EL-SUR

Lunes 03 de Junio de 2024

Guerrero, México

Opinión

POZOLE VERDE

Dos novelas de Píndaro Urióstegui / 3

José Gómez Sandoval

Noviembre 21, 2018

 

Chinto Rey o el Rey Lopitos

La formación profesional de Píndaro Urióstegui Miranda, quien se tituló como abogado con una tesis sobre Desaparición de poderes, y su larga y comprometida incursión en altos círculos de la vida política de México, fueron propicias para que su capacidad creativa se volcara sobre temas políticos y sociales de resonancia nacional con una dignidad literaria pocas veces vista en Guerrero, su estado natal. Si en su primera novela asistimos al develamiento del organigrama político que pondera el protagonismo caciquil, en la segunda, Guardar las formas (1990), nos entromete en la ascensión y caída de un líder social, demasiado parecido a Alfredo López Cisneros, mejor conocido como el Rey Lopitos. Alrededor de éste giran diversos personajes representativos de la puja política: su gente cercana y funcionarios municipales, comisarios y gobernadores, diputados, ministros y el mismo presidente de la República, sin que falten los líderes obreros y campesinos ni los guerrilleros del momento. Centrado en lo ocurrido en Puerto Esperanza, Píndaro pinta con nitidez, picardía y buena prosa el entramado de intereses que se oculta tras la democracia ficticia y el ejercicio del poder.

Entre la ficción y la realidad

Esta vez Urióstegui recurre a la supuesta investigación que un periodista, Román Viniegra, realiza sobre la vida y la muerte de Chinto Rey, dirigente de “paracaidistas” que llegó a conformar un pequeño pero muy poderoso imperio en Puerto Esperanza, a partir de que sus huestes de meseros, lancheros y vendedores ambulantes invaden terrenos abandonados por sus propietarios, donde fundan la colonia La Leña. Lo que Román consigue saber gracias a sus viajes a la costa y a sus entrevistados, el autor lo cuenta y enriquece en tercera persona, a modo omnisciente, como para que no se le escape detalle. La novela es una calca objetiva de la confusa realidad política del estado de Guerrero de ese tiempo, pero con los acontecimientos no disfrazados pero sí revueltos con la probable aspiración de limarle señalamientos personales a la anécdota y deslindarse de acusaciones directas. Pero no hay pierde: si Chinto Rey (nacido en Ometuzco) es el Rey Lopitos (de Ometepec), si La Leña ficticia es La Laja real, la mayoría de lugares, sucesos y personajes también presumen su referencia inmediata. Puerto Esperanza (PE) es, desde luego, Acapulco: “descubrió que había dos PE en la misma conformación urbana…: uno era el PE para los turistas pudientes, el de los grandes y lujosos hoteles con sus bares y discotecas, restaurantes y centros nocturnos con licencias para todos los excesos, el de la que se comporta y huele bien, el de los condominios y residencias para reposo de la alta dirigencia nacional, intelectuales afortunados, informadores condescendientes y ejecutivos de alta alcurnia”, etc. “El otro PE es clasemediero y proletario; vive medio bien y medio mal, huele medio bien y apesta: come medio bien y vive con el estómago vacío; trabaja medio bien o está desempleado; …la policía medio vigila o está ausente; los servicios públicos medio funcionan o no existen…”, etc. En la tímida ficha de la Enciclopedia Guerrerense dedicada a López Cisneros leemos que en 1958, “el 10 de enero, miles de lajeños recibieron… al entonces candidato a la Presidencia, Adolfo López Mateos”, donde “el orador, Alfredo López Cisneros, pidió su apoyo para legalizar la posesión de la colonia. En respuesta, el candidato del PRI, que tuvo la gentileza de llamarlo ‘pariente’, se comprometió a satisfacer sus demandas y la regularización de sus terrenos, como se cumplió…”, como más o menos ocurre en la novela. Mínimos ejemplos de cómo Píndaro Urióstegui barajea ficción y realidad de manera incesante en su novela estelar.
Por la caracterización personal y profesional de los personajes, a los lectores no les resultará difícil saber qué amigo o amante de Lopitos, qué líder agrarista, cronista de la ciudad, alcalde o gobernador se ocultan tras un nombre inventado por Píndaro. Como el antiguo recurso sirve al escritor para poner a los lectores a indagar la historia real: la del Rey Lopitos y el complicado y fatigoso intríngulis de intereses políticos que desató su liderazgo comunal, nos dedicaremos a recordar la anécdota sintéticamente, apenas con una que otra referencia a la vida real, para que cada lector suponga o concluya nombres y situaciones como le dé su reverenda gana, de acuerdo con su información particular.

