EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Décadas porteñas (XI)

Anituy Rebolledo Ayerdi

Marzo 17, 2016

Corrupción en Acapulco

Consumada la conquista de la Gran Tenochtitlan, Hernán Cortés desobedece la orden real de considerar a los indios “vasallos libres de la Corona y jamás encomendarlos a particulares”. Sintiéndose superior a cualquiera, será lo primero que haga el Gran Capitán, encomendar pueblos enteros a sus soldados. La hez de España esclavizando a un pueblo ordenado y culto si bien añorando a su guía espiritual Quetzalcoatl.
Era el encomendero una caricatura del propio rey de España. Muchos de ellos tendrán a su servicio a viejos caciques entrenados en las diversas formas de sometimiento y corrupción. Dotados de armas y caballos aquellos se encargaban de recolectar los tributos entre su propia gente, usando invariablemente el insulto soez e incluso la fuerza bruta.
Se inicia así una cadena de corrupción que durará casi 300 años. El cacique le hurtará al encomendero, el encomendero a su protector, éste al virrey y el virrey al rey. Pero esto no paraba ahí, por supuesto: el rey le escamoteaba limosnas al Papa para que este pidiera a Dios por él…
Esto que pareciera el principio de la corrupción en nuestra tierra, será apenas un rebote. El primer periodo de ella, dicen los estudiosos, se inicia en el Pos-clásico con la degradación del pensamiento filosófico–religioso de Quetzalcoatl. Y su duración será de 500 años. Un segundo periodo de 200 años se basará en la ideología azteca representada por Huitzilopo-chtli y, finalmente, los tres siglos de la Colonia.

Los virreyes

El virreinato de la Nueva España fue creado por el rey Carlos V con la idea de regular la administración de las Indias y poner fin a los abusos, corruptelas y reyertas de los conquistadores. El poder estuvo representado por la figura del virrey en calidad de alter ego del monarca. En un principio la designación del virrey fue de por vida, restringiéndose más tarde a tres años aunque habrá un aumento posterior a cinco. Los virreyes se daban la gran vida manteniendo a una corte dispendiosa, similar a la europea aunque muy naca.

El juicio de residencia

Las cortes españolas dan nueva vida a un proceso judicial llamado “juicio de residencia”, destinado a atemperar la conducta de sus funcionarios y soldados en sus colonias recién conquistadas. El abuso de éstos contra los naturales resultaba intolerable por los grados de sevicia y corrupción alcanzados.
Una primera característica del juicio de residencia era el arraigo del funcionario al lugar de su desempeño, lo que era tener la ciudad por cárcel en tanto se producía la investigación. Otra singularidad del proceso consistía en la convocatoria a la población para que denunciara conductas lesivas del enjuiciado.
Tan iban en serio los juicios de residencia que no escaparán a ellos ni Cristóbal Colón ni el propio Hernán Cortés con todo y ser el héroe más grande del momento. El juicio de este último durará tanto tiempo que nunca llegará a la sentencia. Primero porque los jueces y testigos morían repentinamente y más tarde por el propio deceso del conquistador. Entre otros hechos insólitos del juicio estarán los testimonios de los propios soldados del Gran Capitán. Varios coincidirán en que “¡el muy follón se quedaba con todo el oro y las mejores indias y, ¡coñetas!, uno nomás mirando”!
Ahora que lo más duro para los enjuiciados era el arraigo. No poder viajar de inmediato a la tierruca cargados de doblones para comprar el castillo soñado y joyas preciosas para “Nora”, resultaba desesperante. Qué importaba la cuantía de la multa si los ahorritos levantados daban para varias generaciones del apellido. ¿La prohibición de por vida para ocupar cargos públicos? ¡Bah, los reyes viven tan poco!

