Anituy Rebolledo Ayerdi
Enero 21, 2016
1914- 1920
Conocida la presencia amenazante de fuerzas navales estadunidenses frente al puerto de Veracruz, se genera en Acapulco una elevada ola de patriotismo para condenar tan felona agresión. Los toques a rebato de las campanas de la parroquia de La Soledad han conseguido su propósito: reunir en la plaza Álvarez a buena parte de la población. Allí están hombres y mujeres de todas las edades manifestándose “dispuestos a dar incluso la vida en la defensa de la patria”.
Escuchan atentos al jefe militar de la ciudad, general Francisco A. Salido, quien informa el estado de cosas en el puerto jarocho y exhorta a los varones a alistarse en la defensa del suelo mexicano. Esto último, advierte, solo si así lo determinara el señor presidente de la República (“Ójala no lo agarre pedo, crudo o mariguano”, susurra un playeño refiriéndose, por supuesto, al chacal Victoriano Huerta). El militar termina su perorata invitando a la población a manifestarse públicamente “por la Patria y por la Paz”.
No faltan exaltados que convoquen a los presentes a darles “en la madre a los gringos residentes”, particularmente a los de la sede del Consulado, en la calle Benito Juárez. El joven ingeniero Manuel Meza Andraca, con estancia forzosa en el puerto por la ocupación zapatista de Chilpancingo y quien tiene a su cargo la lectura de los partes telegráficos del Ministerio de Guerra, disuade a los motineros. “No cometamos un crimen tan bárbaro como el que estamos condenando”, exhorta y su llamado es atendido.
Luego de una ruidosa manifestación que recorre las calles del centro y concluye con un mitin en el Zócalo, se forman largas colas frente a las mesas de reclutamiento. Rechazados, necesariamente, algunos niños armados con rifles y pistolas de madera reprochan: ¿“por qué los Niños Héroes de Chapultepec sí y nosotros no”? Todos los reclutados participarán en ejercicios castrenses en los tres cuarteles abiertos: uno en la calle Hidalgo, otro en el cine Salón Rojo y otro atrás de la parroquia. Entre los aspirantes hay más morenos que güeritos, but of course.
Previsor, el sonorense Fran-cisco Salido ofrece protección a los aterrorizados estadunidenses aquí radicados y turistas. Tiende una línea de soldados a partir de los consulados inglés y norteamericano y hasta el malecón para que pudieran embarcarse quienes así lo desearan. Todo concluirá felizmente pasados unos quince días. “Con el miedo que nos tengan los pinches gringos, basta”, se ufanarán voces alharaquientas en las cantinas del puerto. Los invasores se irán en realidad cuando ellos quieran, en noviembre de ese mismo año.
José Azueta
Resulta que los gringos llegan al puerto de Veracruz para detener el desembarco de un cargamento de armas y pertrechos adquirido por el usurpador Victoriano Huerta. Los ha encargado a Alemania, vía un diplomático ruso en México, con costo de más de 600 mil dólares. El cargamento viaja en el buque germano Ypiranga, el mismo en el que había viajado Porfirio Díaz al destierro, y llega a Veracruz donde lo esperan los gringos para evitar el desembarco. El presidente Wilson de Estados Unidos, con un odio obsesivo contra Huerta, por su impudicia y avilantez, ordena de todas maneras el desembarco de su ejército. Quien pudo dirigir la defensa del puerto, el general Gustavo Mass, ahijado de Huerta, huye apresuradamente con su ejército. ¡Puto!, es lo menos que le dicen los porteños.
Inmolado en aquella gloriosa defensa popular, el teniente José Azueta Abad había nacido en Acapulco en 1895, hijo de Manuel Azueta y Josefa Abad, con domicilio en la calle Arteaga, hoy Azueta, por ser él comandante de la fragata Zaragoza anclada a nuestra bahía.
Acapulco sufre
Cercado por distintas fuerzas revolucionarias, Acapulco sufre la escasez de todo, pero particularmente de víveres. No son la excepción los soldados de la guarnición del fuerte de San Diego. Sus jefes, dueños del poder, pasan la charola a la población y en particular al comercio demandando comida o dinero para comprarla. Los contribuyentes lanzarán un entusiasta ¡ah! de alivio cuando en julio de 1914 entre al puerto el vapor Barracuda, con la orden de llevarse la tropa federal. Embarcan también los empleados federales y sus familias quedándose el puerto a la buena de Dios.
Cuando el Barracuda está saliendo apenas de la bahía, entran al puerto fuerzas armadas al mando de los generales Julián Blanco y Tomás Gómez. Visionarios, sin haber visto nunca una película de Gengis Khan imitan sus acciones con gran fidelidad. La recién llegada energía eléctrica será cómplice de aquellas hordas alumbrando sus asaltos nocturnos. Por cierto, más que el invento de Tomás Alva Edison, el mayor deslumbramiento lo producirá entre los porteños, Laurita, hija de don Enrique Colina, propietario de la planta de luz. Tan hermosa como Dolores del Río, pero blanca blanca y los ojos azules. Esto según la descripción de verriondos galanes con pantalones arremangados.
