Lorenzo Meyer
Noviembre 24, 2016
Sin el nacionalismo defensivo del pasado, sin un Estado realmente de derecho y sin un régimen político con legitimidad bien planteada, se cumplió la profecía de 1947 de Cosío Villegas.
En su célebre ensayo La crisis de México –Cuadernos Americanos, marzo, 1947–, Daniel Cosío Villegas concluía que si los gobernantes no reconocían que México vivía una profunda crisis política –producto del abandono del proyecto de la Revolución Mexicana y de la ausencia de mecanismos democráticos que obligaran a la rendición de cuentas y atacaran la corrupción y degradación de las instituciones– y reaccionaban a tiempo, entonces México “puede no tener otro camino que confiar su porvenir a Estados Unidos. Muchos de sus problemas se resolverían así; pero dejando de ser México en la justa medida en que su vida venga de fuera.”
Finalmente, el sistema autoritario no cambió y sí profundizó su corrupción. Cuando a la crisis política de 1968 se le sumó la económica de 1982, Carlos Salinas decidió “confiar su porvenir a Estados Unidos” mediante la fórmula del Consenso de Washington –neoliberalismo y globalización– y la firma del Tratado de Libre Comercio de la América del Norte. Aparentemente, y como también lo vaticinara Cosío en relación al país, “muchos de sus problemas se resolverían” pero a un precio: a costa de lanzar por la borda la soberanía relativa que con tanta dificultad había ganado la Revolución Mexicana.
Lo que el “profeta Daniel” temió, se hizo realidad: para facilitar la adecuación del país al proyecto de Estados Unidos se abandonó el nacionalismo. Lo que el autor de La crisis de México ya no pudo prever fue que podría llegar un momento en que un cambio de fondo en la naturaleza del proyecto político interno y externo norteamericano, modificaría su tradicional nacionalismo imperial al punto de que un gobierno de derecha se propusiera transformarlo en lo que hoy algunos llaman “new nationalism” (nuevo nacionalismo), otros “White nationalism” (nacionalismo de los blancos) o, de manera más general, “ethnic nationalism” (nacionalismo étnico).
Una de las razones principales que explican la naturaleza del cambio político en Estados Unidos es una mezcla de sentimiento de agravio y pesimismo entre los norteamericanos blancos menos afortunados, y que acusan de traición a sus elites. Esta cantera de frustraciones bien explotada por Donald Trump para propósitos electorales, ha llevado a los agraviados a ver en las minorías no blancas –entre ellas los mexicanos e hispanos–, al nuevo enemigo interno. Y para enfrentarlo, según los trumpistas, hay que “reconquistar” a su país mediante la expulsión de los indocumentados –previamente caracterizados como criminales y violadores–, cerrando las plantas de empresas norteamericanas en países de mano de obra barata y reimponiéndose políticamente sobre las minorías no blancas, que si bien no pueden ser legalmente expulsadas del país por ser ciudadanos, deben quedar subordinados a la mayoría blanca; en resumen, no más Barack Obama.
Por su parte y en una gira de despedida por Europa, el propio Obama advirtió sobre los peligros del ascenso de un “nacionalismo crudo”. De manera apenas velada, Obama se refería a las posiciones asumidas por Trump y su círculo de colaboradores: Stephen K. Bannon, considerado como un ultranacionalista de derecha; Reince Preibus, el próximo procurador; Mike Pompeo, miembro del Tea Party, el general Michael Flynn, etcétera, (Trump’ sinner circle, [WSJ Graphics, 22 de noviembre]).
La coartada que se esfumó. Este cambio tan radical en las prioridades de Washington producto de una elección, deja a un México desnacionalizado en una posición de vulnerabilidad extrema: azotado por una violencia sin control, con un crecimiento económico raquítico y a la baja y con un gobierno envuelto por la corrupción y sin legitimidad.
Cuando Cosío publicó su diagnóstico, el mundo entraba en la tercera guerra mundial del siglo, la Guerra Fría. Ese conflicto resultó un inesperado regalo para el gobierno de Miguel Alemán y sus sucesores. El presidencialismo autoritario de la post revolución le pudo vender a Washington la idea de que su permanencia era garantía de estabilidad y de anticomunismo discreto pero efectivo en la frontera sur de la gran potencia. De ahí que México negociara que se le permitiera mantener relaciones con Cuba en los 1960, que se le apoyara directamente o vía el FMI en las crisis económicas de 1976 y las que le siguieron pese al discurso antiimperialista de Luis Echeverría o a las políticas de José López Portillo y Miguel de la Madrid que irritaron a Washington en Centroamérica. Por eso también se apoyó a Carlos Salinas pese a lo fraudulento de su elección en 1988.
Hoy la Guerra Fría ya es historia y para protegerse de la posible inestabilidad que en México pudiera causarle la deportación masiva de indocumentados y la revisión del TLC, Trump imagina que un gran muro de 3 mil 185 kilómetros es suficiente. Hoy no hay coartada del gobierno mexicano para negociar una “relación especial” con el vecino que impida las deportaciones, la revisión del TLC o el muro fronterizo. Tampoco hay un nacionalismo defensivo vigoroso para pedir a los mexicanos “cerrar filas” como demanda Enrique Peña Nieto ni sacrificios en caso de que Trump cumpla sus amenazas. En lo inmediato, nuestra suerte depende menos de nosotros mismos y más de que las fuerzas internas obliguen a Trump a corregir el rumbo. Cosío advirtió a tiempo, pero le ganaron la corrupción y la irresponsabilidad.
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