Lorenzo Meyer
Diciembre 17, 2015
El “factor norteamericano” ha estado presente en todas las relaciones externas de México. Y de vez en vez, también hay un tercero en la relación que Estados Unidos establece con México.
El tercero de siempre. A partir de la guerra 1844-1848 la sombra o la acción directa de Washington se proyectan sobre cualquier política exterior sustantiva de México con terceros.
Consumada nuestra independencia, Washington vigiló la relación México-Londres. Cuando Napoleón III intentó hacer de México un estado cliente, Estados Unidos se opuso y terminada su guerra civil presionó para que los franceses se reembarcaran. La política de México hacia Cuba en el siglo XIX se hizo pensando en evitar que Estados Unidos se instalara en la isla. También la relación con Centroamérica se diseñó en función de disminuir el fuerte abrazo norteamericano. Y para neutralizar a los norteamericanos, Porfirio Díaz se mostró bien dispuesto hacia Europa.
Durante la Revolución Mexicana, nuestras relaciones con Inglaterra, Alemania, Japón o la Unión Soviética tuvieron como trasfondo a Estados Unidos. Esta situación se hizo más evidente durante la II Guerra Mundial y, con matices, persistió durante esa larga tercera guerra global que fue la Guerra Fría. Ejemplos: las relaciones con Guatemala en los 1950, con Cuba en los 1960, con Chile en los 1970 o con Nicaragua en los 1980; todas implicaron una relación indirecta con Washington. Lo mismo sucedió con la política mexicana hacia el bloque soviético, China, el movimiento “tercermundista”, Israel, los países árabes o la relación con Canadá dentro del TLC. En fin, se pueden ampliar los ejemplos de política mexicana donde lo que se hizo o no se hizo con terceros fue parte de la relación con Washington.
El otro triángulo. La vecindad geográfica y la gran asimetría de poder explican la presencia del “factor americano” en todo movimiento significativo de México en política internacional. Sin embargo, y aunque menos en número e importancia, también hay instancias en que Washington o actores norteamericanos se proponen un tipo de política frente a México o lo mexicano, que luego es modificada por la intervención, generalmente inesperada, de un tercero. Un ejemplo se tuvo durante la presidencia de Vicente Fox y otro en la actualidad, con la propuesta antimexicana de un precandidato presidencial norteamericano: Donald Trump.
El 5 y 6 de septiembre de 2001 el presidente Fox fue objeto de una recepción de Estado en Washington. En esa ocasión, el guanajuatense creyó que podría cobrar parte de un supuesto “bono democrático”: la fuerza y legitimidad que le daban el haber terminado, por vía del voto, con el control que por 71 años el PRI había mantenido sobre la política mexicana. El presidente George Bush respondió a la altura de esa expectativa y declaró que la relación con su vecino del sur era la más importante para Estados Unidos. Montado en su legitimidad y en la actitud positiva de Bush, Fox pidió a Estados Unidos una legislación que pronto llevara a la legalización de los millones de indocumentados mexicanos que laboraban en Estados Unidos. Apenas estaba Washington digiriendo las implicaciones de tamaña demanda (la “enchilada completa”) cuando Al Qaeda llevó a cabo el inesperado atentado que el 11 de septiembre derribó las torres gemelas de Nueva York. En ese momento para Estados Unidos la relación con México pasó de “la más importante” a una secundaria que se degradó aún más cuando México se mostró renuente a apoyar la posición de Washington en el Consejo de Seguridad de la ONU para invadir Irak con un argumento falso: que ese país poseía “armas de destrucción masiva”.
Trump. Ahora que el Pew Research Center de Washington ha documentado que ya son más los mexicanos que abandonan Estados Unidos que los que ingresan –de 2009 a 2014 salieron un millón y entraron 870 mil (The New York Times, 19 de noviembre)–, el 16 de junio Trump puso en el centro de su plataforma electoral la expulsión de todos los mexicanos indocumentados –5.6 millones– y la construcción de un gran muro costeado por los mexicanos a lo largo de toda la frontera sur de Estados Unidos. ¿La razón? que México enviaba, con los indocumentados, a lo peor de su sociedad: a criminales y violadores. Tamaño absurdo de identificar a los mexicanos como el “enemigo interno” tiene el respaldo de una masa de norteamericanos frustrados por la constante caída de sus salarios. (The Economist, 12-18 de diciembre). Sin embargo, la matanza de 14 personas en San Bernardino, California, el 2 de diciembre, perpetrada por una pareja de radicales islamistas llevó de inmediato a que la demagogia, oportunismo y xenofobia de Trump dejaran de volcarse sobre México y los mexicanos para hacerlo sobre otro enemigo interno: los musulmanes, a los que declaró un peligro para Estados Unidos por poder identificarse con el Islam radical: la solución propuesta fue impedir su entrada al país y atacar con todo al Estado Islámico en el exterior.
Con los efectos de lo acontecido en Nueva York el 11 de septiembre de 2001 o el “factor Trump” en 2015, se tienen un par de ejemplos del “otro triángulo”, menos frecuente que el tradicional pero importante. Como sea, la relación que México mantiene con Estados Unidos y viceversa es todo menos simple y demanda que México, como el país más vulnerable, no debe nunca bajar la guardia ni dejar en manos de improvisados la formulación de sus acciones y reacciones frente a Washington. Finalmente, si bien esa relación está llena de triángulos, estos, bien entendidos y manipulados, podrían incluso arrojar resultados favorables.
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