Lorenzo Meyer
Marzo 25, 2019
Un esquema de corrupción para facilitar el ingreso de jóvenes de familias adineradas a algunas de las mejores universidades de Estados Unidos ha dado pie a varias reflexiones políticas, económicas y éticas en torno a la desigualdad social en ese país pero que tienen aplicación universal.
En el caso específico de la educación formal de los jóvenes, la desigualdad en su calidad y duración repercute, y mucho, en las oportunidades de su desarrollo en el mercado de trabajo.
Desde el origen mismo de la ciencia y la filosofía políticas de Occidente, dos milenios y medios atrás, aparecieron las preocupaciones y reflexiones en torno a las causas y efectos de las desigualdades sociales. Y en torno al sistema educativo y a las divisiones dentro de cada sociedad bien vale la pena volver a Platón y a lo que él asentó en La República (380 a.C.). Este devoto discípulo de Sócrates, nacido en el seno de una familia rica, vio en la educación pública de niños y jóvenes un poderoso instrumento -el principal– para la construcción de su ideal: la “sociedad justa”.
Para el filósofo ateniense, que había examinado el sistema educativo de Esparta, resultó obvio que era una obligación del Estado proveer a todos sus futuros ciudadanos –ricos y pobres, hombres y mujeres–, desde su infancia hasta su juventud, de una educación de calidad y sin distinciones de clase. Esta igualdad en la etapa formativa del conjunto concluiría en la juventud, cuando los individuos intelectualmente más desarrollados deberían ingresar a instituciones de educación superior que les permitirían profundizar en los grandes temas del conocimiento y, también, en la naturaleza de su responsabilidad social: el cumplimiento de sus deberes en la defensa y administración de la polis. Finalmente, a una minoría, a los más aptos –una auténtica meritocracia– se les daría la responsabilidad de la dirección política del Estado, suponiendo que el conocimiento que les daría su larga educación, más su experiencia, capacidad y fidelidad a sus deberes cívicos, les habría transformado en auténticos individuos comprometidos con el conocimiento y la verdad, en “reyes filósofos”.
Así pues, Platón vislumbraba que hasta su primera juventud todos –hombres y mujeres– tendrían una igualdad básica de entrenamiento, conocimiento y oportunidades. Con el correr del tiempo la igualdad inicial se iría transformando en desigualdad, pero ésta tendría como razón de ser no el patrimonio familiar sino la capacidad, eficacia y solidez del carácter de cada individuo, lo que, finalmente redundaría en beneficio de la polis, del interés general.
Han pasado, como se apuntó, dos milenios y medio desde que los griegos de la época clásica pusieron en la mesa de la discusión el tema de la desigualdad social y de su legitimidad o falta de ella. El tópico sigue en el centro del debate. Con la disolución del mayor y más importante Estado socialista en 1991, y el consecuente triunfo de su némesis, el capitalismo, la discusión política a nivel global cambió. Dejó de ser la elección entre capitalismo o comunismo para centrarse en qué tipo de relación entre economía, mercado y régimen político, ofrece las mejores posibilidades de nivelar el campo de juego en que se mueven los individuos, grupos, regiones, clases y países. Y la importancia de intentar disminuir el desnivel del duro campo de la competencia en el mercado, es lo que desató en Estados Unidos el escándalo tras hacerse pública la existencia de una red ilegal de compra venta de “derechos de admisión” por millones de dólares a universidades como Yale, Stanford, Georgetown, la Universidad de California o la del Sur de California (The New York Times, 16/03/19).
Sin embargo, lo escandaloso no debería ser la “compra” y alteración ilegal de los procedimientos de ingreso a esas instituciones que en Estados Unidos forman a la “élite del poder”, sino algo que es legal y, por eso, más brutal e ilegítimo desde la época de Platón: la existencia de todo un sistema, de una industria privada con 8 mil despachos, de “consultores universitarios” que por hasta millón y medio de dólares y con un programa de cinco años, ofrecen poner al hijo de una familia adinerada en posibilidades de superar todas las pruebas que una universidad de elite pone como requisito de ingreso (The New York Times, 13/03/19).
En nuestro vecino del norte la riqueza del 0.1% de los más adinerados equivale hoy a la del 90% de los menos adinerados (The Washington Post, 13/03/19). Aquí en México y según cifras de 2017 “los recursos de los 10 mexicanos más ricos equivalían al total de ingresos del 50% de los más pobres, es decir, de casi 60 millones de personas” (Cepal, La ineficiencia de la desigualdad, Santiago de Chile, 2018).
Obviamente la desigualdad en la calidad educativa no es el único factor que fomenta ésta cada vez más inaceptable disparidad en las sociedades contemporáneas –la joven legisladora norteamericana Alexandria Ocasio-Cortez acaba de afirmar que “cada billonario significa un fracaso político”–, pero sin duda es un factor contribuyente importante.
En el México actual es utópico pretender igualar a todos sus niños y jóvenes en materia de educación, pero tampoco hay duda que hoy, cuando un nuevo régimen se propone reformar la reforma educativa del último gobierno del régimen anterior, se abre también la oportunidad para replantear el tema de fondo: la mejora sustantiva en la calidad de la educación oficial encargada de instruir al México menos afortunado y del sistema fiscal que lo debe sustentar.
La reforma de la reforma educativa y de las fuentes de recursos para ponerla en marcha, son vías para seguir en la larga y complicada tarea de nivelar el campo en el que se desarrollen nuestros jóvenes. Serían modestos pasos en la construcción de lo imposible: la “sociedad justa” a la que aspiraron Platón y tantos más.
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