EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Disidencia es una relectura gótica del reverendo Maturin

Federico Vite

Enero 17, 2017

Pensado como un diálogo con múltiples referencias a la violencia, el hambre, la pobreza y la soledad, planeado pues como un extenso y portentoso intercambio de ideas entre ateos y creyentes, Melmoth el errabundo, novela colosal de la estética gótica, es una catedral literaria con algunas páginas de más; pero antes de ese detalle, el plástico en el oropel, pensemos que fue escrita hace 197 años, dio continuidad a un canon, y lo superó, que denunciaba los horrores en los conventos, así como las injustas pesquisas de la Santa Inquisición. Maturin dotó de sustancia narrativa las historias de abuso, hizo eco a las víctimas que lucharon en contra de un sistema empeñado en hacerles comprender, a sangre y fuego, que la disidencia es inadmisible.
La obra cumbre de Charles Robert Maturin fue publicada por primera vez en 1820 (Melmoth the Wanderer), cuatro años antes de que el clérigo irlandés muriera. En este documento de mil 42 páginas (Traducción de Francisco Torres Oliver, España, El club Diógenes Valdemar, 2000) nace con la intención de ilustrar uno de los sermones más conocidos del clérigo Maturin: “¿Hay en este momento alguien que estaría dispuesto a aceptar todo cuanto el nombre pueda otorgar, o la tierra producir, a cambio de renunciar a la esperanza de su salvación? No; no hay nadie, por mucho que el enemigo del hombre recorra el mundo con este ofrecimiento”.
Para disfrutar este libro, piense en el contexto del autor, en las dificultades de un hombre que trata de mostrar lo peor de la humanidad; para ello obviamente recurre a los almacenes de sufrimiento de la época: manicomios, cárceles, conventos, tabernas, tribunales de la Inquisición y hospitales tenebrosos. Durante muchas páginas, el lector encontrará tonos fuera de la casilla del terror, por ejemplo, melodramas caseros, tragedias económicas y, claro está, aspectos costumbristas muy bien descritos en cuanto a la fe católica, la gastronomía y el hondo apego a la bebida se refieren.
Recomiendo pues que no siga con tanta atención las escenas melodramáticas en las que un padre asesina a un hijo, la intención final es que el vástago no siga humillándose en la indigencia; no preste demasiada atención a un hombre que asfixia a su familia para que el hambre no los toque nunca; ni mucho menos piense en la injusticia de un tribunal eclesiástico que acusa de hereje a un tipo que nació fuera del matrimonio y, mediante un contubernio asombroso, toda una orden monacal lo señala como un blasfemo poseso, escandaloso, peligroso. Tampoco se deje apantallar por la relación de una jovencita con un íncubo; ni mucho menos se pierda en las fugas de algunos monjes que cruzan las catacumbas a media noche para encontrar la libertad; no, eso no es lo verdaderamente atractivo de este libro, sino el conocimiento del mal que posee el autor, la manera en la que confirma la presencia de eso que altera la condición humana. “Miró en torno suyo, pero el desconocido había desaparecido. Don Francisco descabalgó con una sensación de pocos conocida, y quienes la han experimentado son quizá los que menos desean hablar de ella”, refiere el autor sobre la cercanía de una figura mefistofélica que atraviesa, desde diversos ángulos, el cuerpo del relato. Al testimoniar las revelaciones de los personajes, sabiamente gradadas por el autor, el lector comprende que Maturin es un maestro de lo gótico, los motivos por los que aceptaron el mal en su vida “esos hombres y esas mujeres” siempre lleva implícita una causa humana, demasiado humana.
Los enramajes melodramáticos de la novela, al igual que los paisajísticos, son necesarios para dosificar la intensidad del relato, para destacar las tentaciones que padecen los atormentados por el mal, representado básicamente como una carencia: escasez monetaria, deshonor, maledicencia (subrayo el aspecto difamatorio en un sociedad, como la del siglo XIX, en la que la palabra dada era un prenda insustituible), melancolía. Y la lucha contra ese mal siempre es punitiva, violenta.
Cuando menciono que sobran algunas páginas a la novela, específicamente hablo del tránsito del tono tétrico al melodrama, cuando varios de los personajes hablan de preceptos invaluables (valores de la familia y de la sociedad), son explicativos, redundantes, eso no es lo que mejor le va al autor, si se prescindiera de esos detalles ganaría mucha mayor potencia el eje de todo el volumen: los actos del diseminador del mal, una figura solitaria y ansiosa de lo humano, una vitalidad que muere a fuego lento, gozosamente para un villano.
Gracias a la acumulación de anécdotas, construidas a base de analepsis, el autor ofrece una visión muy clara de lo que concebimos como “el mal”, habla de Melmoth pues, quien destruye todo, menos la posibilidad de salvación. Como siempre, al reflexionar sobre lo oscuro, nos prometemos la posibilidad de la luz.
Después de que pacta con el diablo, Melmoth prolonga su vida por mucho tiempo. Busca que alguien lo reemplace, un humano interesado en trashumar el mundo, capaz de teletransportarse a la velocidad del pensamiento, alguien capaz de cruzar sin esfuerzo alguno los muros de las mazmorras, alguien inmortal. La novela condensa, es paradójico definirlo así si recordamos que el volumen posee más de mil páginas, la experiencia del hombre que deambula por la tierra y encuentra constantemente el sufrimiento. Un hombre que busca desesperadamente un sustituto, de eso hablamos. En palabras del protagonista, suena más o menos así: “Nadie ha cambiado su destino. He recorrido el mundo con ese objeto, y nadie, para ganar este mundo, querría perder su alma”.
Releer esta catedral literaria implica replantearse muchos aspectos que vienen a la mente al observar, por más de 10 minutos, nuestro entorno; la disidencia no es una lucha frontal contra un régimen imperante sino la razón variante, viable, que escapa a la piedra angular en el discurso de ese todo poderoso; la disidencia exige la permisibilidad de la esperanza, ya sea en la ciudad más violenta del país, en la ciudad más violenta del mundo. Libros como éste son pertinentes porque nos recuerdan que esta sociedad, aparte de panóptica, es trágicamente tenebrosa. Que tengan un coquetón martes.