El primer virrey

Para empezar, el primer virrey de la Nueva España, Antonio de Mendoza, será acusado de recibir dádivas de los encomenderos para ampliarles sus territorios. Se llamará difamado por sus enemigos y nada pasará. También se librará del pecadillo de gastarse los 2 mil ducados anuales, de 1535 a 1551, enviados por el rey al personal encargado de asistirlo. Se defenderá diciendo que sólo se los guardaba conociéndoles lo gastalones que eran. No habrá juicio de residencia pero sí nuevo virreinato, el de Perú.
Aquí, en el puerto, Antonio de Mendoza esperará en la playita de Tlacopanocha la llegada de la nao que lo llevará al puerto de Realejo, Nicaragua, para de ahí brincarle a su destino.

Las restricciones

Acosado por el comercio español denunciando una competencia desleal y ruinosa por parte de los mercados ultramarinos, el rey de España restringe a dos los galeones anuales que cubran la ruta Filipinas-Acapulco. Y establece, además, que el valor de las mercaderías exportadas no deberán exceder los 250 mil pesos.
Los grandes exportadores ponen necesariamente el grito en el cielo, pero no hacen coraje. Ellos saben su cuento y hacen bien sus cuentas, siempre alegres. Una cosa es cierta, sostienen, que no será un rey turulato el que nos haga quebrar. Enviarán rumbo a Acapulco los dos galeones exigidos por el monarca y cuatro más por cuenta de ellos y eso sí bien cargaditos de especias y loza china. Mercaderías cuyo valor superará los 2 millones de pesos aunque, obedientes, pagarán alcabalas por los 250 mil establecidos por el monarca. Lo que era tener amigos en Acapulco.
Ya entrados los 1700, el monarca, siempre presionado por el empresariado de la península, dispone nuevas restricciones al comercio ultramarino. Se refieren éstas a la prohibición para importar sedas de Filipinas y más tarde toda clase de manufacturas asiáticas. Medidas que estimularán la corrupción de la gran burocracia virreinal y muy particularmente la aduanal. Los propios virreyes no cantarán mal las endechas.

Xaltianguis

El virrey Diego Fernández de Córdova, marqués de Guadal-cázar, rechaza haber recibido mordida alguna por la venta de unos solares cercanos a Acapulco. Los adquiridos por don Diego López de Valseca en un punto llamado “El Nuevo”, y cuyo destino sería una venta con servicio de hospedaje y comida.
Don Diego sostendrá, por el contrario, haber dado al señor López apoyo y facilidades para tal adquisición. Ello por tratarse de un paraje donde se atendería a viajeros con destino al puerto de Acapulco. El sitio aquel será a partir de entonces la “Estancia Valseca”, enclavada en la comunidad indígena conocida como Xaltianguis.
Y quién lo dijera. Nueve años más tarde (1621), el virrey Fernández de Córdova llega a la Estancia Valseca. Se niega desde luego a aceptar la cecina de venado que le ofrece el ventero. “Gracias, le dice, no me vayan a cargar nuevamente el sambenito de corrupto”.
Durante el virreinato de Diego Fernández, por cierto, se había construido una fortaleza para sustituir a la vieja derruida por los sismos. Se le bautizará con su santoral, San Diego, y no el del rey de España, San Carlos, como correspondía. Antes de embarcarse el jefe Diego es informado del deceso del rey Felipe III y la ascensión al trono de Felipe IV. Ordena entonces la celebración de honras fúnebres en la parroquia de La Soledad y al término rogativas por la bienaventuranza del nuevo monarca.