Un pedazo de tierra para todos

Román Viniegra quiere saber “cómo era Chinto Rey, de dónde vino, qué quería”, y, de la mano de Esteban, hijo de su casera, al primero que entrevista es a don Getulio Aquino. Éste describe a Chinto físicamente (chaparro, “muy” moreno, pelo lacio, manos pequeñas, “labios gruesos y lo pómulo saltones… en una carita así de chica…”) y data su nacimiento en Ometuzco. Era tan vivo que no necesitó ir a la escuela, pues era “inteligente y ladino como las fieras salvajes. Sus ojitos chiquitos y blancos, nomá le brillaban y bailaban cuando su cerebro trabajaba pensando en algo y luego, ni quién lo detuviera para llevarlo a cabo…; lo que ma le gustaba a la gente e que sabía mandar”. No gritaba, “hablaba suavecito y sin maldiciones ni disparates”, y “le gustaba vestir de blanco…” Llegó a Puerto Esperanza “jovencito”. Empezó vendiendo mantelitos y servilletas de casa en casa y pronto consiguió trabajo de mesero en un hotel.
Don Fincho Buenaventura, el cronista de la ciudad, que presume de conocer “la historia de este puerto como la palma de mi mano”, que recuerda el papel de PE durante la guerra de Independencia y el movimiento obrero que los hermanos Baranda organizaron contra los españoles “que tenían el control absoluto del comercio, la banca, la pesca y la incipiente industria del puerto” (lo que, como a los hermanos Escudero, les costó la vida), rememora a Chinto de mesero tratando de hacerse de un terreno y enseguida intentando conseguirlo también para los meseros y pobres como él. Por dedicarse a esta tarea, Chinto es despedido de su trabajo, por lo que enseguida promueve una organización de colonos sin tierra, con cuyas cuotas mensuales se mantiene él y “el movimiento”. Chinto se compromete “a que pronto, muy pronto, todos los asistentes tendrían un pedazo de tierra para sus casitas”.
La agrupación busca “terrenos grandes que nos pudieran servir para fundar una colonia en que quepamos todos”, y Chinto se echa el ojo a los terrenos que un gachupín compró “casi regalado” y ahora quiere cien pesos por metro”. “¡Vamos a invadirlos –discurre– y nos vamos a quedar con ellos! ¡Vamos a invadirlos y nadie nos va a sacar vivos!”

¡Échate a cuatro de los más
viejos!

