EL-SUR

Sábado 27 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Del optimismo de los poderosos a la esperanza de los débiles

Jesús Mendoza Zaragoza

Enero 15, 2024

Optimismo y pesimismo corresponden a dos maneras de ver la vida, el pasado, el presente y el futuro. Son actitudes que afectan la percepción y la manera de afrontar los acontecimientos. Los optimistas ven el vaso medio lleno y los pesimistas ven el vaso medio vacío; los primeros sólo ven las oportunidades mientras que los segundos sólo ven los obstáculos; los primeros son más resilientes mientras que los segundos tienen la tendencia a la depresión. Pareciera que el optimista tiene todo por ganar mientras que el pesimista es ya un perdedor.
Hay un optimismo, que podemos llamar inteligente, que implica la aceptación real de los problemas y su análisis a partir de los recursos habidos, que recurre siempre a la realidad objetiva y que no se ampara en la pura subjetividad.
Sin embargo, el optimismo puede tener un sustento ingenuo e interesado que puede desencadenar frustraciones cuando las cosas no salen como se calculaban. Hay optimistas que, ante las circunstancias adversas, simplemente dicen: “todo va a salir bien”. Creen que el futuro puede sustentarse en deseos o en ilusiones. También hay un optimismo ideológico que se sustenta en una visión de la vida enfocado al éxito individual o social, al éxito económico o político. Y sostienen que la idea o la ideología es más poderosa que la realidad. Pero sucede que tarde o temprano se derrumban las ideas que no tenían sustento en la realidad objetiva. En mi opinión, eso sucedió en los países del socialismo real o con las ideas pregonadas por el nazismo y el fascismo que parecían invencibles y un día se derrumbaron.
Por esta razón, el optimismo tiene que contar con una ruta autocrítica, de vigilancia sobre sí mismo, de racionalidad estricta y, sobre todo, de contacto con la realidad y sus contradicciones. No hay que olvidar que una de las tendencias más fuertes de las ideologías es el dogmatismo, cuando las ideas se congelan y se endurecen con la pretensión de identificarse con la realidad.
Es muy frecuente que las élites en el poder muestren un optimismo permanente y hasta a ultranza. Los poderosos suelen ser demasiado optimistas. Ya sea en la empresa, en la política, en la religión, en la educación o en la cultura, suelen tener una visión optimista de la realidad. Siempre dicen: vamos bien, el país va bien, la economía está mejorando. El discurso de las élites suele ser optimista, pero muchas veces sin sustento en la realidad. La percepción desde el poder es muy diferente a la percepción de la población. El país no se mira igual desde arriba y desde abajo, desde un palacio y desde una choza. Este optimismo ideológico e interesado distorsiona la manera de percibir la realidad y predetermina el proyecto desde las élites. Y se convierte en el gran argumento para sostenerse en el poder.
Ante este tipo de optimismo hay una actitud diferente que mira la realidad y proyecta el futuro de otra manera, con una perspectiva diferente. Se trata de la actitud de la esperanza, que no puede reducirse jamás al optimismo, ya que tiene otros componentes. Esta actitud se construye a partir de un propósito de vida que no depende de los resultados que se obtengan. No es una apuesta al éxito fácil ni inmediato, no es la creencia de que todo va a salir bien; más bien, busca el significado de los desafíos y aún, de los fracasos. La esperanza es una fuerza resiliente que acompaña la transformación de la realidad en medio de las dificultades que se encuentran en el camino. El referente de la esperanza es la realidad llena de contradicciones y de adversidades; y no los deseos, ni las expectativas propias o ajenas, ni una idea, por muy elaborada que se presente.
Los tiempos difíciles no son para el optimismo que establece que todo lo que vendrá será mejor, que las cosas van a salir bien y en que hay que pensar positivamente para que los pensamientos de ese tipo se materialicen, sino para la esperanza. En tiempos de violencias exacerbadas y de pobreza extrema los optimismos se vuelven un problema más. Quien vive esperanzado es consciente de lo difícil de una situación, siente necesidad de cambiarla y está dispuesto a hacer algo para que ello ocurra, aun cuando no haya garantía alguna sobre el resultado.
El ensayista y crítico cultural inglés Terry Eagleton, afirma que la esperanza y el optimismo son irreconciliables. En su libro Esperanza sin optimismo apunta que mientras la primera acepta el dolor, el segundo lo niega. Mientras que la esperanza tiene que pasar por la prueba, por la contrariedad y por el sufrimiento, el optimismo no soporta la adversidad ni la fuerza de la razón; es más, el optimismo lleva a la deserción de la razón misma y transita por el sendero de la magia y de la irracionalidad.
El psicólogo estadunidense Charles Richard Snyder habla de tres factores determinantes para construir la esperanza: metas, caminos y acciones. Se requiere de (1) un objetivo, un propósito que impulse, algo concreto que esperar; (2) un camino con estrategias y planes precisos en la dirección del propósito. Y, aunque el objetivo fuera difícil y pudiera no alcanzarse, (3) se requiere actuar con los recursos posibles. En el sendero de la esperanza no caben ni la expectativa pasiva, ni el victimismo, ni los lamentos plañideros, ni la furia contra el destino. La esperanza es la que mueve a caminar.
Así las cosas, las élites que están encumbradas en el poder, tienen la tendencia al optimismo sustentado en sus ideas, en sus deseos, en sus proyectos y en la misma magia que da el poder. El optimismo suele ser su gran argumento para ejercitar su liderazgo y para convencer a las masas con estadísticas, números e interpretación de datos. Solo visualizan éxitos y tienden a conservar el poder al costo que sea, sean de izquierda, de derecha o de centro. En ese sentido, son conservadores, pues no miran más allá de sus propias ideas y de sus propios proyectos, ya sean económicos, políticos o ideológicos-culturales en detrimento de la dura realidad de su entorno.
En nuestro México hay de todo. Abundan los pesimistas que sólo viven de lamentos, que no incluyen en su mirada a los demás, pues sólo piensan en sí mismos y viven repartiendo culpas por todos lados, viven como derrotados y asumiendo el papel de víctimas permanentes. Se sienten a sus anchas y muy cómodos mirando los toros detrás de la barrera. Tienden a ser maniqueos, estableciendo los parámetros entre buenos y malos. Y siempre se sienten como los buenos. Pero también abundan los optimistas que creen en la magia de las influencias y del dinero. Creen que el mundo está a su favor y viven practicando el culto a sus ideas y a sus privilegios.
Por fortuna, tenemos un pueblo esperanzado, que desde el sufrimiento y del dolor sigue luchando desde su debilidad por la justicia, por la verdad y por el prójimo. La esperanza es su gran patrimonio y lo mejor que tiene aún y no puede permitir que las élites se la roben. Este pueblo esperanzado tiene espacios en una diversidad de luchas, desde las luchas por los recursos naturales, por las causas de los desaparecidos, por los derechos de las mujeres y de los niños, y otros más. Y se meten a los infiernos de este mundo para predicar la esperanza a quienes tienen el riesgo de perderla como el gran recurso para cambiar este mundo. No viven convenciendo a los demás en que “todo va a estar bien”, sino sembrando esperanzas donde hay dolor y muerte.