EL-SUR

Lunes 15 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

¿De qué hablamos cuando hablamos de Acapulco?

Federico Vite

Septiembre 04, 2018

Al terminar de leer El edén oscuro (Alfaguara, México, 2018, 290 páginas), me pregunto, ¿cuál fue el criterio para invitar a Juan Villoro, Antonio Ortuño, Rosa Beltrán, Paco Ignacio Taibo II, Daniela Tarazona, Carmen Boullosa, Julieta García González, Guillermo Fadanelli, Leticia Huijara y Julián Herbert a participar en este libro?
Fabrizio Mejía Madrid prologa esta larga sucesión de lugares comunes en los que obviamente el lector descubre una y otra vez la fascinación por Las Brisas, La Quebrada, Baby’O, Pie de la Cuesta, Revolcadero y La Condesa. En la presentación, el cronista defiende la virtud literaria de José Agustín y de Ricardo Garibay, quienes capturaron la esencia del puerto en la década del 70 del siglo pasado. Después de ellos, nos dice Mejía, están los que aquí presento. Obviamente es una broma de mal gusto.
En el área de crónica tenemos a Rosa Beltrán y a Julián Herbert; en la memorabilia a Fadanelli y a Boullosa, el resto son una mezcla entre crónica y autoficción, pero para efectos prácticos diré que son relatos. Sólo hay dos cuentos, uno histórico y otro cómico; el primero, de Paco Ignacio Taibo II y el segundo de Juan Villoro; el asunto preocupante, ya sea cuento, crónica y sus fusiones, es que el recuerdo luminoso del mar aún no hace sombra. Digamos que el lector conoce en esta selección de literatura edulcorada –francamente sosa a veces, como en el caso de la actriz Leticia Huijara y de Julieta García González– una visión infantil del Acapulco que ahora se caracteriza por la violencia. Digamos también que eso, melaza textual, es lo que suele ofrecer Alfaguara y se parece mucho a la imagen que reproduce Televisa de este sitio que rebosa de miseria y extraña el glamour, pero a pesar de todo aún sigue aterido por la belleza de su reflejo (Acapulco Narciso).
Acapulco, ¿verdad?, de Juan Villoro, parece narrado por la Señora Presidenta. Se trata de una voz femenina que recurre a los mismos gags y chistes del Villoro conferencista, es una investigadora y conferencista que narra su primer amor en una estancia acapulqueña: Las Brisas, la playa y La Quebrada. Es un Acapulco tan cerca de Las Brisas (¿qué haría este libro sin Las Brisas ni Baby’O?) y tan lejos de La Quebrada. El lector se entera de una relación retornable entre un presentador de noticias guapísimo y una investigadora inmersa en los estudios de género, un texto que debió ser más corto; está escrito con profesionalismo pero sin alma. Este cuento no compite con lo mejor de Corín Tellado; en manos de Sergio Pitol sería mucho mejor contado. Lo que de verdad me asombra es la pirotecnia para decir tan poco en 48 páginas. Rescato las siguientes líneas: “A la distancia, me sorprende que no trabáramos amistad con ningún acapulqueño. Nuestro mundo se divide entre capitalinos y empleados”.
El texto La playa sin mí, de Antonio Ortuño, es notorio por insulso. Nunca ha pisado Acapulco; bromea un poco con la idea que tiene del puerto y detalla un affaire con una acapulqueña (cuestión aparte es que copia muy bien las escenas de ligue al estilo Ibargüengoitia), quien le roba la cartera bailando en una fiesta, en Jalisco. El personaje pazguato de éxito literario ve de lejos la bahía de Santa Lucía, desde el cielo, regresa al país tras recoger un premio de España. Nada más. ¿Por qué un texto así de vano le quita espacio a otro, sin duda, más propositivo? No tiene nada que decir sobre el puerto, pero es un autor chistosito que las editoriales piden a gritos.
