EL-SUR

Jueves 02 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

Domar mariposas

Andrés Juárez

Septiembre 08, 2017

Escribo estas palabras en un papel humedecido por el sudor de mi mano, desde un campamento de la selva Lacandona. Vine a trabajar, pero no puedo dejar de pensar en el pueblo desaparecido, en la inmensidad a la que se enfrentaron los primeros exploradores y que los llevó a llamarle “Desierto de la Soledad” a una selva tan lluviosa. Y yo que me salí del sendero y me sentí perdido con tan poco. Perdido anduve hasta que me topé con un personaje que caminaba también sin propósito aparente. La negrura de su cabello largo y su andar sereno encandilaban.
Después de largos minutos rompimos el muro levantado por quienes “vienen, toman fotos y van allá a decir que ayudaron”. La desconfianza creada por la buena voluntad. Le expliqué mis intenciones tan francamente como pude, mientras él observaba un tronco partido en dos por un rayo y yo trataba de tomar una foto a contraluz.
Del suelo levantó unos frutos verdes que comen los pericos. Me contó que si una persona los consume, tiene alucinaciones y que si es demasiado, puede quedarse así permanentemente. Le dije que algún día me gustaría probar un poquito. Durante un par de horas de caminata me enseñó caídas de agua, árboles de frutos comestibles entre los cedros, lianas y ceibas; las espinas que curan el piquete de colmoyote, que deja una larva subcutánea hasta formar una cavidad en la carne; me habló de un absurdo: tirar la selva para producir vacas. Aunque en su comunidad no se da la deforestación con tal fin, sabe que el aparente dinero del ganado no compensa el valor de un ecosistema tan diverso. Le han dicho que aquí cae una tercera parte del agua dulce del país, y rodeado de borbotones, no tiene la menor duda.
Me habló sobre la migración. Él piensa que en su comunidad nadie se quiere ir porque están muy a gusto con su entorno. Y porque no desean “nada que aquí no puedan encontrar”. Los jóvenes de otras comunidades “quieren tener lo que no pueden y por eso se van”. Yo le di toda la razón: por eso me fui de Oaxaca y por eso se han ido todos los míos. ¿Qué hubiera pasado de haber nacido rodeado de una tierra propia? Los sin tierra son los verdaderos condenados del mundo.
Bajamos hasta una hondonada. Dijo que las mariposas ya iban a dormir. Quise tomar una foto y las mariposas huyeron. Es que para domar a las mariposas hay que tranquilizarlas con buena energía: “Si sienten que vas a tomar algo de ellas, se van –soltó en un tono que no pude identificar si era de broma o en serio y me llevó a un árbol. Aquí duermen dos cada tarde, mira”. Dos mariposas colgaban de la rama. Se acercó con cautela y logró que una de ellas se posara en su dedo. Intenté lo mismo. La mariposa “despertó” y echó a volar. “¿Ves? –se rió. Es tu mala vibra”.
De su túnica blanca sacó un celular de última generación. Lo sorpresivo de ese gesto me hizo callar. En el teléfono traía videos de mariposas en sus manos, fotos de mariposas posadas en los tallos y él acercándose hasta casi tocarlas con la nariz. En un ecosistema con casi la mitad de las especies de mariposas de México, domar mariposas me pareció un oficio atractivo.
Este ambientalismo sí me gusta. Es frugal y desinteresado, es desapegado del reconocimiento. Se basa en la profunda conexión con el ecosistema (¿quién es capaz de identificar en un bosque hasta la rama donde duermen las mariposas?), en el entendimiento de los problemas y amenazas. En el conocimiento profundo. Es incrédulo y cínico. Es sereno, sin estridencias, y es personal.
“Tú deberías ser comunero con derechos”, le dije. “Nunca es mejor ser comunero, es mucho trabajo –me contestó– y a veces gana la ambición y uno ya no vela por su selva”.
Su escepticismo por los arreglos institucionales locales me hizo tambalear. Pero cómo esperar menos entre la juventud rural e indígena, cuando les hemos dado la espalda durante generaciones. En muchas comunidades agrarias del país, los jóvenes forman “asociaciones de hijos de comuneros” para exigir apoyos gubernamentales, ya que los programas están diseñados para ejidatarios y comuneros con derechos, y la mayoría de éstos tiene más de 65 años. ¿Qué le queda a un joven indígena o rural? Emigrar, educación media superior técnica sin mercado laboral, subempleo en servicios, ser jornalero agrícola.
Quise saber qué sugería, ¿organizarse? ¿resistir? “Organizarse, no. Para qué. Es darle poder a unos pocos que luego van diciendo que todo lo hacen por ayudar. Resistir, tampoco. Eso da la esperanza de estar esperando que algo cambie: resisten quienes están infelices”.
En la selva diversa, trabajando por conservarla cada día y viviendo con sencillez, la palabra “resistir” carece de significado, pensé. Y no me importa saber que estos caribes no son, ni de lejos, aquellos lacandones originales de hace 400 años, quienes defendieron heroicamente su ciudad lacustre amurallada hasta emboscar a españoles y sitiarlos, aquellos que empalaban a sus prisioneros de guerra y eran el temor de todos los pueblos de paz del gran “Desierto de la Soledad” –como llamaron a la selva–, aquellos que cubrían su cuerpo con ceniza para evitar picaduras de moscos, aquellos que jamás fueron dominados (domados). Lo que me importa más es esta forma de ocupar el territorio, dispersa, equilibrada, casi sin dejar huella.