EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Don Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza

Fernando Lasso Echeverría

Septiembre 06, 2016

(Segunda parte)

En su segunda estancia en España, don Juan Ruiz de Alarcón y de Mendoza, seguramente ya superaba los 30 años de edad, pues llegó a la sede del imperio español en 1613; se estableció específicamente en la ciudad de Madrid –elegida en 1606 como capital del reino– lleno de esperanzas, como todos los “indianos” que soñaban que la corona no había olvidado que sus abuelos conquistaron las tierras americanas y fueron los primeros pobladores de ellas, y que por lo mismo, la monarquía les debía retribuir algo; sin embargo no tarda mucho en decepcionarse, aunque aun así, pasa años esperando una respuesta a su solicitud. De hecho, muchos juristas de mérito tuvieron que esperar un cambio en la dinastía real, para que el gobierno se acordara por fin de ellos.
La estadía de Ruiz de Alarcón en la capital del imperio fue prolongada, y le permitió al poeta observar con detenimiento los modales y costumbres de la nobleza, los cortesanos, la intelectualidad, los comerciantes y el populacho que pululaba en Madrid; en 1615-1620, a diez-quince años de su fundación como capital del imperio español, Madrid era una ciudad cuyo crecimiento había sido rápido y desordenado, hecho que le daba un aspecto de fealdad urbana por su caserío impropio y modesto, más sus calles tortuosas y desiguales, comparables a las de una aldea pobre, y en la cual no había catedral; con algunas excepciones, las moradas de los nobles, así como las iglesias y conventos con los que contaba, no se podían comparar con la bella arquitectura habida en Salamanca y Sevilla; en Madrid, habitaban entonces 130 mil habitantes, más otros 20 mil pobladores de paso. Sin embargo, en cuanto a lucimiento, espectáculos y vida cultural, Madrid superaba en esplendor a cualquier urbe del imperio. Torneos y corridas de toros, bodas reales y ducales, procesiones de Corpus, recepciones de embajadores y de príncipes extranjeros, y la concentración de los mejores ingenios, poetas, comediógrafos y artistas, llegados a la capital para divertir a nobles ociosos con poemas y comedias y tratar de lograr su mecenazgo, atestaban su ambiente cotidiano.
Ruiz de Alarcón, a pesar de contar con buenos contactos en la corte, como el presidente del Consejo de Indias don Luis de Velasco –testigo de las bodas de sus padres, 40 años antes– y varios compañeros de la Universidad de Salamanca, que formaban parte de los Reales Consejos o funcionaban como magistrados como el doctor Gutierre Marqués de Careaga, recibió un modesto nombra-miento oficial hasta 1626, trece años después de haber vuelto a España: Relator interino del Consejo de Indias, función que desempeñó con eficacia y honra. Todo ese tiempo, don Juan, a pesar de insistir en su nombramiento oficial, nunca dejó de luchar por un lugar en los círculos literarios y lo logró, pues esos años previos a su designación formaron una época plena y continua de creación literaria, durante la cual escribió –entre 1613 y 1625– sus primeras veinte comedias, mismas que antes de publicarse en 1628 y 1634, ya habían sido presentadas en teatros madrileños repetidamente, pues se encontraron documentos que dan a conocer que en 1616, el actor Juan de Grajales –uno de los actores más conocidos de la época– le compró varias comedias para echar a andar su propia compañía; por otro lado, hay evidencias de que muchas de estas obras, ya observadas en las funciones teatrales, fueron plagiadas parcial o totalmente por diversos pseudoautores antes de ser publicadas por Ruiz de Alarcón. Así mismo, a partir de 1617, Ruiz de Alarcón se desempeñaba como corrector y colaborador de diversos escritores, que se acercaban a él para pedirle revisión de textos o la elaboración de versos elogiosos para enriquecer sus propios escritos, respetando su autoría, e ingresó –junto con Lope, Góngora, Tirso y Quevedo entre otros– a la Academia Literaria de Madrid, que dirigió muchos años don Sebastián Francisco de Medrano, hechos que lo volvieron una figura familiar entre los poetas de la corte. Todas estas actividades intelectuales hicieron de Ruiz Alarcón una figura literaria cada vez más prominente, hecho que provocaba bromas crueles y satíricas en su contra, de parte de sus envidiosos colegas.