Gómez y Blanco marchan enseguida a la Costa Grande decididos a “darle en la madre” al general Silvestre Mariscal. El de Atoyac les tiende una celada en Pie de la Cuesta haciéndolos correr hasta este puerto, donde la falta de parque le impide aniquilarlos. Regresa a sus dominios y esto es aprovechado por los facinerosos para apoderarse del puerto. Roban y asesinan a placer. Saquean a las familias Muñúzuri-Samuel, Félix, Eduviges y Manuel-Lobato, Gómez, Casís, Galeana y Vidales, entre muchas otras pudientes o no.
Carreto, maldito
Cruel y sanguinario, Carreto, líder de una de aquellas pandillas salvajes, asalta el domicilio de don Victorio Salinas a quien asesina por no revelarle el escondite de joyas y dinero. Acribilla también al yerno Nemesio Guillén y a un cuñado de éste. Como la esposa de Salinas tampoco da cuenta del sitio del pretendido tesoro, producto seguramente de la imaginería popular, le arranca los calzones y con una cuarta para bestia le azota los glúteos hasta dejarla exánime.
La bestia saquea enseguida la tienda de don Santiago Gómez, a quien golpea y secuestra. Huye y a la altura de La Garita de Juárez envía un recado pidiendo cien mil pesos por la libertad del anciano. Lo hace llegar a la casa B. Fernández y Cía., de la que aquél es buen cliente, obteniéndolos inmediatamente. Don Santiago es puesto en libertad, efectivamente, pero muere una semana más tarde.
El terror
El terror hace presa de los acapulqueños a causa de una violencia sin límite ni paralelo. Un rayo de esperanza iluminará al puerto, no obstante, al saberse que el general Mariscal ha vuelto, enviado por el presidente Carranza, y su oferta es paz y orden. ¡Créanle, pues!, invitan los irónicos de la “Banca del Zócalo”. Y es que el ex profesor atoyaquense hablaba con tanta seguridad porque sabía que las tropas carrancistas estaban por llegar. Pero como esto no sucedía, el ex síndico del ayuntamiento de Atoyac sale con sus tropas de la ciudad. Lo hace de madrugada, silenciosamente como si los caballos de su tropa llevaran guantes de hule en los cascos. ¡Pinche culero!, un grito que no faltará y nunca ha faltado aquí para personajes similares.
Y por supuesto. A las 8 de la noche de ese mismo día se escuchan los cuernos y las cornetas de las bandas criminales. Todas se llaman “robolucionarias” y no dicen mentiras y todas conocen las rutas de la ciudad. Los primeros establecimientos saqueados son las casas españolas, Alzuyeta, Uruñuela, la Botica de la Salud y la Casa Espronceda. A la señora Espronceda la martirizarán exigiéndole más y más dinero. No falta noche –escriben los Liquidano Tabares en Memoria de Acapulco–, en que aquellos malditos no violen a infelices mujeres que salen a vender tamales o tortillas.
Un día, el alma de los porteños parecerá anidar de nuevo en el cuerpo –¡bendito Dios!–, cuando se conozca el arribo del general Tomás Gómez ya con el reconocimiento militar del jefe Carranza y cargado de billetes y parque. ¡Ilusos! Tan pronto salta del barco –narran también los Liquidano Tabares–, Gómez se dirige a la Aduana Marítima donde asesina al señor Emilio Coria, contador de la dependencia, todo por haber laborado a las órdenes de Mariscal. El horrendo crimen enardece aún más a la población al conocerse que, al ser acribillado, el señor Coria cargaba a su pequeña hija. Y peor, que secuaces del también atoyaquense mantendrán encañonada a la pequeña, llorando sobre el cadáver de su padre.
Sólo la presencia del general Jesús Carranza (¡Bendito Jesús!, elevaban preces las beatas con doble destinatario), dará un respiro a la violencia demencial. El hermano de don Venustiano Carranza llega al puerto en el cañonero Guerrero y viene a tratar de unificar en torno al constitucionalismo a todas las fuerzas revolucionarias dispersas. Las hubo formales aunque también las integradas por más de cinco robavacas al mando de un “general”. La reuniones tuvieron lugar en la Aduana Marítima (hoy edificio Nick) y todo terminará entre juramentos de lealtad , reparto de territorios y apretones de mano.
De vuelta a Salina Cruz, Oaxaca, el general Jesús Carranza será asesinado por bandoleros junto con uno de sus hijos. Aquí se le homenajea inmediatamente imponiendo su nombre a la calle Del Castillo, como se llamó siempre a la que bajaba de la fortaleza de San Diego, nombre conservado hasta nuestros días.
