EL-SUR

Viernes 26 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Don Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza

Fernando Lasso Echeverría

Septiembre 20, 2016

(Tercera y última parte)

En el artículo anterior, tocamos diversos aspectos sobre varias de las principales comedias de Juan Ruiz de Alarcón, y llegamos a la conclusión indudable de que el ambiente madrileño había sido el más influyente en la mayoría de los temas o argumentos de sus famosas obras, y por supuesto, de sus personajes centrales. Desde 1614, don Juan vivió en Madrid inmerso en el medio literario de la capital del imperio español, y fue en esa época cuando empezó a escribir comedias como una manera de allegarse recursos económicos; no obstante, al parecer, su trato con los escritores de entonces fue muy superficial, porque el novohispano no quiso o temió profundizarlo. Vivía alejado de ellos frecuentándolos sólo de vez en cuando, afable y festivo, pero prudentemente parco y cortés, dando una falsa apariencia de altivez. El cuidado e interés que parece haber tenido al subrayar la nobleza de sus apellidos, algunos lo tomaron como una muestra de vanidad y orgullo, y lo que no era más que una discreta y justificada defensa de quien por respeto a sí mismo, no quería que su deformidad física fuera motivo de burlas y escarnio, parecía a muchos un frío y calculador desprecio. Lo cierto es que este defensor sincero y entusiasta de la amistad, no parece haber tenido entre los escritores españoles de su tiempo ningún amigo cercano y veraz, a pesar de haber pertenecido a la Academia Poética, presidida por Sebastián Francisco de Medrano fundada en 1617, y a la cual estaban integrados los literatos más distinguidos de la época.
Sus rencillas con la mayoría de ellos eran motivadas por las múltiples y repetidas mofas y ataques que recibía, generalmente por los triunfos públicos que le daban sus comedias; varios de los escritores se destacaron en este menester, por ejemplo, Cristóbal Suárez de Figueroa, que se distinguía por sus críticas acervas a todos los escritores, pero fundamentalmente a los triunfadores como Ruiz de Alarcón, quien además por su origen americano y esencialmente por su malformación física, facilitaba las burlas crueles de sus oponentes; el mismo Lope de Vega, quien era considerado el rey de la escena española y a quien se le consideraba el genio de la “comedia nueva”–en gran parte invención suya, pues la había desarrollado en forma sobresaliente en todas sus variedades– atacó celosa y virulentamente en forma reiterada a Ruiz de Alarcón, por sentir que éste le robaba gloria. Fue muy conocida la anécdota de la aprehensión de Lope de Vega en 1623, acusado de haber boicoteado la obra El Anticristo de Ruiz de Alarcón, poniendo en el teatro donde se presentaba la obra exitosamente, una vasija con un compuesto “de olor tan infernal, que desmayó a muchos de los que no pudieron salir rápidamente del reciento”, hecho comentado en una carta de Luis de Góngora, enviada a Paravicino.
Por otro lado, se conservan todavía seguidillas anónimas (composición métrica muy usada en los cantos populares españoles) así como sátiras y epigramas contra Ruiz de Alarcón, escritos por Quevedo, Góngora, Mira de Amezcua, Castillo y Solórzano, Vélez de Guevara, Pérez de Montalbán y Salas Barbadillo. Todas estas pullas –independientemente de su forma poética o literaria– eran generalmente ingeniosas variaciones sobre el tema de las jorobas (gibas o corcovas) que el dramaturgo mexicano tenía doblemente en pecho y espalda: “poeta juanetes”, “hormilla para bonetes”, “el pecho levantado como falso testimonio”, “pechugas con pantorrilla” decía de él Quevedo; “gémina concha”, le espetaba Góngora; “hombre que del embrión/ parece que no ha salido”, lo pullaba Pérez de Montalbán; “camello enano con loba” le decía Vélez de Guevara; “don cohombro de Alarcón/ un poeta entre dos platos” decía de él, Tirso de Molina; “que tiene para rodar/ una bola en cada lado”, lo agredía Salas Barbadillo.
Curiosamente –afirma el biógrafo Antonio Castro Leal– estas composiciones sarcásticas y causticas que agreden a Ruiz de Alarcón con tanta perseverancia, tienen un gran valor histórico, porque son los únicos documentos que nos dan –aunque sea en forma peyorativa dice el autor– una idea del carácter de Ruiz de Alarcón: según Quevedo era alegre (“enseña a los cohetes a buscar ruido en la villa”); orgulloso (presume de aleluya); inquieto (tiene bullicio de ardilla”); insinuante y excesivamente cortés (“mosca y zalamero”); gustaba de las damas (“trae el alma en las alcobas”) y éstas lo consentían porque lo creían rico (“anda engañando bobas / siendo rico de la mar”). Vélez de Guevara confirma estos dos últimos puntos expresados por Quevedo: (“la dama que en los chapines/ te esperaba en pie muy alta”) y algunas seguidillas anónimas también: (“por doblón de dos caras/ me tienen todas/ y por eso se huelgan/ con mis corcovas”); por otro lado, alguna de las seguidillas indicaba que se sospechaba que los amigos de alcurnia de Ruiz de Alarcón, eran falsos: (“¡Jesús! ¿Qué tengo?/ por amigos hombres/ de cordelejo”).