Sin embargo, es dudoso que Ruiz de Alarcón hubiese podido vivir del dinero que le dejaba su producción dramática. De hecho, con excepción de Lope, ningún dramaturgo podía vivir de sus ganancias; igualmente, no hay huellas de que hubiese ejercido su profesión de abogado en su segunda estancia en España. Algunos investigadores como Willard F. King opinan que Ruiz de Alarcón rehuía su participación activa en procesos legales, porque esta actividad no significaba nada, en cuanto a honra, ni mejoraba en nada las posibilidades de un nom-bramiento oficial, pues los abogados solían ser despre-ciados o aborrecidos social-mente, ante las enormes y segu-ramente innecesarias complica-ciones y dilaciones de los procesos. Lope –constante-mente metido en litigios– expresó en un divertido soneto lo que sentía por los abogados y los procesos legales, mismo que concluía así: “¡Oh Justicia, oh verdad, oh virgen bella! / ¿Cómo entre tantas manos y opiniones / puedes llegar al tálamo doncella?”. En síntesis, un hombre como Ruiz de Alarcón, aspirante a un puesto honorable como el de magistrado en España o en las Indias, lo mejor que podía hacer era separarse de los sucios negocios del mundo abogadil de aquel entonces, pues no era común que un abogado ascendiera a un puesto en los tribunales de la Corona, como eran sus ambiciones personales.
Siendo así, ¿con qué recursos se sostuvo Ruiz de Alarcón, en esos años? Los mismos investigadores sugieren que pudo haber colaborado en forma anónima con relatores amigos suyos (burócratas “cultos” los llamaba él) necesitados de ayuda para resumir las montañas de documentos que llegaban a cualquiera de los Reales Consejos; se sabe también que con alguna regularidad le llegaba dinero enviado por su hermano Pedro desde la Nueva España, y finalmente pudo haber heredado alguna propiedad de Pedro su padre –muerto en 1608– ya fuera en la Nueva España o en la Provincia española de Cuenca, de donde era originario éste. En ese tiempo, don Juan estaba unido en unión libre con una mujer mayor que él, llamada Ángela de Cervantes, con quién procreó una hija llamada Lorenza; esta unión nunca se legitimó, quizá por no pertenecer Ángela a la misma clase social que Ruiz de Alarcón, o bien quizá por insistir éste en mantener su celibato para ordenarse de clérigo si acaso se presentaba la posibilidad de un puesto en los tribunales eclesiásticos. No obstante, don Juan le dio a su hija su apellido y le enseñó a leer y escribir; y en vez de acudir al cómodo recurso de meterla en un convento, se ocupó de buscarle marido en una familia de apellido Girón de Buedo, que eran hidalgos, logrando casarla con el joven Fernando Girón de Buedo; luego, al hacer su testamento, Ruiz de Alarcón le dejó a su hija la mayor parte de sus bienes. Se conoce el nombre de un nieto de Juan Ruiz de Alarcón, a quien se le menciona en un documento de 1688: Juan Girón de Buedo y Ruiz de Alarcón.
Así pues, de 1616 en adelante, Ruiz de Alarcón tuvo una vida privada y una familia, a la que parece haber resguardado de la mirada pública, y a la cual no hace alusión clara en sus comedias, excepto –tal vez– al crear el personaje de Don Juan de Mendoza en La cueva de Salamanca –que parece ser su primera comedia y la más desenfadada de todas– un prudente joven recién casado, que ya ha sentado cabeza y se opone a las parrandas des-medidas y conductas licenciosas del atolondrado y noble arrogante don Diego de Guzmán y Zúñiga, principal personaje de la obra; es decir, es notorio que Ruiz de Alarcón no expuso su vida familiar y privada en sus batallas de ingenio con poetas quisquillosos y celosos, ni la desgastó en las humillantes y reiterativas solicitudes de cargos públicos a los nobles o funcionarios; merece comen-tarse que existen testimonios de que don Juan solía interrumpir su estancia en Madrid, para pasar temporadas en la tierra manchega de su padre, específicamente en la población de Piqueras, donde tenía una pequeña propiedad; allá fue bautizada su hija en 1617, hecho que confirma sus lazos íntimos con esas tierras y con la familia paterna. La Mancha era para Ruiz de Alarcón un asilo de respeto, prestigio y cariño, que debe haberlo confortado en sus repetidas visitas durante sus agitados años en Madrid. Algo de esto puede sentirse en su comedia Los favores del mundo, que ya estaba escrita en febrero de 1618, y que si bien es la primera de las comedias publicadas por Ruiz de Alarcón en 1628, no está considerada como su primera creación; en ella da a conocer sus arraigados sentimientos en cuanto a los azares y peligros de la lucha por medrar en el veleidoso mundo de la Corte. El protagonista se llama Garci Ruiz de Alarcón, quien aunque deslumbrado por la fastuosidad y belleza de Madrid, vuelve decepcionado a su querido terruño, cuando ya casado con la noble Anarda, descubre que no es posible confiar en los favores de un alto miembro de la Corte, ni en los favores del mundo en general.
