EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Derechos humanos y ciudadanía mundial

Saúl Escobar Toledo

Agosto 17, 2016

En noviembre de 2009, la Corte Interamericana de los Derechos Humanos (Coidh) emitió una sentencia sobre el “caso Radilla” que condenaba al Estado mexicano por graves violaciones a los derechos humanos. Muchos años atrás, en 1974, miembros del ejército habían detenido ilegalmente en el estado de Guerrero al señor Rosendo Radilla Pacheco, un destacado líder comunitario que fue desaparecido sin que hasta ahora se conozca su paradero. Era un caso más entre muchos de la guerra sucia de los años setentas.
La sentencia tuvo impacto en México por tratarse del primer caso significativo en el que la Corte Interamericana condenaba al Estado mexicano y lo obligaba a realizar cambios profundos y estructurales para prevenir otras violaciones a los derechos humanos. También llevó a que la Suprema Corte de Justicia de la Nación determinara que las sentencias de la Coidh eran obligatorias para todas las autoridades mexicanas. Y que los jueces deberían aplicar, en sus resoluciones, los tratados internacionales y no sólo la legislación nacional.
Posteriormente, en 2011, se reformó el artículo 1º constitucional, una enmienda de gran importancia que reconoció expresamente: primero, el reconocimiento de los derechos humanos en la Constitución y en los tratados internacionales; segundo, que su normatividad deberá interpretarse de conformidad con la Constitución y los tratados internacionales favoreciendo en todo tiempo a las personas mediante la protección más amplia (el llamado principio pro persona); y tercero que todas las autoridades tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad, así como la obligación del Estado de prevenir, sancionar y reparar las violaciones a estos derechos.
Todo esto significaba, para nuestro país, una nueva concepción de los derechos humanos y de la aplicación del derecho internacional en nuestro orden jurídico, pero pasó sin mucho ruido, con excepción de los debates en un círculo reducido de especialistas…, hasta que llegó el caso de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa en septiembre de 2014 en Iguala. Es importante destacar que, casi de inmediato, en octubre de ese año, en este caso la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitió una resolución que señalaba que “en cumplimiento de la normatividad internacional y (en la medida en que se había) acreditado que existía una situación de gravedad y urgencia ante el riesgo de daño irreparable a los derechos a la vida e integridad personal de los estudiantes desaparecidos” se requería al Estado mexicano que adoptara todas las medidas necesarias para proteger los derechos humanos de estas personas.
La medida cautelar que siguió a la resolución condujo a la adopción de un acuerdo de asistencia técnica internacional entre el Estado mexicano, la Secretaría General de la ONU y los representantes de los estudiantes desaparecidos. En este acuerdo las partes convinieron en la creación del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) cuyo mandato estaría vinculado a tres aspectos esenciales: 1, la búsqueda con vida de las personas desaparecidas; 2, el análisis de las líneas de investigación criminal; y 3, el análisis técnico del Plan de Acción Integral de apoyo a las Víctimas.
El acuerdo estableció que el GIEI “estará facultado para actuar como coadyuvante en las investigaciones, así como para presentar las denuncias penales para la persecución del delito que corresponda ante las autoridades competentes…”. (mayor información sobre el tema puede encontrarse en una nota de Ximena Medellín, septiembre 2015, disponible en www.cide.edu).
El caso de los 43 y la intervención de la CIDH y del GIEI despertó un gran interés en la comunidad internacional sobre la situación de México. Aunque ya había algunos antecedentes, la visión del mundo sobre nuestro país cambió drásticamente. A partir de entonces un conjunto de instituciones reconocidas por el derecho internacional; gobiernos y parlamentos (incluyendo los de Estados Unidos); así como organizaciones, medios de comunicación y personalidades de prestigio mundial, enfocaron su atención sobre los derechos humanos en México. De forma casi unánime han manifestado severas críticas por la práctica “generalizada” de la tortura por parte de las policías; los asesinatos de civiles indefensos; el número tan elevado de víctimas por muertes violentas, desapariciones forzadas y secuestros; las masacres de migrantes centroamericanos; los ataques a los periodistas; y las condiciones deplorables en materia laboral (salarios, libertad sindical y justicia laboral). Se ha puesto en duda la capacidad del Estado para imponer la ley y, sobre todo, para evitar un mayor deterioro de esta situación.
La actuación del GIEI y de la CIDH, cuando entró en conflicto con las autoridades mexicanas, despertó aún mayor interés en el exterior sobre la situación real de nuestro país. En México, sin embargo, su desempeño no ha sido comprendido cabalmente a pesar de la enorme indignación y la movilización social que se desató el caso de los estudiantes normalistas. Desde luego, los organismos de derechos humanos, los padres y familiares de los 43, y un conjunto de organizaciones sociales han apoyado esta intervención. Pero no ha faltado quien ponga en duda su legalidad y actuación, sobre todo por parte de algunos comentaristas afines al gobierno.
En las organizaciones y partidos de izquierda tampoco ha habido una respuesta clara ante esta nueva realidad. Lo cierto es, sin embargo, que la intervención de los organismos internacionales, cuando se trata de violaciones a los derechos humanos, no sólo está plenamente justificada en la Constitución de la República, sino que además debemos entenderla como una práctica normal, necesaria y beneficiosa para el país. Esto puede chocar con viejas concepciones que aún creen que la intervención de autoridades externas y de personas de la sociedad civil mundial en nuestra vida política significa darle oportunidad al imperialismo para meterse en nuestros asuntos, violar la soberanía nacional, o admitir que los mexicanos no podemos resolver nuestros problemas.
Estas ideas deben cambiar. La situación del país nos obliga a reconocer los nuevos aportes en materia de protección de los derechos humanos y por lo tanto a construir y fomentar una ciudadanía mundial entendiendo por ello que los mexicanos no sólo podemos reclamar justicia al Estado mexicano, sino que también debemos recurrir a los organismos internacionales cuando sea necesario, con base en el derecho internacional y en la existencia de organismos supranacionales encargados de implementarla. Un concepto de ciudadanía que parte de la idea de que todas las personas tenemos los mismos derechos independientemente del territorio en el que hayamos nacido o de nuestro lugar de residencia. La simple condición humana es la que proporciona la titularidad de los derechos humanos. Al exigir justicia ante organismos internacional declaramos nuestra pertenencia a una comunidad global, una sociedad civil universal que se puede movilizar por las mismas causas y que gradualmente está tomando conciencia de esta identidad supranacional.
Ante la distancia cada vez mayor entre las normas legales y la situación real que vive el país, debemos hacer conciencia de que, en el futuro mediato, la colaboración internacional es y será imprescindible y que por lo tanto debe ampliarse y fortalecerse para coadyuvar a las reformas de las instituciones del Estado mexicano. Es evidente que, por sí sola, esta colaboración no será suficiente para cambiar al país. Pero puede facilitar, como ya está sucediendo, la adopción de leyes y políticas más eficaces, así como respuestas más expeditas a los reclamos ciudadanos.
La lucha por la transformación de México es y será responsabilidad de los mexicanos, pero no aislados del mundo y sin la adopción de una nueva cultura de los derechos humanos.

Twitter: #saulescoba