Silvestre Pacheco León
Octubre 02, 2016
Vale la pena venir a París
El hombre tendría sesenta años. Subió al vagón preguntando si el tren iba a París, y lo curioso es que todo mundo puso cara de duda con la pregunta porque en ése momento se había formado otro tren paralelo al nuestro.
Fue el joven francés sentado junto a nosotros quien resolvió el embrollo, después de que casi todos los pasajeros nos hicimos la misma pregunta.
Los dos trenes no tenían otro destino desde la terminal del aeropuerto Charles de Gaulle que la ciudad de París, pero uno hacía el viaje directo, sin paradas, y el otro era como si dijéramos un guajolotero, de los que se paran y recogen pasaje en cada esquina.
El hombre de la pregunta era un mexicano que por primera vez llegaba a París en un viaje que decidió a última hora, cuando consiguió un boleto de pasaje en 2 mil pesos como trabajador de Aeroméxico.
-Vengo a festejar mi cumpleaños, nos dijo cuando supo que éramos paisanos.
Nos platicó también que en México se negó a la sugerencia de sus amigos quienes le propusieron que hiciera una fiesta con ellos para festejar. Les respondió que esa borrachera él no se las pagaría, que prefería celebrar su cumpleaños en París, aunque lo hiciera sin su compañía.
El hombre se veía cansado por el viaje y con muestras de que había comenzado a festejar arriba del avión, jalaba su maleta sin soltar de su mano el mapa de la ciudad donde traía anotada la dirección del hotel. Seis mil pesos había pagado por el hospedaje de seis noches.
Después se quejó junto con nosotros por lo pesado del viaje, pero al final se reconfortó con el deseo cumplido de pasear en París.
Habíamos salido de la ciudad de México a las once de la noche del sábado 17 de septiembre, y eran las nueve del domingo 18 cuando apenas íbamos camino a nuestro hotel, al hombre le quedaban tres horas para festejar en su día.
Cosa de los husos horario que hay en el mundo porque el caso es que en el avión nos dieron de cenar en la noche del sábado como correspondía al horario de México, y cuando faltaban dos horas para el descenso del avión, el domingo en la tarde nos despertaron porque era hora de la comida, de acuerdo con el horario de París.
Según mis cuentas habían transcurrido 19 horas desde nuestra salida de la ciudad de México, pero de acuerdo con la información del avión el viaje computaba once horas.
Nuestro paisano daba muestras de alegría, y aprovechó hasta el último momento para hacernos plática. Su plan era llegar al hotel y en seguida buscar un lugar dónde cenar y emborracharse para festejar, pero nos confesó que tenía cierto temor de andar solo, porque alguien de sus conocidos le platicó una mala experiencia que vivió con los parisinos.
-Si has sobrevivido en México, lo puedes hacer en cualquier parte del mundo, le dijimos Palmira y yo para tranquilizarlo, luego supo que éramos de Guerrero.
Cuando el tren anunció la llegada a la estación del metro donde nuestro paisano debía bajarse, ya se le notaba relajado.
Nos despedimos deseándole feliz estadía y con la promesa de encontrarnos nuevamente paseando por la ciudad.
-Seguro que vale la pena venir a París, le dijimos.
Por nuestra parte seguimos el viaje discutiendo en familia si para llegar más cerca del hotel debíamos bajarnos en la estación del metro Vanguardia o en la de Voluntarios, pero la discusión no tuvo sentido porque nos volvimos a equivocar como la última vez y pagamos el error caminando.
Esa noche de nuestra llegada a París la temperatura era de once grados, y justo cuando cenábamos caía una lluvia menuda.
La inseguridad y su
globalización
El lunes no estuvo mejor el clima, y aprovechamos el día frío para nuestra visita al museo del Louvre, atestado como siempre, y ahora con filas larguísimas por el doble filtro de revisión impuesto para prevenir nuevos ataques terroristas.
Fue desde nuestra llegada a París cuando se nos hizo evidente el reforzamiento de la vigilancia policiaca como respuesta a los atentados de éste año.
Además de la policía, el gobierno tiene al ejército recorriendo las zonas más concurridas de la ciudad con grupos de cuatro soldados que caminan vigilantes con armas de asalto.
La escena se repitió en Montmartre, en los jardines de las Tullerías y a lo largo del río Sena, hasta en el Barrio Latino, donde se asientan la mayoría de las universidades.
La constante presencia de soldados en las calles que para nosotros los guerrerenses ya es familiar, nos llevó a la pregunta sobre la diferencia de esos operativos en París y en nuestras ciudades guerrerense, donde ahora se aplica la nueva estrategia de seguridad.
No vimos aquí, por ejemplo, los grandes convoyes de policía y ejército recorriendo la ciudad como sucede en Chilpancingo o Acapulco o Zihuatanejo, gastando gasolina y aumentando la contaminación, en los horarios más pesados del tráfico.
En Francia los soldados vigilan caminando, y creo que eso también sirve a su condición física, aunque a veces se parecen mucho a los mexicanos entreteniéndose con el teléfono celular.
Viendo a los soldados y policías entretenidos con sus teléfonos me pregunté varias veces si no habrán entrado a la onda juvenil de andar cazando pokemones, en vez de tratar de identificar terroristas y narcotraficantes.
Porque, viéndolo bien, así como se ha globalizado la inseguridad, uno puede creer que también la estrategia de los gobiernos para combatirla es semejante, sólo se encargan de administrarla, porque no van a la raíz para desterrarla, y eso tiene una explicación: implica un gasto en aumento cuyo monto no requiere justificación.
Por eso, en familia, concluimos que tanto en Francia como en México los operativos de seguridad son igualmente de inútiles porque tienen los mismos resultados.
Es en el mismo sentido de la seguridad que a nosotros nos intriga el control que los gobiernos de la Unión Europea mantienen de sus fronteras.
Después de diez días de paseo por Francia, Italia y Suiza, no nos han requerido ningún documento para entrar y salir, será porque no tenemos cara de terroristas o porque nos ayuda que las placas del auto en el que viajamos son francesas, el caso es que, para fortuna nuestra, ninguna autoridad repara en nuestra presencia, claro que para nosotros eso resulta siempre más relajado.
Durante nuestro viaje Palmira y yo hemos estado tres días en la capital francesa de acuerdo con el plan que nos hemos trazado, y que comprende bajar hasta la Costa Azul y de ahí subir por macizo montañoso de los Alpes en la frontera de Francia, Italia, Suiza y Alemania.
La afanosa búsqueda
En París busqué afanoso el ambiente que en mi último viaje identifiqué como la felicidad plena, aunque momentánea.
Ahora no lo conseguí, ni andando los mismos caminos, del Louvre al Sena y de ahí a los estanques de las Tullerías donde las palomas conviven con los patos alegrando a los paseantes que les dan de comer.
No obstante, París sigue siendo una experiencia que vale la pena, porque como en ningún otro lugar de los que conozco, su vida cosmopolita enriquece el aire de libertad que se respira.
Eso se ve hasta en el modo de la gente que camina. Las mujeres van por la vida con una actitud de altivez que se combina con cierta dosis de despreocupación, seguras de que habrá mañana.