Sin embargo, también Sevilla –como Salamanca y Madrid– dejó en la imaginación de Ruiz de Alarcón su huella distintiva, sobre todo, la Sevilla comercial, en donde el poder y el prestigio no iban con el saber ni con la nobleza de sangre, sino con la riqueza creada por el tráfico mercantil. En algunas de sus comedias se ve retratada esta ciudad de bullicio, mescolanza racial y desorden, a donde arribaban y salían las flotas hacia las Indias, a donde llegaban frescas –con el ir y venir de los viajeros– las noticias de nau-fragios y de fortunas arruinadas; ciudad notable también, por la rapidez y facilidad con que en ella iban fundiéndose el linaje de los mercaderes burgueses con el de los nobles de vieja alcurnia. Dos comedias alarconianas, re-flejan sobre todo este ambiente sevillano descrito: El semejante a sí mismo y La industria y la suerte; no obstante, Ruiz de Alarcón tenía en mente también otra Sevilla muy diferente: la del siglo XIV, aquella Sevilla de tiempos más antiguos y –según opinión suya– más heroicos; la de Pedro el Justiciero, cuya corte estaba en el fabuloso Alcázar mudéjar, donde a comienzos del siglo XVII vivía el Conde de Olivares; la ciudad en que la no-bleza y generosidad de espíritu, la lealtad con los amigos y el valor en la lucha contra los moros tenían su debido reco-nocimiento. Esta es la Sevilla, que sirve de escenario a la comedia Ganar amigos, una pieza teatral concebida para aplaudir el espíritu y las inten-ciones reformatorias, que hubo en los años iniciales del reinado de Felipe IV, y que por cierto está plagada de anacronismos fácilmente detectables.
Pero fue Madrid –sin duda– la cuna principal de las comedias de Juan Ruiz de Alarcón, pues esta ciudad fue el escenario del mayor número de comedias alarconianas: Las paredes oyen, Mudarse por mejorarse, Todo es ventura, Los empeños de un engaño, La verdad sospechosa (considerada por muchos autores como la obra más perfecta de Ruiz de Alarcón y la más representativa del dramaturgo novohispano), La prueba de las promesas, El examen de maridos y La culpa busca la pena, son todas, comedias de costumbres contemporáneas, que reflejan de hecho a la sociedad madrileña del siglo XVII. La mayor parte de las escenas tiene lugar en iglesias, conventos, calles y jardines explícitamente mencio-nados, y en el diálogo, entran comentarios sobre la extrava-gancia de los coches, la in-mundicia de las calles y las últimas modas en el vestir. Pero aún, más minucioso e intere-sante es el retrato psicológico y social que de la población madrileña, hace Ruiz de Alarcón en sus obras, pues si bien Madrid no era una ciudad tan hermosa como la Sevilla y la Salamanca de esa época, era la corte del rey de España el centro del poder imperial y, por lo tanto, el cerebro y el corazón de España, hecho que volvía a su población muy especial y diferente a los núcleos poblacionales de las otras dos ciudades españolas mencionadas.
Como la miel a las moscas, Madrid atraía a nobles, eclesiás-ticos, poetas, pretendientes a caballeros del rey –que sopor-taban duras pruebas de admisión en una orden militar– y a mu-chos otros personajes que se apiñaban en la ciudad, mo-viéndose a empujones y coda-zos, presumiendo su valía, y muy a menudo, mintiendo sobre su pasado, su linaje y sus hazañas, afición común de la gente para engañar sobre los méritos propios y familiares, intentando lograr sus demandas de acomodo para vivir lo mejor posible, realidad que impresionó notablemente al dramaturgo, que recogió este material humano invaluable para la elaboración de sus comedias.
Dos de ellas retratan con precisión esta escenografía babilónica: La verdad sospe-chosa, obra que es un verdadero retrato de un mentiroso compulsivo llamado don García, y en la cual Ruiz de Alarcón muestra en forma dramática, los desastrosos efectos sociales y personales de ser embustero, y El examen de maridos, que es una visión amplia de la sociedad cortesana, observada con mayor tolerancia que antes; el argumento que es simple y se desarrolla elegantemente; trata en particular –con gran agudeza- de las tribulaciones de los pretendientes a un puesto en la burocracia gubernamental, y de los torneos de ingenio en las academias literarias de Madrid. Obviamente, están presente en ella, los grandes temas alarconianos: los peligros del en-gaño, la necesidad de prudencia, secreto y cautela, la contienda entre armas y letras y el valor de la amistad, único terreno sólido que hay bajo las movedizas rivalidades de la sociedad cortesana. (Continuará).

* Presidente de “Guerrero Cul-tural Siglo XXI”