Acapulco 1697

El trotamundos italiano Francis-co Gemelli Carreri desembarca aquí en enero de 1697, cien años antes de la visita del barón Ale-jandro de Humboldt. Permane-cerá en el puerto escasos días para luego emprender su camino hacia la capital de la Nueva España. Su libro Viaje a la Nueva España, contendrá pasajes punzantes sobre el puerto.
Para empezar Acapulco le parece un lugar fangoso, intolerable por el calor y los mosquitos dañinos. Las casas que habita la población le parecen, además de muy calientes, fangosas e incómodas. Por estas causas, sostiene, “no habitan en ellas más que negros y mulatos y rara vez se ve a algún nacido de color aceitunado”. El melindroso sujeto, que se nos imagina pequeño, rubio y enteco, se ocupa incluso de las finanzas clericales.
“El cura o párroco, aunque no tiene por el rey más de ciento ochenta pesos de sueldo al año, se hace pagar muy cara la sepultura de los forasteros. Los que mueren en tierra o en las naves de la China o del Perú. Tanto así que por enterrar a un comerciante acomodado no exigirá menos de mil pesos, íntegros para sus amplias talegas. Indaga también las entradas del “castellano mayor”, que es también el “justicia mayor”, equivalentes a por lo menos 20 mil pesos anuales, sin tomar en cuenta los ingresos obtenidos a cambio de favores especiales, que no son pocos”.
Estima Carreri en su texto que “el tráfico de Acapulco es de millones de pesos, lo que le permite a cada persona ganar mucho en su oficio. Los cargadores de los barcos, por ejemplo, ganan por lo menos tres pesos diarios, en cambio un negro apenas se contentará con un peso al día”.
Ya rumbo a la capital de la Nueva España, el italiano llega a la venta “El Atajo”, a la altura de Ejido Nuevo, donde ametralla iracundo al ventero llamándolo figlio di puttana, stupido, cretino, imbecille, vaffanculo, y termina con un pinche ratero, recién aprendida aquí. Todo porque el hombre le ha cobrado 15 carlines por una gallina y cuatro granos por un huevo, ambas monedas napolitanas. Ciao bambino.

La feria de Acapulco

Cercana la celebración de la Gran Feria de Acapulco, considerada por Humboldt como “la más famosa del mundo”, el puerto se convertía en la meca de lo más granado del hampa novohispana. Ladrones, salteadores de caminos, pícaros de siete suelas, tahúres y fulleros. También, curanderos, adivinos, magos, comediantes e incluso ladrones especializados en el robo de iglesias (disfrazados de curas y monaguillos, por supuesto).
El alcalde de Acapulco, Alonzo Peña Carballo estrechaba la vigilancia de la ciudad, particularmente del área del evento. A partir de la plaza principal y hasta Tlacopanocha donde se establecían los puestos para el expendio de las mercaderías orientales: tejidos de seda y algodón, cerámica china, especias y orfebrería.
La ronda nocturna, integrada por la policía municipal, recorría el área descrita y la más de las veces acompañada por vigilantes pagados por los comerciantes, conocidos estos como “piteros”, por comunicarse con pitos o silbatos.
Los delincuentes cogidos en flagrancia eran llevados a una calle solitaria, dejándoseles ahí sujetos a un cepo por ambas piernas. Al día siguiente irán por ellos para entregarlos a la autoridad competente. La pena para violadores y asesinos era entonces la muerte sin más trámite, asaeteados, más barato que rostizados. El robo, por su parte, era castigado según los montos y reincidencias: a) 25 azotes y destierro, b) oreja o pierna cercenadas, c) cien azotes y en todos los casos la prohibición de por vida para montar a caballo (?).

Soborno

Primero se lo confiesa al cura de la Soledad y más tarde, arrepentido, a su jefe Alonso Pardo. El guarda aduanal Rodrigo Alonso ha recibido 80 pesos por dar trámite a un cargamento rumbo a Filipinas, propiedad del superintendente Gaspar Bello y Acuña.
–“Yo creí que eran conchitas del mar y hasta le dije que allá, donde él iba, había muchas. El sonrió y entonces me dio el envoltorio con las monedas –confiesa Alonso.
–Si serás pendejo, Rodrigo, el cabrón de Gaspar se llevó parte del tesoro virreinal en el puerto y ahora será difícil pescarlo en tanta pinche isla del archipiélago. ¡Coño!
El pazguato Alonso, como lo llama su jefe, irá a la cárcel, ciertamente, pero por poco tiempo. También, por pendejo.