EL-SUR

Jueves 19 de Junio de 2025

Guerrero, México

Opinión

Doña Lioba

Silvestre Pacheco León

Abril 07, 2025

Doña Lioba era una mujer alta y fornida, que imponía con su presencia recia y su voz de autoridad. Era blanca, como las personas de la sierra, con ese tono de piel que con el sol se chapean. Su familia no era nativa de Quechultenango aunque ella seguramente nació allí. Todo mundo la conocía como doña “Lioba” aunque fuese una muchacha soltera que nunca se casó. Su nombre de pila era Leobarda Tejeda Deloya y Su papa se llamaba Miguel, un señor muy mayor, de ojos verdes, de oficio talabartero y su esposa doña Toya. Vivían en la calle del Centro de Salud, rumbo al barrio de Manila, en una casa de adobe y teja que funcionó muchos años como oficina de correos, atendida por los tres. No tenían el servicio de repartir las cartas, y menos de recogerlas. Los interesados en recibir y mandar correspondencia tenían que ir a preguntar si había llegado carta o a comprar los timbres.
Yo siempre iba de mala gana al correo, cuando mi mamá me mandaba preguntar si tenía carta, porque a veces nada más al verme la “Señorita” como le decía mi mamá, antes de preguntarle me decía que no había nada, aunque yo estuviera viendo que no revisaba, porque andaba apurada haciendo la comida.
Doña Lioba era una mujer muy trabajadora y activa, siempre caminaba de prisa y nunca la vi descansando. Cuando era joven trabajó como dependienta en la tienda de doña Adelita, una señora también blanca, que vino de la región de la Montaña casada con el maestro Gabriel Cortés, hijo de doña Viela, la mujer más rica en Quechultenango quien le puso una tienda en la principal calle del pueblo.
Doña Adelita, que era una mujer simpática y bromista, le consiguió pretendiente a doña Lioba, un muchacho del pueblo de Ostocapa que vivía de hacer carbón y lo vendía en Quechultenango. Todos los domingos bajaba el carbonero, al pueblo jalando su burro. Se llamaba Leno, o así le decían, y era un joven alto de hablar pausado que por su oficio siempre andaba tiznado y caminaba por el lecho del río procurando no rozarse con la gente porque le daba pena que lo vieran sucio, aunque de lo que no podía sustraerse era de llevarle su entrega de carbón a doña Adelita, quien lo engañaba haciéndolo creer que le gustaba a doña Lioba, y él que pecaba de ingenuo lo creyó y desde entonces cada domingo pasaba al río a bañarse antes de entrar al pueblo, y bañado y cambiado iba a entregar el carbón y a ver a la muchacha que ya la sentía su novia porque ella le siguió la broma a doña Adelita.
Al paso del tiempo, Leno quiso saltarse el período de noviazgo y mejor pensó en proponerle matrimonio antes de pedirle que fuera su novia hasta que se presentó a la tienda con ese propósito y se encontró conque la pretendida novia ya no estaba, se había ido a la ciudad de México, de donde no volvió sino muchos años después cuando Leno, decepcionado por el engaño ya se había casado.
Doña Lioba que nunca se enteró del drama, regresó al pueblo con fama de rezandera que se allegó muy bien a la iglesia como ayudante del párroco que dejó en sus manos muchas de las actividades y fiestas religiosas, sobre todo de la Semana Santa en la que se encargaba de los arreglos pertinentes en el templo, comenzando por enlutar a todos los santos, cubriéndolos con lienzos de tela púrpura.
