EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Democracia y redención

Gibrán Ramírez Reyes

Noviembre 01, 2017

En alguna ocasión reciente –quizás hace menos de un año–, José Woldenberg le acomodó un sonora zarandeada a Héctor Aguilar Camín en un debate de televisión. Los argumentos de Aguilar Camín, pesimistas sobre el horizonte de la democracia en México, eran generales, proclives a dar por bueno el argumento de que “más democracia deriva en más corrupción”, por las dinámicas de distribución de los recursos públicos y de financiamiento ilegal. Eran razonables, sin duda, pero Woldenberg le pasó por encima con su conocimiento técnico. Cuando se habló de fiscalización, por ejemplo, mostró un notable manejo de la ley, haciendo en el momento más álgido del debate un ademán que implicaba que la traía en un bolsillo y podía sacarla para mostrarla. Don José estaba en sus terrenos, que son los de la ciencia política, la ley electoral y las reformas, materias en las cuales ha contribuido enormemente e incluso ha generado escuela. En efecto, tiene gran parte de la legislación electoral en la cabeza.
El discurso de Woldenberg es implacable, redondo, casi irrefutable –como lo atestiguó Aguilar Camín en ese debate que extrañamente no se encuentra en internet. Es el mejor andamiaje conceptual para explicar que a) una democracia es por fuerza procedimental, b) por qué nuestras reglas y procedimientos son buenos y c) funcionan razonablemente bien. Si queremos entender los males actuales de nuestra democracia es preciso también comprender ese andamiaje, pues explica cómo es que nuestra democracia se ha construido conceptual e institucionalmente para pasar a ser un objeto indiferente y para algunos hasta detestable. De hecho, parte de sus males puede explicarse a partir de que con el proceso del tránsito a la democracia, ha triunfado el aserto de que la democracia consiste exclusivamente en elecciones periódicas con muchos partidos, procedimientos, reglas y algunas condiciones mínimas en el ambiente político, tales como la libertad de expresión. Es un acuerdo bastante extendido en la ciencia política, que no por ello pierde su carácter ideológico.
En los buenos años del autoritarismo priista hubo desarrollo –y eso está fuera de discusión–, lo que hizo que la izquierda, que en principio defendía una noción sustancial de democracia en lugar de una formalista, retomara todo aquello que le faltaba a nuestro régimen para ser una democracia, o sea los procedimientos para dar cabida a la pluralidad, la libertad de expresión, la equidad en la contienda, el rediseño institucional.
Esta idea triunfó y la democracia se desencantó y se cosificó hasta hacerse un tótem institucional venerable, del cual, sin embargo, los ciudadanos esperan mucho más. Esperan, por ejemplo, que les asegure lo mínimo materialmente. Lo supieron estadistas aquí y allá: sin una dosis de idealismo que tome en cuenta los anhelos populares, la democracia no es deseable para nadie. Por eso Lincoln la definió como el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. Y por eso en nuestra Constitución –gracias a Jaime Torres Bodet y Vicente Lombardo Toledano– la democracia se entiende como forma de vida basada en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo.
Sólo a una pequeña parte del público informado le importan los procedimientos de la vida pública –y a casi nadie entusiasman. Para casi todos, se impone, en cambio, la vida cotidiana, la satisfacción de las necesidades y las posibilidades efectivas de recreación, asociadas inevitablemente al dinero. Es por eso que llega la indiferencia. Si la democracia no da de comer, no brinda paz ni tranquilidad, no mitiga las peores desigualdades ni da felicidad, entonces es sólo un mecanismo para que los políticos se disputen el poder en nombre del pueblo. Y, entonces, ¿por qué tendría que tenerme a mí con cuidado?
Véanse los datos. La semana pasada glosé en este espacio los del Pew Research Center y esta semana vio la luz el afamado reporte de Latinobarómetro, que pinta las cosas igual –si no es que peor. En México se gobierna sólo para unos cuantos grupos poderosos y la sociedad está al tanto de ello: sólo 8 por ciento cree que en nuestro país se gobierna para el bien de todo el pueblo y apenas 38 por ciento apoya a la democracia indiscutiblemente, siendo nuestro país el de mayor retroceso en la región. Una observación adicional: en Venezuela, donde la democracia se entiende de una forma más sustancial, pese a que hay una crisis institucional y económica –y a que el gobierno funciona tan mal y el funcionamiento concreto de la democracia es tan desaprobado como el nuestro–, el apoyo a la democracia como forma de gobierno es el más alto de la región.
Aquí hay de dos sopas. O la democracia se redime ofreciendo redención –como en nuestra Constitución–, o se sigue por la misma senda, con el triunfo de la indiferencia y hasta el apoyo a un eventual gobierno autoritario (militar, como se dijo aquí la semana pasada). La redención tiene muy mala prensa, pero de optar por otra cosa seguiremos nuestro camino al abismo, así esté alfombrado con Estado de derecho.