EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

DE VISIONES Y APARICIONES

Silvestre Pacheco León

Diciembre 20, 2015

Los peces en tierra

Lo complicado no era creer que eran peces del mar lo que estábamos mirando en un paraje cercano al Filo Mayor, camino al Durazno, en el municipio de Coyuca de Catalán, sino encontrarle una explicación racional a ése hecho que se nos hacía presente en la parte más alta de la sierra.
Era cierto, ahí estaban los peces de diferentes tamaños y especies, en la parte más árida del campo, donde algunos colgaban de las ramas de los matorrales, todos muertos con los signos de la asfixia en sus cuerpos planos y espinudos, con los ojos saltados y agallas imposibles de cerrar.
Del pueblo más cercano habían llegado hombres y mujeres con caras de alarma y curiosidad, alertados por el vecino que los descubrió, después de un aguacero torrencial que lo obligó a salir al campo para asegurarse de que la partida de chivos que cuidaba había sobrevivido a la tormenta.
Fue el tumulto de gente que nos encontramos a la vera del camino lo que nos llamó la atención, iban de prisa, casi corriendo entre la maleza.
Su actitud nos llamó tanto la atención que cuando nos dimos cuenta ya formábamos parte del grupo que avanzaba campo traviesa.
De que no eran peces de río lo que veíamos fue el primer acuerdo unánime del grupo de curiosos que hablaban en desorden, porque del tamaño y forma conocidas de esas especies del mar en nada se parecían a los ejemplares que pescaban en los arroyos que bajan de la sierra.
Los peces se encontraban esparcidos como en una hectárea de terreno libre de árboles, todos estaban a flor de tierra, como si efectivamente hubieran caído como obra de una lluvia inusual.
Por eso la actitud de los curiosos era de alarma.
-Esto no es cosa buena, decía una mujer que se persignaba.
-Es un signo de que nos vamos a perder, decía un padre a sus hijos que lo acompañaban.
El único que no parecía sorprendido con el hallazgo de los peces era el hombre viejo que llegó atrás de nosotros montando una mula colorada, quien más entusiasmado que sorprendido caminaba en el área de los peces buscando los más grandes y de cierta especie, frente a la mirada un tanto desconfiada de sus vecinos.
Después de que el hombre llenó su tirincha, (como le dicen en el campo a las bolsas caladas que se venden en el mercado) y la aseguró a la cabezada de la silla de montar, explicó frente al grupo:
–Estos peces se pueden comer, los trajo del mar la culebra de agua que cayó anoche.
–¿La culebra? ¿Desde el mar? -, le interrogaron.
–Se le llama culebra al remolino que se forma en el mar a veces que hay tormenta. Se levanta con mucha fuerza por el aire y en forma de culebra sale del mar y avanza por encima de los cerros, dependiendo del rumbo del viento, hasta que se cae al suelo cuando la fuerza del remolino se acaba.
-En esa agua del mar que levanta el remolino y que algunos le dicen tromba, es donde vienen los peces como si fueran un regalo de Dios para los que viven en la altura de los cerros.
Después de aquellas palabras convincentes los lugareños cambiaron de actitud frente a los peces y siguieron el ejemplo del viejo de la mula colorada, escogiendo entre la mancha los ejemplares que a su parecer les daban confianza.
Después, mientras caminábamos de regreso en compañía de aquel grupo de serranos rumbo a su rancho, escuchamos que cuando supieron la noticia de los peces y los miraron con sus propios ojos, pensaron que era cosa del diablo y que ni modo de levantarlos para comérselos porque el sacrilegio podía dar pie a una calamidad o castigo.
Sin duda lo dicho por el viejo era la explicación de lo que los lugareños comenzaron a ver como un milagro, porque los peces muertos estaban ahí, en lo más alto de la sierra, donde lo único parecido al mar era el nombre del cerro por donde caminábamos: la Ola.

Las gaviotas

Lo primero que me llamó la atención cuando me senté en la hamaca allá en la playa de Juluchuca del municipio de Petatlán fueron las gaviotas que volaban en manada sobre la cabeza de aquel hombre que caminaba por la playa, como si de un sombrero se tratara.
Era un pescador del lugar que iba descalzo y con el torso desnudo; llevaba puesto un sombrero de palma y un short desgastado.
Al parecer no era novedad para él la manada de gaviotas que ése día revoloteando lo seguían.
A cada tramo el hombre el hombre se detenía, metía una mano a la tirincha que colgaba de su hombro, luego la llevaba a su boca y después soltaba una parte del bocado tirándolo por encima de su cabeza.
Entonces los pájaros se disputaban en el aire lo que el puño liberaba mientras el pescador seguía caminando hasta su cayuco. Cuando se echaba a la mar las gaviotas regresaban a la playa.
La visión que tuve aquel medio día en la costa era cierta: supe por boca de los lugareños que en ése año no sólo los pájaros marinos, sino ellos mismos sufrieron la escasez de pesca que le atribuyeron al cambio en el régimen de lluvias provocado por el calentamiento global.
-Siempre cuando deja de llover vienen las corrientes de agua fría que traen a los peces grandes, pero ahora lluvia no ha caído y el agua está caliente, quienes vivimos de la pesca nomás nos vamos a pasear al mar. Cada día regresamos como nos fuimos.
Aquel año hubo tanta hambre en la costa que hasta las gaviotas sufrieron y se metían a las enramadas buscando algo que comer.
En el Calvario, los enramaderos se condolieron tanto de los pájaros hambrientos que se hicieron cargo de su alimentación toda la temporada. Adoptaron a las gaviotas como si se tratara de sus propias gallinas.
A una determinada hora del día les servían en sus patios tortillas despedazadas y remojadas que las aves devoraban con avidez.
Tenían que hacerlo así porque de otro modo las gaviotas asaltaban las mesas de los restaurantes y le robaban la comida a los clientes que no podían comer en paz peleando en las mesas para defender sus platos.
Aquel año los pescadores compartieron su suerte con las gaviotas.