EL-SUR

Jueves 02 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

POZOLE VERDE

Dos novelas de Píndaro Urióstegui / 1

José Gómez Sandoval

Noviembre 07, 2018

 

El eterno postulante

Píndaro Urióstegui Miranda nació en Iguala, en 1937. Egresó de la Facultad de Derecho de la UNAM y ejerció de profesor de la Escuela Nacional Preparatoria y de la ENEP-Acatlán; fue agente del Ministerio Público y abogado postulante. En 1957 resultó campeón en el certamen nacional de oratoria organizado por el Partido Revolucionario Institucional, y a partir de ahí participó en “campañas políticas para gobernadores, presidentes de la república, conmemoraciones cívicas, políticas y culturales” al por mayor. Su fama de buen orador (en una época en que decir orador era decir político en potencia) sólo era opacada por sus frustradas aspiraciones de ser gobernador del estado de Guerrero. No le menoscababan capacidades políticas ni carisma personal, pero, quizá porque, habiendo forjado su carrera fuera del estado –a pesar de lo cual fue diputado federal, director del INJM, delegado de la Gustavo A. Madero y gerente general de la CFE– fue sistemáticamente bloqueado por el grupo hegemónico que lideraba Rubén Figueroa Figueroa, cada que se acercaba una elección o “dedazo” se decía: “Píndaro no estaría mal. Pero –se concluía–, él de ninguna manera llegará”. Menos cuando, tras una atrabancada declaración de don Rubén, en un medio de comunicación Píndaro había declarado que el “cacique” estaba “loco”.

Aquí no ha pasado nada

La faceta menos conocida de Píndaro Urióstegui es la de escritor. Lo prueba el hecho de que en la ficha que le dedica el Diccionario Enciclopédico del Estado de Guerrero apunta la novela Aquí no ha pasado nada (Gribalbo, 1977), pero –así como no señala los discursos que Píndaro agrupó en varios tomos que aún ofrecen librerías de viejo– no menciona Guardar las formas (PyV, 1990), ni el cuento infantil que apareció en el segundo número de Revista uag en 1970. En ambas novelas, Píndaro fustiga el sistema político “injusto, rígido e intolerante” que conoció en sus entrañas, como miembro destacado del PRI. El punto de vista de Píndaro es duro y apunta a la raíz: en Aquí no ha pasado nada “ha puesto el dedo en la llaga y (de)muestra el concierto electoral de nuestro país”, leemos en una solapa del libro. “En el escenario de un pequeño poblado monta la farsa municipal y denuncia la ceñida escala de nuestra gráfica del poder: ‘el hombre fuerte’, dador de designios; ‘el elegido’, objeto de los favores; ‘los intermediarios’, vehículos de los intereses del dador de los designios, la peonada de avanzada…”.

Entre la ficción y la realidad

En esta novela Píndaro plantea la historia trágica de un individuo noble e ilustrado que, de regreso a su pueblo, Telotepec, agrupa a la gente que padece los desmanes de don Ribórico, el cacique de la región, y consigue que por primera vez haya una elección municipal. El desarrollo de ésta confrontará a don Ribórico y al grupo político y policial que manipula con la fuerza popular que encabeza Leopoldo Garcides, y el resultado será sangriento y trágico.
Urióstegui Miranda no cuenta la anécdota de manera lineal: empieza con Leopoldo agonizando, y termina –por decirlo así– después que la rebelión popular terminó. Encontramos a Leopoldo herido, alternando recuerdos tranquilos de lo que pasó desde que arribó al pueblo donde nació con la memoria de los últimos dramáticos acontecimientos. Esto sirve a Píndaro para contar la historia de Leopoldo y para esbozar los retratos de los personajes ligados a su vida familiar, de amas de casa, peones y comerciantes, sin que falten los representantes del sistema económico, político y policial que encabeza don Ribórico. Al grupo del cacique, conformado por funcionarios a su servicio, alcaldes “por dedazo” y policías corruptos, se suma el propio gobernador del estado, un enfermero en quien don Ribórico vio un talento a su servicio cuando estuvo enfermo en el hospital de la capital del estado.
Leopoldo llegó a una región explotada y sojuzgada, manipulada y humillada, y organizó el Frente Democrático Renovador, que exigió elecciones municipales y el desarrollo transparente y honesto de éstas. Astutamente, don Ribórico no sólo acepta que haya elecciones, sino que se plantea como primer interesado en que el proceso democrático se realice “como marca la Constitución” y “convenga a los auténticos intereses populares”. Las descripciones de don Ribórico son numerosas y, cuando apareció la novela, varios lectores creyeron advertir en ellas la figura de Rubén Figueroa Figueroa, el terrible obstructor político de Píndaro Urióstegui. Dice éste, por ahí: “afán insaciable, pasiones irrefrenables, desconfianza, hosquedad, indiferencia glacial al sentimiento ajeno; su complexión robusta y su alta estatura, su tez prieta (pa’ despistar) y su cutis acribillado por una viruela maligna, su cabello hirsuto y rara vez peinado hacían de su naturaleza una figura tan agresiva como grotesca. Borracho, fanfarrón y soberbio, no respetaba a nadie, no le temía a nada. Principio y fin de una dinastía política, juez y parte de un interminable conflicto social, verdugo y benefactor de una comunidad, sus manos callosas y regordetas iban apretando, día a día, el cerco al pensar, el sentir y el actuar de quienes habían tenido la desgracia de nacer en Telotepec: mezcla de medievo y canibalismo, satrapía e inquisición, tradición y evolución”. Ésta y demás descripciones, que asientan para cualquier cacicón o cacicona guerrerense, fueron tomadas como una venganza declarada pero literariamente sutil contra el poder que los rubenesfigueroa ejercieron en la política estatal con lujo de fuerza, y aseguraron que el señorón que monta un caballo de madera en la portada del libro, ensombrerado él, con billetes en la bolsa del corazón y el revólver pendiendo del cinto, se parecía demasiado al “macho por los cuatro costados” que se llevaba a cuartos con los presidentes de la República, el mismo que, de gobernante, en su alberca de Acapulco ligaba francesitas por receta médica mientras sus esbirros mataban y desaparecían a centenares de ciudadanos sospechosos de rebeldía.

