Lorenzo Meyer
Diciembre 14, 2020
AGENDA CIUDADANA
Por naturaleza todo proceso político es dinámico y su desarrollo poco predecible. Cuando en el duro juego del poder algunos participantes parecieran acercarse a su objetivo, eventos no previstos producen cambios en el tablero y lo seguro se desvanece.
Al concluir su segundo año de gobierno, el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) anunció: “Ya están sentadas las bases de la transformación”, es decir, de un nuevo régimen. Y es que pese a lo complicado de la coyuntura –una caída sustantiva del PIB, la pandemia de SARS-CoV-2 y la persistencia de la violencia criminal– las encuestas revelan que el gobierno mantiene un respaldo mayoritario. Aun cuando AMLO tiene motivos para mostrarse confiado, desde una perspectiva realista, le conviene no dar por hecha la consolidación de la Cuarta Transformación (4T). La transformación avanza, pero aún no alcanza la densidad que impida el retorno del viejo régimen.
Desde esta incertidumbre, lo ocurrido hace más de 80 años con el cardenismo ofrece lecciones pertinentes. El general Cárdenas no llegó a la presidencia desde la oposición ni por una elección competida, como AMLO. Sin embargo, una vez en el cargo debió arriesgarse y arrebatar al “Jefe Máximo” (Calles) el control del gobierno y para ello tuvo que asegurar la obediencia del ejército, ganar el apoyo sindical y campesino y purgar de callistas tanto al gabinete como al partido (PNR), al Congreso y los gobiernos estatales. Sólo entonces pudo usar a su gobierno para modificar un régimen que se decía nuevo pero que aún conservaba rasgos del anterior, como el latifundio o el enclave petrolero.
En contraste, AMLO desde el principio tuvo el control del gobierno gracias a que él si llegó a la presidencia vía una elección muy competida tras una lucha de años contra intereses muy poderosos y a que logró la mayoría en el Congreso. En relación con las fuerzas armadas, AMLO pudo poner de inicio como responsables a quienes él decidió sin tomar en cuenta a los sugeridos por los jefes salientes y, además, creó una fuerza nueva: la Guardia Nacional. En la Suprema Corte propició la renuncia de un ministro hostil, pero con pasado indefendible. Sin embargo, y a diferencia de Cárdenas, tiene que lidiar con gobernadores de oposición.
Cárdenas pudo avanzar rápido en la transformación del régimen heredado con el apoyo de las organizaciones populares encuadradas en un partido del gobierno reformado –el PNR se transformó en un partido de masas: el PRM. Y, sin embargo, el cardenismo no sobrevivió al fin de su sexenio.
El final del cardenismo –al que AMLO define como la 3T (Tercera Transformación)– contiene una gran lección para la 4T. Esa “T” que precedió a la actual aún tenía mucho camino por recorrer cuando el cambio sexenal la frenó y luego la acabó. Y es que para neutralizar a una oposición de derecha cada vez más fuerte, Cárdenas optó por sacrificar a quien hubiera continuado con su proyecto –al general Mújica– para imponer a un moderado: Ávila Camacho. Seis años después, el moderado entregó el poder a un personaje cuyo objetivo declarado fue precisamente enterrar al cardenismo: Miguel Alemán. El PRM se transformó en PRI, que sirvió a la perfección a un proyecto autoritario de derecha identificado con la construcción de una “burguesía nacional” que, en realidad fue el pie de cría de una nueva oligarquía, la actual.
En la conciencia histórica de la 4T debe quedar marcada la brillante pero breve trayectoria del cardenismo: tanto sus logros como las posibilidades malogradas. Hay que preparase para la coyuntura del fin del sexenio sabiendo que ningún viejo régimen desaparece del todo y que ninguno nuevo tiene garantizada su consolidación.