Ruiz de Alarcón escribió poco, pues sus 27 comedias las ideó y estructuró de 1613 –cuando volvió de la Nueva España– a 1626, cuando recibió su nombramiento oficial, sin embargo, don Juan ganaba más renombre con una comedia que otros autores con una docena; algunas de ellas se mantuvieron vigentes mucho tiempo en los repertorios, y una que otra llegó hasta el teatro del Palacio Real; entre la inmensa producción dramática de la época, sus obras empezaron a distinguirse por su buena construcción, su ingenio, su estilo sobrio y cuidadoso, y sobre todo, por su contenido profundamente humano, ya que existe en ellas un orden que trata siempre de justificar el desarrollo de la acción y las variaciones de la conducta humana, y no sólo eso, también despliega un cuidadoso equilibrio entre la intriga y el carácter de los personajes. Sus comedias empezaron a señalar un rumbo nuevo en la dramaturgia de entonces, separándose poco a poco del estilo clásico de las obras de Lope de Vega, su principal oponente y guía de los autores de obras teatrales de esa época. La representación –en un corto intervalo de tiempo– de dos obras suyas: Las paredes oyen y La verdad sospechosa, lo colocaron como el número uno de los autores dramáticos del primer cuarto del siglo XVII, como lo demuestran más que nada los ponzoñosos ataques de Lope hacia nuestro personaje.
El 7 de septiembre de 1617 muere don Luis de Velasco, marqués de Salinas, y presidente del Consejo de Indias, y con su muerte, nuestro personaje perdió a un viejo amigo de la familia y protector suyo; con ello se desvanecían sus esperanzas de lograr algún nombramiento oficial; a partir del siguiente año, se renueva el ambiente de la Corte con nuevos nombramientos que obligan al novohispano –por carecer de relaciones con los nuevos funcionarios– a dedicar casi todo su tiempo a escribir, y ocuparse –entre 1618 y 1621– de resolver esporádicamente, asuntos legales ante la corte provenientes de la Nueva España, en una situación de retroceso económico personal. Pero en 1621, muere Felipe III y asciende al trono Felipe IV, quien era muy afecto al teatro; sin embargo, más importante que el cambio de monarcas para la población, lo fue la sustitución de funcionarios de la corte, pues con el nuevo monarca asciende al poder Gaspar Guzmán –conde-duque de Olivares–, que habría de participar en el gobierno real durante 22 largos años, y con él ascendió su yerno don Ramiro Felipe de Guzmán, marqués de Toral y duque de Medina de las Torres, presidente del Consejo de Indias, a partir de 1626, quien fue un hombre amable y simpático, amigo de las artes y de la bohemia, mecenas de dramaturgos y padrino de las mozas que se interesaban por entrar al teatro; fue tan hábil político, que conservó su situación oficial después de la caída de su suegro y protector.
A la sombra de este funcionario real –a quien dedicó en 1628 y 1634, los dos volúmenes de sus comedias– mejora la suerte del dramaturgo novohispano, pues fue él quien finalmente en 1626, le proporciona el nombramiento oficial que don Juan había esperado durante 12 años: relator interino del Consejo de Indias. A partir de ese momento, la situación de Ruiz de Alarcón estaba definitivamente asegurada; los honorarios y dietas de su cargo, eran suficientes para permitirle vivir con holgura. Su entrada al Consejo de Indias fue no sólo un triunfo personal que lo rescataba de las burlas de aquellos que año con año se reían irónicamente de él por no recibir su nombramiento, sino también un descanso, pues su nueva responsabilidad lo libraba de las inquinas del medio teatral tan lleno de envidias y maquinaciones de autores y empresarios, y por otro lado, de la crítica feroz y la incomprensión del público que tanto lo presionaba. Sus mismas comedias –afirmaba Ruiz de Alarcón– “no fueron sino virtuosos efectos de la necesidad en que la dilación de mis pretensiones me puso”, comentario que traduce –quizá– que si el nombramiento hubiese llegado pronto, no hubiésemos conocido muchas de las famosas obras que lo hicieron prácticamente inmortal.