Rosa Beltrán demuestra seriedad y oficio, se regodea un poco con la estancia de los hollywoodenses en el puerto, pero contiene su afluente informativo, sabe no exceder sus virtudes. Detalla el tópico romántico y familiar del puerto; cincela la impronta vital que deja Acapulco en un espíritu sensible, capaz de presenciar el desfile de la voluptuosidad a su lado. “Nosotras, las pubertas, sólo teníamos que cuidarnos del mar. Del mar y los lancheros. Queríamos vivir más, saber más y eso sólo sucedería cuando llegaran los primos mayores y nos mostraran lo que realmente era Acapulco”, sentencia Beltrán.
Paco Ignacio Taibo II nos recuerda que Acapulco es difícil de domar. Esboza con acierto un pasaje histórico importante: el cerco del Fuerte de San Diego. La recreación de Morelos y su gente asolando el puerto que padece enfermedades y cañonazos cumple su cometido: emocionar al que navega por esta región histórica. Morelos en Acapulco nos regala una Polaroid de la eternidad.
Fondo marino, de Daniela Tarazona, disecciona el paisaje (la playa y sus reverberaciones temporales) y esa fragmentación propicia el autodescubrimiento placentero de alguien que adquiere valor y arrojo estando en Acapulco. Se trata de un texto cumplidor, cuyo final recuerda la última imagen de la primera novela de Tarazona: El animal sobre la piedra.
Allá el Edén, Acá, Acapulco, de Carmen Boullosa, debe de ser un adelanto de sus memorias. Habla de múltiples estancias en el puerto, pero narra hechos mínimos, destellos, digamos; cobran mayor relevancia sus libros, su familia y las vacaciones en Tabasco, el sitio predilecto de su mami. Relata estancias en el fraccionamiento Copacabana —donde años después encontrarían los cadáveres de quienes criticaron al gobernador Rubén Figueroa— y paseos por Puerto Marqués. En suma, Boullosa destaca su abolengo y su lucha de género en pos de la literatura nacional hecha desde el extranjero. Para ella, Acapulco es el reposo entre cosas importantes, es el mar visto por una turista que piensa en la posteridad mientras ordena una bebida.
Acapulco en la memoria, de Julieta García González, arranca muy bien pero se convierte en un cuento digno de taller literario de Las Lomas de Chapultepec, exactamente igual que el de Leticia Huijara, Adiós al paraíso, donde lo melodramático y lo cursi, más la corrección política, alejan al lector.
Fadanelli por fin es feliz en El jeep y una memoria, pero atosigado por los fantasmas entorpece el lustre del pasado con amarguras baladís: “La felicidad cae a pedazos, Fadanelli, y nadie es capaz de reunir esos fragmentos y darles alguna coherencia. ¿Eras tan feliz en Acapulco?”.
Leo a Julián Hebert y pienso que su voz es una fusión entre Everything is Illuminated, de Jonathan Safran Foer, y The brief wondrous life of Oscar Wao, de Junot Díaz. Concluyo: en Acapulco timeless uno espera que algo pase, pero no hay revelaciones importantes ni información vital, ni datos duros, sólo especulaciones que intentan explicar un problema grave; lo realmente atractivo es la anécdota. Para efectos de una antología como esta, bastante edulcorada, con la anécdota basta y sobra para destacar. Sería bueno leer la crónica de Virgilio, el periodista que acompaña a Herbert en el recorrido por una zona conflictiva del puerto. Seguro tendrá algo jugoso; mucho más interesante que lo amontonado en El edén oscuro por Fabrizio Mejía Madrid, a quien deberíamos recordarle que vino al Festival Acapulco en su tinta, en 2016, y estuvo con los escritores nacidos y radicados acá, los eslabones naturales –que él desdeña– de la obra heredada por José Agustín y por Ricardo Garibay. Y sí, tienen una noción más clara de lo oscuro; sin duda poseen un conocimiento pleno de esto que se llama Ak-pulco.