General Julián Blanco
Una vez que se ha ganado la voluntad del presidente Venus-tiano Carranza, a quien llama “mi primer jefecito”, el atoyaquense Silvestre Mariscal acusa de rebelión al propio comandante militar y gobernador de Guerrero, general Julián Blanco. Lo encarcela junto con su hijo Bonifacio en una celda del fuerte de San Diego. Al día siguiente, la autoridad castrense se apersona en la fortaleza para instaurar el Con-sejo de Guerra contra Blanco. Mariscal los hace esperar argumentando que antes debe cambiarse la guardia de los reos. Lo que siguió fueron dos asesinatos brutales a sangre fría. El calendario marca el 6 de agosto de 1915.
Mariscal ordena, efectivamente, el cambio de guardias para que los prisioneros puedan ser interrogados por el presidente de tal Consejo de Guerra, Miguel Suástegui, el agente del MPF licenciado y coronel Simón Ventura, el escribiente Rosendo de la O y otros abogados y militares. Hasta ellos llegará en aquel momento el sonido de tres disparos de arma larga –“¡Vaya a ver que pasa, coronel!”–, ordena Mariscal a Eustaquio Castro y cuando éste va en camino se dejan oír dos disparos más. Sin moverse, el jefe castrense esperará el reporte de su subordinado
–Con la novedad, mi general, que el general Julián Blanco mató a su hijo Bonifacio y luego él se suicidó.
–¡Vaya desgracia! –lamenta teatralmente Mariscal. Ustedes lo han escuchado, señores, los rebeldes les ahorraron el trabajo.
La autopsia
Buen cuidado tendrá el doctor chilpancingueño Rodolfo Viguri en no revelar en aquel momento los resultados de las autopsias practicadas a los Blanco, padre e hijo. Será más tarde, una vez tomada distancia de Mariscal, cuando lo revele:
“Don Julián murió de tres disparos: dos en la cabeza y uno en el tronco, mientras que su hijo Bo-nifacio recibió un balazo en la ca-beza y otro en la tetilla izquierda”.
Mariscal, gobernador
Tozudo, Venustiano Carranza tenía la firme convicción de que solo un hombre como Mariscal podría mantenerle quieta la caballada y es por ello que el 26 de octubre de 1916 emite el acuerdo siguiente:
“Expídase nombramiento de Gobernador del Estado de Guerrero a favor del C. General de Brigada Silvestre G. Mariscal, en sustitución del coronel Simón Díaz”
Silvestre Mariscal toma posesión del cargo el 8 de noviembre y lo hace en Acapulco al que ha declarado capital provisional de la entidad. Ocupa como palacio de gobierno un viejo edificio del hotel Monterrey, en la calle Felipe Valle. Allí mismo reúne a un Con-greso Constituyente que le redacta una Constitución a modo. La firman los diputados por Acapulco, Simón Funes y Ricardo Uruñuela. Y por el resto de los distritos de la entidad, Rafael Ortega, Demetrio Ramos, Rutilo Pérez, Norberto García, Narciso Chávez y Cayetano González.
Mariscal entrega el poder al secretario general Julio Adams para presentarse como candidato al proceso electoral de ese mismo año. Será entonces cuando acuda al llamado del presidente Carranza, bombardeado con las quejas del comercio de Acapulco sobre abusos y exacciones económicas del ex mandatario. Durante su estancia en la capital, Mariscal responde a tiros a una agresión sufrida en el hotel donde se hospeda y es encarcelado. Solidario, el gobernador Adams se rebela contra Carranza y éste lo manda a volar.
Acapulco, cañoneado
El 5 de mayo de 1920, faltando escasos días para que Carranza caiga abatido en la sierra de Puebla, comisiona –¡otra vez!–, a Silvestre Mariscal para hacerse de Acapulco en manos de los obregonistas. El ataque será por mar con los buques Josefina y San Basilio, al amparo del cañonero Guerrero. Éste apunta sus bocas de fuego sobre la ciudad y a las 6 de la mañana inicia un feroz cañoneo por encima de los cerros de la Bocana. El objetivo es la torre de trasmisión conocida como La Inalámbrica, a la que no llegarán a tocar. Mariscal viaja en la Josefina al mando de una tropa regular lista para un desembarco que no se producirá.
Para sorpresa de los atacantes, el coronel Antonio Martínez, jefe de la guarnición del fuerte de San Diego, ya los esperaba. Había tenido tiempo para reparar las mejores e inutilizadas piezas de artillería de la fortaleza, Chaumont Mondragón T.P. Además de artillar varios puntos estratégicos de la bahía, Puerto Marqués e incluso Pie de la Cuesta.
El cañonero Guerrero penetra finalmente a la bahía, pero su artillería no alcanza a la fortaleza. Sin embargo, a los cañones de ésta le bastarán diez disparos para tocar al cañonero en su línea de flotación, viéndose precisado a huir en compañía de las otras dos embarcaciones.
Quince días más tarde, Silvestre Mariscal es perseguido y herido por un grupo denominado “Voluntarios de Arteaga”, Michoacán, al mando de Juan Millán. Conducido a la cárcel de Ario de Rosales, es ejecutado en el camino de Sinaguay y Cueramo. Con él, el ingeniero Raúl Vázquez.
Aquí se recordará aquella sentencia bíblica de “quien a hierro mata…”.