A pesar de que publicó tardíamente sus dos tomos de comedias, y de que la última que compuso (No hay mal que por bien no venga) ni siquiera figura en el segundo tomo publicado en 1634, muchos autores aseguran que Ruiz de Alarcón dejó de escribir obras teatrales justamente en el tiempo en el que ingresó al Consejo de Indias. Al parecer, don Juan tomó muy en serio su papel como ministro del Consejo y siendo de carácter y temperamento alegre, inquieto y mujeriego, Ruiz de Alarcón aprovechó para practicar exageradamente actividades sociales que el cargo le facilitaba: gustaba de las damas y probablemente ocupaba mucho tiempo buscándolas y recibiéndolas en su casa, y/o quizá, formando parte de un grupo de amigos amantes de los juegos de naipes; ¿ocuparía su tiempo en releer sus manuscritos o repasar los viejos textos griegos?… es difícil saberlo, pero sus ingresos le permitieron ya vivir en forma desahogada. Tiene coche propio y dos criados que atienden de él. En 1633, el puesto oficial interino que tenía desde 1626 se vuelve propio, al irse el titular del cargo como oidor a la Nueva España, hecho que provoca un aumento de sus sueldos y prestaciones. En 1634 decide publicar el segundo tomo con sus comedias, movido sobre todo porque varias de sus famosas comedias (El tejedor de Segovia, La verdad sospechosa, y Examen de maridos) andaban impresas con el nombre de otros autores y no era justo –escribió socarronamente– que éstos agregaran a su fama, notas de mi ignorancia.
¿Pensaba Ruiz de Alarcón volver a la Nueva España? No es seguro, pero a principios de 1635 solicitó una plaza de asiento en algunas de las Audiencias de Indias, sin embargo, ni su brillante currículo ni la influencia del duque de Medina de las Torres pudieron invalidar los dos argumentos que eran más fácil de oponer a Ruiz de Alarcón para negarle el cargo que pedía: su calidad de criollo y “el defecto corporal que tiene, que le restaba autoridad y respeto ante la población”. Por ello, nuestro personaje abandona la idea de salir de España y al mismo tiempo, deja la literatura y se dedica de tiempo completo a sus funciones de Relator de Indias; lo último que escribe son versos de ocasión: un soneto para el libro del doctor Juan de Quiñones, titulado El monte Vesuvio (Madrid 1631); otro al toro que mató Felipe IV en las fiestas del 13 de octubre del mismo año, publicado por Pellicer (Anfiteatro de Felipe el Grande. Madrid 1632) y dos décimas laudatorias para la Historia ejemplar de las dos constantes mujeres españolas (Madrid 1635) de Luis Pacheco Narváez; para entonces, su hermano Pedro era Capellán Mayor del Colegio de San Juan de Letrán, y Hernando seguía atendiendo a sus feligreses indígenas en las iglesias del Distrito de Taxco. De los otros hermanos nada se sabe.
En ese tiempo, el italiano Fabio Franchi rogaba a Apolo en su Essequie poetiche ovvero lamento delle muse italiane in morte del signor Lope de Vega (Venecia, 1636), que buscara a Ruiz de Alarcón y le recomendara que “no olvide el Parnaso por América, ni la ambrosía por el chocolate, y que escriba muchas comedias más, como la de El mentiroso y la del Examen de maridos, en las cuales se había distinguido como docto artífice; no obstante, para entonces, Ruiz de Alarcón –seguramente por falta de “hambre” de fama o prestigio intelectual– había roto en forma definitiva con las musas literarias; ya tenía 58 años –una edad muy avanzada para la época– y su salud no era buena.
Por el año de 1638, se sabe que Ruiz de Alarcón empieza a faltar a las reuniones del Con-sejo de Indias, y lo suple “por enfermedad en diversas ocasiones” un tal don Antonio de Castro, quien recibió el cargo interinamente como dote de su esposa, que era hija del médico de cámara de la emperatriz María hermana del rey, y que lo sustituyó finalmente sin pausa alguna, los primeros ocho meses de 1639. Ruiz de Alarcón… moría lentamente. El 1 de agosto del año mencionado, dicta su testamento en pleno uso de sus facultades; minuciosamente, recuerda con precisión lo que debe y lo que le deben; en forma ordenada, anotaba en un libro no sólo sus deudas o el nombre de sus acreedores con fechas precisas de los compromisos, sino así mismo, la relación de los salarios pagados a sus sirvientes; nombra como albaceas a su sobrina Margarita de Silva y Girón, a don Gaspar de Deybar (agente del Consejo de Indias), al capitán Bartolomé Gómez de Reynoso y al licenciado Antonio Rodríguez de León Pinelo, también Relator del Consejo de Indias, dejando como heredera universal a su hija doña Lorenza Ruiz de Alarcón y Cervantes, que vivía con su marido Fernando Girón, en una Villa de la región manchega. Tres días después –el 4 de agosto de 1639– muere Don Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza, y lo entierran –sin gran pompa ni glorias póstumas- en la iglesia de San Sebastián.
* Presidente de “Guerrero Cultural Siglo XXI”