EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Diciembre 2019

Silvestre Pacheco León

Diciembre 23, 2019

 

El 11 de diciembre mi madre cumplió 94 años de vida, y como ha sido la costumbre desde los primeros festejos que yo recuerdo, sus hijos nos reunimos con ella en su casa de Quechultenango, al otro lado del río, donde termina el pueblo, lugar de su vida desde que se casó en 1941, hasta el principio del presente siglo cuando no soportó más la soledad de la viudez y aceptó la ciudad como nueva opción de vida donde se acompañó con una de mis hermanas, viuda también, con quien ha aprendido a convivir bajo el acuerdo de que cada fin de semana regresa a su casa del pueblo para cerciorarse que todo sigue en el mismo orden que lo dejó cuando se le hizo insoportable seguir durmiendo sola con sus recuerdos bajo la pesada sombra de los árboles y el inquietante canto del tecolote acompañando los ruidos de los animales nocturnos que se han apropiado de la vida en el sombreado patio de su casa.
El cumpleaños de mi madre es una fiesta de dos días, porque el 12 de diciembre se festeja su santo, tocaya de la virgen de Guadalupe. Originalmente fue registrada con el nombre de Emperatriz, supongo que por las inclinaciones religiosas de su abuelo, pero en cuanto él murió, su padre le impuso el nombre de la virgen, al grado que tuvieron que hacer los cambios necesarios en el registro civil para que adoptara como legal el nombre de Guadalupe.
El festejo que siempre incluye una misa en el patio de la casa, en este año fue especialmente emotivo porque está reciente la muerte de la mayor de sus hermanas, de la cual todos asegurábamos que llegaría a los cien años de edad por la vitalidad que desplegaba encargándose de los cultivos en su parcela a pesar de su avanzada edad, hasta que sufrió un golpe que le produjo fractura de cadera y murió pronto en su cama convencida de que no podría vivir dependiendo de otra persona.
Como a esa edad tan avanzada las caídas y los golpes suelen ser fatales, mi madre vive hoy la pena de saber que sus dos hermanos hombres han sufrido caídas dramáticas. El mayor se encuentra en cama, y el menor de 86 años lo acaba de ver llegando a su fiesta de cumpleaños caminando con el apoyo de una andadera. (Quiso bailar una chilena que escuchaba en la radio hasta que en una vuelta se mareó y cayó al suelo de donde lo fueron a levantar. Por cierto que no fue al hospital ni le sacaron radiografía atenido a su propia idea de que no tuvo fractura y el dolor es soportable para caminar).
Pero fue devastadora para ella la reciente muerte de su prima Aldegunda, una tía vecina de su casa a quien todos recordamos porque todos los años, en la víspera del día de la virgen, nos despierta la música de viento que pasa junto a la casa llevando la cuelga a su casa donde ya es tradición que se ofrezca el almuerzo a los danzantes de los Moros.
Ahora al oír la música ninguno de nosotros tuvo indicios de que ya faltaba mi tía, hasta que en el transcurso de la semana mi madre se enteró de su fallecimiento y sufrió el mismo efecto que tuvo cuando faltó mi tía Nina, su prima hermana, también vecina, la que de plano la dejó en la orfandad porque con ella se acompañaba y se daba valor cuando mi padre faltó.
Mi madre tiene una salud envidiable a pesar de haber sufrido dos caídas traumáticas que requirieron operación y larga recuperación en la cama, creemos que gracias al cuidado de mis dos hermanas menores que se dedican a ella con igual desprendimiento.
Los hijos de doña Guadalupe somos diez, mitad hombres, mitad mujeres, y todos pensamos que si heredamos su misma longevidad nos faltan muchos años de vida, suficientes para aprender el proceso de envejecimiento y sus secuelas, sobre todo el efecto devastador que suelen tener las caídas a determinada edad, así como la pérdida de memoria que tiene fecha de caducidad y se impone al necio amor por la vida.
Lo que mi madre no ha perdido es su carácter de mando y una cierta actitud autoritaria en el trato con sus hijos, principalmente con las mujeres a quienes manda que mantengan la misma relación matriarcal que les enseñó.
Mantiene una seriedad que cuesta trabajo cambiar, y más cuando se trata de realizar los ejercicios que recomienda el doctor, y seguir la dieta sana que le imponen.
Por lo demás es relativamente dócil para seguir su tratamiento, aunque es poco atenta con sus hijas que le sirven.
Sin embargo todos sabemos que es feliz escuchando la música, y que en sus largos silencios está repasando la vida que vivió, aunque no parezca adicta a los recuerdos felices porque llega hasta la protesta franca con lo que no fue de su agrado.
El pasaje que recuerda en estos días es cuando mi abuelo la regresó de su camino a la escuela con el argumento de que la educación no da de comer y que la vida escolar está llena de riesgos, rebatiendo ahora que con escuela todo es más fácil.
–Cómo es que mi padre me cuidaba de los riesgos en la escuela y no pensaba lo mismo cuando me mandaba sola al campo –reitera en sus recuerdos sin tomar en cuenta el consuelo que nosotros procuramos al recordarle que si su vida hubiera sido otra no estaríamos con ella los que somos.

La catarsis

En este año todos vivimos una catarsis cuando hijos y nietos pasamos frente a mi madre para compartirle nuestros sentires. A la mayoría le dominó el sentimiento y con ello las lágrimas, como si nuestra vida en común hubiera sido una desgracia y el perdón una necesidad.
Después pasamos a la fiesta. A mi madre la reanima ver su larga mesa familiar con abundante comida, rodeada de su numerosa familia, sin faltar la música ni el baile. En ese ambiente va desgranando sus recuerdos y vivencias, muchas de ellas desconocidas hasta ahora por sus hijos.
Mi madre nunca fue mujer de baile pero la música siempre le provoca regocijo. Por eso nos cuenta que con esmero planchaba la ropa de mi padre cuando se trataba de ir a una fiesta.
Fue hasta que sus hijos crecimos y nos fuimos de su casa cuando ella y mi padre formaron parte de un grupo de parejas en el pueblo que se reunían para festejar con pozole, baile y mezcal el cumpleaños de cada uno de sus miembros.
Después, en cada fiesta, con la música de las chilenas y al calor de las copas, los hijos remedábamos entre risas el modo característico de bailar de cada uno.
Desde su cumpleaños he acompañado a mi madre estos breves días con mis hermanas que la cuidan, y bajo el árbol de mangos que ha escogido como su lugar, le deseo que el tiempo le traiga la alegría a su larga vida.