Silvestre Pacheco León
Marzo 05, 2017
13 de octubre del 2016.
En el último día de nuestra estancia en Bruselas llegamos temprano para conocer el Atomium, el museo emblemático de los belgas que tiene 102 metros de altura, construido para la exposición mundial de 1958.
Es la maqueta de un átomo, en aluminio reluciente, que se mira desde cualquier parte, y uno puede recorrer su interior y de lo alto ver la ciudad.
Para Ana el Atomium tiene más mérito que la torre Eiffel, lo dice impresionada por el diseño constructivo de sus salones y las escaleras eléctricas que en aquellos años debieron ser una novedad como adelanto tecnológico.
A Palmira y a mí nos entretiene más la pequeña Europa, como se llama a la ciudad miniatura construida al lado del museo, con los edificios y trajes característicos de cada país.
El premio Nobel de literatura
Hoy conocemos la noticia de que el compositor, poeta y cantante Bob Dylan, (Robert Allen Zinmerman, su verdadero nombre) recibirá el premio Nobel de literatura, eso nos hace recordar su canción Blowing in the wind interpretada por Joan Báez, la también compositora y activista norteamericana.
Nuestro ánimo es alegre a pesar del frío, y en eso ayuda la cerveza helada que solemos saborear cuando no estamos probando los chocolates praliné de relleno suave que han dado fama a Bélgica.
Camino a Luxemburgo
Viernes 14 de octubre. Como estamos en el centro de Europa, no vemos mayor inconveniente para recorrer los 219 kilómetros que nos separan del Ducado de Luxemburgo, antes de regresar a París donde tomaremos nuestro vuelo de regreso a México.
Después del almuerzo estamos ya en carretera acompañados del mismo paisaje que conocimos en Holanda: terreno plano, ganado plácido, agua abundante, mucho bosque.
Cuando la orografía comienza a cambiar con macizos montañosos a la vista y el río Mosela avanza por hondonadas, son señas de que Luxemburgo está cerca.
Se trata de un pequeño país de poco más de 2 mil 500 kilómetros cuadrados, casi como el municipio de Chilpancingo y con medio millón de habitantes. Tampoco tiene playa, pero cuenta con su propio idioma, el luxemburgués,(Groussherzogtum Lëtzebuerg, así se escribe Gran Ducado de Luxemburgo) idioma que comparte con el alemán y el francés en su territorio.
Nos sorprende saber que este pequeño país registra la más elevada tasa de crecimiento del Producto Interno Bruto en el mundo. Es un paraíso fiscal y por eso tienen aquí su sede muchas empresas multinacionales que así se ahorran millones de euros evadiendo impuestos.
Su industria principal es el acero y el caucho. A diferencia de otros países, aquí se mira mucha gente joven, quizá porque más de la mitad de su fuerza laboral viene de fuera.
La ciudad capital que también se llama Luxemburgo está en una ladera, plana y poco pronunciada. Es como una foto de calendario, limpia y diáfana, transparente y de colores brillantes. Sus jardines y castillos son de ensueño. Tiene un enorme balcón natural que es como el límite abrupto de la ladera. Allá abajo se mira el enorme castillo medieval con sus torres picudas y su muralla para protegerlo, casi para que viva un pueblo, luego está otra vez el río Mosela (creo), manso y de agua limpia que discurre por un cañón que cruza la ciudad.
En el bosque del castillo uno espera ver que aparezcan de pronto, en estampida, los venados asustados y perseguidos por una batida de cazadores a caballo siguiendo a los finos perros de caza.
El balcón, convertido en mirador, es el lugar más concurrido por el turismo para tomarse la foto del recuerdo.
Las calles en el centro de la ciudad están adoquinadas como casi todas las capitales de Europa, y sus edificios antiguos son joyas de la arquitectura. A cada paso se encuentran iglesias, pequeñas plazas con sus fuentes y estatuas. Los restaurantes están a reventar porque es fin de semana. Las tiendas abundan y todas son elegantes. Lo que ofrecen resulta tan atractivo en los aparadores que apenas resiste uno las ganas de comprar.
Aquí la vida es cara y fluye el turismo de fin de semana. Hay tanto japonés que una nipona es la que atiende en la recepción del hotel donde nos hospedamos por 200 Euros. También hay muchos españoles porque con frecuencia escuchamos nuestro idioma en las conversaciones callejeras.
Como hemos encontrado la dirección de un famoso tatuador, acompañamos a Ana para verlo, y eso nos obliga a caminar por un largo y atractivo puente de la época medieval con sus pasillos y fortalezas, hasta dar con el domicilio. Gracias a lo agradable del paisaje nos sobreponemos a las ganas de apedrear la puerta cuando leemos el mensaje de que el negocio permanecerá cerrado todo el fin de semana. Tanto caminar para nada. Ni modo.
De regreso al centro de la ciudad con el clima a 13 grados en la intemperie, buscamos el restaurante que nos parece más acogedor para cenar, luego otra vez a caminar hasta nuestro hotel porque el auto lo hemos dejado ya a buen resguardo.
Es domingo por la mañana. Nos levantamos temprano porque queremos desayunar en el centro, y como la habitación vence a las 11 de la mañana sacamos de una vez nuestras maletas.
Caminamos como una familia de tantas que muy de mañana va rumbo a la iglesia para escuchar misa, mientras nosotros nos dirigimos al café que conocimos anoche. Pagamos 13.80 euros por nuestro desayuno, croissant, café capuchino, fruta y yogurt.
De regreso a París
Ya hemos paseado por todo lo atractivo de la ciudad el fin de semana, y como el frío sigue en su punto acordamos emprender el regreso a París y comer en el camino.
Son poco más de 400 kilómetros que pensamos recorrer en tres horas por la ruta del champagne, sin entretenernos más que en las tiendas de las estaciones de gasolina.
Como queremos llegar a la ciudad antes de oscurecer compramos víveres y por turnos comemos y manejamos.
En la estación Valmi Le Moulin tomamos un descanso. Hemos gastado 20 euros en comida y otros 20 en gasolina, apenas 4 euros en souvenirs.
El regreso lo hacemos sin contratiempos, o casi, porque siendo domingo por la tarde la lentitud del tráfico se parece al que conocemos de Cuernavaca para entrar a la ciudad de México.
Por fin llegamos al barrio latino, en la misma cuadra donde vivió Gabriel García Márquez, y con tan buena suerte que en seguida encontramos hospedaje. El único inconveniente es que debemos levantarnos antes de las 8 de la mañana para ponerle dinero al parquímetro y así evitarnos la multa por dejar el auto en la calle.
Ana regresa mañana a México y nosotros un día después, siguiendo la regla de no poner todos los huevos juntos en la misma canasta, y menos tratándose de volar.
Fin. Correo: [email protected]