Caciques y círculo del poder

Leopoldo organiza a pobres y disidentes en el Frente Democrático Renovador. La simpatía popular por Leopoldo es tan amplia como el repudio que siente y expresa por don Ribórico. Éste ha dado instrucciones de cómo deberá desarrollarse el proceso previo a las elecciones, para que el fraude parezca legítimo y de veras, apresurándose a señalar a Tudencio, uno de sus incondicionales, como “nuestro próximo presidente municipal”.
El crecimiento del Frente “asusta” tanto a don Ribórico que, cuando tres policías vestidos de civil intentan venadear al padre de Leopoldo, procreando aún más el repudio al cacique, éste mismo los entrega, “con el dolor de su corazón”. Don Ribórico ve a la gente del pueblo “muy rajada, como si me quisieran dar la espalda…; son muy ingratos, hoy te adulan y mañana te desprecian, hoy se pelean por estar a tu lado y luego ni te saludan… ¿Pues no querían orden? ¿No estaban cansados del desgarriate municipal y de los saqueos de las gavillas?”. La Voz de la Hoguera, el periódico regional, cabecea: “El pueblo repudia a Leopoldo Garcídes”, y en tres artículos estipula que se trata de una “intromisión de comunistas”, de una provocación de Leopoldo. Nadie compra el periódico; en cambio, reproducen los “papelitos” con leyendas en contra del reyezuelo. Éste descara su coraje al enviar a matones a quemar y balacear la casa de Leopoldo, que andaba fuera. Son sus padres (a quienes Ribórico había robado dos héctareas de terreno) los que terminarán acribillados y carbonizados dentro de una troje de maíz.
Mientras gente de don Ribórico detiene y dispersa a palos a las comisiones de personas dolidas e indignadas que pretenden llevar sus quejas al gobernador, el cacique viaja a la capital, donde de inmediato lo recibe el enfermero que tan bien trató a don Ribórico cuando éste estuvo hospitalizado, ahora en su papel de gobernador. Don Ribórico ha tenido la cortesía de viajar para contarle el cuento de las elecciones municipales y darle instrucciones. Para esto, murmura con displicencia, ya tiene el aval del Máximo Jerarca, con quien se acaba de tomar un café con piquete en la capital del país.
Y, ya que desde el principio apuntamos conclusiones, sirva este párrafo de la novela, publicada en 1977, durante el gobierno estatal de Figueroa Figueroa, para sintetizar la severa y enjundiosa opinión de Píndaro –si no el militante priísta relegado por el caciquismo regional, el crítico de su partido político que hace acto de conciencia; sin duda, el escritor testimonial que quiso ser– sobre la función de los caciques en el estado de Guerrero y la nación:
“Allá en la escuela hablábamos mucho de estos caciques que han crucificado al país desde hace tantos años, pero si no fuera por ellos no existiría el Máximo Jerarca, el amo y señor de la política nacional: ¡sin su voluntad no se mueve la hoja del árbol! Es duro y sanguinario, pero como conoce cada estado, cada municipio, cada ranchería, sabe de memoria los nombres de las gentes más importantes de cada lugar y a todos les ha hecho algún servicio y nunca les da la espalda, siempre le responden en las buenas y en las malas. Su poder no es artificial, descansa sobre bases muy sólidas: los caciques, el ejército y los curas; todo lo demás es puro cuento, estos son los verdaderos polos del poder, en torno a ellos gira la vida política y económica de la nación; sabiamente distribuye la autoridad para que no se concentre en un solo sector que en cualquier momento le pudiera enfrentar un rival más fuerte; así, si uno se quiere pasar de listo le echa de inmediato a los otros dos para mantener el equilibrio que lo beneficia”.
Leopoldo, que ha leído a Marcuse, Lefebvre, Lukács y Gramsci, y, para empezar, conoce “las directrices de lo que se ha entendido por democracia desde el siglo IV antes de Jesucristo –en la llamada era de Pericles– en la lejana Hélade”, insiste en que el poder de los gobernadores “descansa sobre los caciques de estiércol y mugre…; por eso éstos sí duran, por eso son tan respetados y oídos allá en la capital. A un gobernador o a un presidente municipal pueden matarlos… y poco importa…; ¡ah, pero que no les toquen a uno de estos caciques, porque entonces sí revienta, sí les duele! Ellos son las auténticas células de poder de este régimen, su carne, sus nervios y su sangre, ¿y nosotros, los pobres diablos que integramos esta mole amorfa que se llama pueblo, qué hacemos?”.
Durante buen rato se pregunta: “¿Qué hago yo aquí?”.