Era la mujer que más conocía de las fiesta religiosas y el protocolo correspondiente de cada una. Conocía toda la historia de los santos que tenían una imagen dentro de la iglesia y a todos los trataba con familiaridad. Cuentan que era tanta la confianza que le tenían que algunos de los santos que solo con ella se animaban a ser desvestidos. Mucha gente no creía en esa habilidad de doña Lioba hasta que una vez los comisionados de la hermandad se vieron en la necesidad de acudir por su ayuda para cambiar de ropa la imagen de Jesucristo porque no lo podían desvestir cuando ya la Semana Santa estaba próxima. Ninguno creía que doña Lioba pudiera lograrlo y ya hasta partidarios había para que le metieran tijera a la túnica, pero al final todos quisieron esperar a mirar cómo hacía ella para cambiarlo y se sorprendieron cuando comenzó platicando con la imagen como si se tratara de una persona viva. Le dijo que todos estaban alegres porque verían como cada año el milagro de la resurrección para acrecentar su fe. Luego pidió a todos los presentes que se salieran del lugar porque a la imagen le apenaba que la vieran desnuda. Todos obedecieron y cuando doña Lioba los llamó ya la imagen estaba cambiada. Eso incrementó el respeto que ya de por sí tenía Doña Lioba.
Para la Semana Santa, después de poner el luto en la iglesia, veía con los integrantes de la hermandad la organización de los voluntarios encargados de tocar la matraca, ese instrumento ruidoso y peculiar con el que se sustituía el sonoro tan-tan-tan de las campanas, cuyo silencio en toda la semana era el mayor indicador del luto que el pueblo guardaba, recordando el sacrificio de Jesucristo.
Con el traca-traca-traca de la matraca cada día de la Semana Santa se anunciaban los hechos trascendentes. Así todos sabían cuándo se cerraba la gloria que obligaba a hablar quedito y no pelear, hacer ayuno y no cortar fruta alguna. Se conmemoraba la última cena con el lavatorio de los pies de los apóstoles por parte del cura.
Por cierto que en una ocasión, cercano como era también a la iglesia mi tío Procopio, se acomidió para ayudar a Doña Lioba en la tarea de conseguir voluntarios para representar a los apóstoles, a sabiendas de que la mayoría se negaba a participar en ese acto porque les daba pena el lavado de pies, pues sabían por propia experiencia que ese momento de la representación era esperado no sin cierto morbo por los muchachos que se reían de la expresión de quienes se negaban a mostraban sus pies cenizos para que el padre los lavara.
En aquella ocasión mi tío llegó a su casa buscando a su hijo mayor que ya iba a la Secundaria.
–Hijo, la iglesia necesita voluntarios, no quieres salir de apóstol? Te van a prestar la ropa de alguno de los santos.
–No, no quiero –le respondió mi primo. Me da vergüenza y me va a dar cosquillas el lavado de pies, y luego uno tiene que estar parado mucho tiempo y con calor. No, no quiero.
–Pero hijo –insistía mi tío. A poco no te gustaría estar junto a San Pedro y a un lado de la madre de Jesús?
–¿Y quien va a ser San Pedro? –preguntó mi primo quien no podía sustraerse a la dicha de estar acompañado entre tanto personaje.
–Mago, el hijo de Nicho Tejeda –respondió su papá para animarlo.
–¡Ah, no!, con ése menos papá, porque cada vez que lo encuentro me quiere pegar.
Así desarmó mi primo la intención de su papá quien desistió de su propósito al saber la maldad de Mago.
Antes mi pueblo era muy religioso, la gente se tomaba muy a pecho la celebración de la Semana Santa y a cada sonido de la matraca a cual más anunciaba en voz alta la razón del traca-traca-traca. Ya es hora del prendimiento, así le llamaban al momento en el que detienen a Cristo cuando está rezando en el monte de los Olivos un día jueves, y luego el viernes en que es entregado a los judíos para su crucifixión. Ese día es cuando se realizaba la mayor peregrinación bajo los quemantes rayos del sol, por un lado las mujeres y por otro los hombres, todos de luto, acompañando a María y a su hijo, para presenciar el indecible encuentro camino al calvario donde será crucificado. Ese es el triste final de la ceremonia religiosa de la Semana Santa cuando los niños y jóvenes esperábamos impacientes el día sábado en que ya con el tan- tan-tan de las campañas se abría la gloria para iniciar el paseo familiar hasta el nacimiento del río Azul.
En la semana que viene extrañaremos a Doña Lioba que murió casi santa y se notará su ausencia en esa fiesta religiosa. Descanse en paz.