimo de Las cosas que perdimos en el fuego. Empieza de la siguiente manera: “La primera fue la chica del subte. Había quien lo discutía o, al menos, discutía su alcance, su poder, su capacidad para desatar las hogueras por sí sola”. La chica del subte emerge de la realidad; Mariana usa el personaje y lo inserta en las circunstancias actuales, donde las mujeres sufren todo tipo de violencia e incluso mueren a manos de sus hombres. Cito a Mariana: “Cuando pedía dinero lo dejaba muy en claro: no estaba juntando para cirugías plásticas, no tenían sentido, nunca volvería a su cara normal, lo sabía. Pedía para sus gastos, para el alquiler, la comida –nadie le daba trabajo con la cara así, ni siquiera en puestos donde no hiciera falta verla–. Y siempre, cuando terminaba de contar sus días de hospital, nombraba al hombre que la había quemado: Juan Martín Pozzi, su marido. Llevaba tres años casada con él. No tenían hijos. Él creía que ella lo engañaba y tenía razón: estaba por abandonarlo. Para evitar eso, él la arruinó, que no fuera de nadie más, entonces. Mientras dormía, le echó alcohol en la cara y le acercó el encendedor. Cuando ella no podía hablar, cuando estaba en el hospital y todos esperaban que muriera, Pozzi dijo que se había quemado sola, se había derramado el alcohol en medio de una pelea y había querido fumar un cigarrillo todavía mojada”.
La contundencia de un hecho literario así nos potencia el suspenso, es decir, nos hace preguntarnos qué pasa después. A lo largo del cuento, Mariana nos informa que hay una protesta mundial; las mujeres deciden hacer hogueras para quemarse, para quedar ajadas y con cicatrices, así ya no les harán daño los hombres. Pero en el trayecto del relato, el lector se entera que el gobierno prohíbe las hogueras, toda mujer que intente quemarse será encarcelada (el Estado se asume como dueño de los ciudadanos, ni nuestros cuerpos nos pertenecen. Todo es propiedad de Leviatán, diría Thomas Hobbes). Se complica la meta de las mujeres, así que se las ingenian para continuar con las protestas de manera clandestina.
La epidemia de fogatas se desató una vez que Lucila fue quemada en su cama. Era una modelo muy hermosa, pero, sobre todo, encantadora. En las entrevistas de la televisión parecía distraída e ingenua, pero tenía respuestas inteligentes y audaces. Cito a Mariana: “Silvina recordaba apenas los informes en los noticieros, las charlas en la oficina; él la había quemado durante una pelea. Igual que a la chica del subte, le había vaciado una botella de alcohol sobre el cuerpo –ella estaba en la cama– y, después, había echado un fósforo encendido sobre el cuerpo desnudo. La dejó arder unos minutos y la cubrió con la colcha. Después llamó a la ambulancia. Dijo, como el marido de la chica del subte, que había sido ella.
Por eso, cuando de verdad las mujeres empezaron a quemarse, nadie les creyó, pensaba Silvina mientras esperaba el colectivo –no usaba su propio auto cuando visitaba a su madre: la podían seguir–. Creían que estaban protegiendo a sus hombres, que todavía les tenían miedo, que estaban shockeadas y no podían decir la verdad; costó mucho concebir las hogueras”.
El panorama no es optimista, pero nos hace pensar, quizá desde otro ángulo, todo esto que hoy nos convoca, ¿cómo evitar la normalización de la violencia de género? Insisto, no habrá una respuesta a la primera, tenemos que valernos del ensayo y del error, pero será importante que sin pensar en los riesgos (asustar a los turistas, alarmismo, sicosis generalizada) se declaren las alertas de género en tiempo y forma.
Las cosas que perdimos en el fuego finaliza sugiriendo que se ha encendido la eterna flama de la rebeldía, eso conecta a este texto con las prácticas que la santa inquisición usaba para erradicar a las brujas. No apresure conclusiones, le invito honestamente a que visite la obra de Mariana Enríquez. Ella es una escritora muy interesante, no famosa ni multipremiada, simple y sencillamente atractiva para un lector que intenta codificar esta realidad que se parece mucho a un cuento. Si no la conoce, créame, se pierde de algo importante.