El engrosado grupo de Chinto se instala (con palos, láminas y cartón) en La Leña durante la noche; a la 5 de la mañana “cerca de mil familias se encontraban ahí cocinando, llevando agua en cubetas y bidones…, mientras otros trazaban las primeras calles y delimitaban lo que algún día sería la escuela y el mercado”, y cuando se les apersona “el mero mero general, comandante militar de la provincia de Sierra Caliente (el estado de Guerrero), bufando de coraje” y preguntando por “la cabecilla de estos mugrosos”, la gente responde: “No sé, aquí no tenemos jefes, todos somos iguales y casi no nos conocemos”.
El comandante casi ordena al alcalde Cándido Tenorio que sume a la policía a los militares que cercan el campamento. Chinto distribuye funciones entre sus allegados, cuyos grupos deberán ocupar sitios estratégicos para la defensa de su “patrimonio”. “No deben llevar armas; sólo palos y piedras para impedir que entren”. Al centro las mujeres, y al último, en la punta del cerro, un grupo de hombres armados custodiando a Chinto.
Los soldados avanzan “empujando” a la gente “que sólo resistía”… hasta que, por instrucciones de Chinto, las mismas “colonas” queman casuchas gritando que los soldados estaban quemando sus pertenencias y llevan a los golpeados a la carretera para que los vea la gente y les tomen fotografías. Por si esto no bastara para ser “noticia de primera plana”, el astuto Chinto ordena a Chico Estrada, su segundo:
“–¡Échate a cuatro de los más viejos! y manda herir a unos diez con armas de fuego y a otros tantos con armas blancas, pero que simulen que fueron bayonetas, y a todos los tiendes en la carretera”.
Descontrolado, el general, que había ordenado que no dispararan ni hirieran a nadie, concentra a los mílites y recula.
“El escándalo periodístico fue mayúsculo”, se habló de salvajismo, de orden público roto y vacío de autoridad, de un Ejército extralimitado y la nulidad absoluta del alcalde Cándido Tenorio.
Para el cronista Fincho Buenaventura, Chinto “era un genio”.

Tocho Canales

Acompañado por Esteban, Román viaja a la costa. Pasan por Cruz Chata, donde nació Tocho Canales. Esteban cuenta historias de gavilleros y de pleitos que extinguieron familias enteras. Sobre Tocho relata que, antes de pasar muchos años sin poder salir de la prepa, ya había estudiado para maestro. Muy joven, casó con la maestra Clementina, “quien todavía vive en una colonia de esas proletarias de la capital, con sus cuatro hijos”. Para entonces Tocho ya conocía al general Marcos Radilla, quien, como el Chinto de la novela y el general Raúl Caballero Aburto (quien gobernó Guerrero de 1957 a 1960) de la vida real, habría nacido en Ometepec, es decir, en Ometuzco. Radilla repudia la amistad convenenciera de Tocho antes de ser gobernador, sin imaginarse lo caro que le iba a salir el desprecio cuando llegara a la gubernatura. Cierto, Radilla acabó con el pistolerismo en la región: “Pelado que agarraban la judicial o los rurales, difunto seguro. En la misma sierra lo sentenciaban y lo enterraban o lo echaban al mar desde un helicóptero… ¡vivo!” Sólo duró dos años de gobernante, “porque en su afán de pacificar la entidad, se cometieron muchos abusos, al grado de que los gatilleros perseguidos fueron incorporados a las policías dizque “para que la cuña apriete, tiene que ser del mismo palo”. Tocho fue un elemento clave para encauzar el repudio popular y propiciar el despeñamiento político del general.
Tocho “ya estaba vinculado a grupos disidentes, lo mismo universitarios que de locatarios de mercados o de campesinos independientes…; va a la cárcel varias veces pero sale más decidido; no tiene trabajo ni sueldo, vive de subvenciones ocultas de ciertos personajes encumbrados, interesados en la caída del general y también de alguna organización política”… Radilla sabía esto, pero “cuando reaccionó y quiso iniciar un manejo político, ya era tarde: las calles de Luz Grande, capital de la entidad (o sea: Chilpancingo), se habían manchado de sangre”.
Tocho, que en cuanto sonaron los primeros balazos se escondió y huyó a la Ciudad de México, reaparecería después con una pierna vendada, herido –mintió– por un policía. Vestido de uniforme verde olivo, “con un paliacate rojo al cuello y boina de paño negro, seguramente pensaba en Bahía de Cochinos” cuando, asumiéndose líder del movimiento derrocador, habló sobre la “gloriosa e histórica jornada”, cadalsos populares para tiranuelos opresores y ambiciones de igualdad y justicia.
Poco después, el Senado de la República designaba a Anselmo Mandujano como gobernador interino de la entidad.