EL-SUR

Lunes 09 de Diciembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

AGENDA CIUDADANA

El 20 de noviembre o la nueva insurgencia

Lorenzo Meyer

Noviembre 23, 2007

 

El Cambio. La vida cívica mexicana se mantiene refractaria al cambio en algunas de sus características fundamentales –como la corrupción– pero en otras las mudanzas son significativas. Entre estas últimas se encuentran las grandes ceremonias cívicas, de esas que sirven de signos de identidad. El 20 de noviembre ha experimentado un notable cambio simbólico, y no tanto por la suspensión de viejos desfiles y el surgimiento de nuevos, sino porque dio pie a la celebración de una concentración multitudinaria en el Zócalo capitalino que enmarcó una ceremonia de toma de posesión de un presidente sui generis, distinto y opuesto al que reconocen la legalidad vigente y los poderes fácticos. La investidura de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) como “presidente legítimo”, puede ser simplemente una aberración arropada por una multitud. Sin embargo, igual podría ser el inicio de un proceso de importancia significativa que logre inducir y organizar la participación pacífica, pero consciente y sistemática, de grupos numerosos, populares y contestatarios.

¿Porqué el 20 de Noviembre? Algo dice, quizá mucho, sobre la naturaleza del proyecto opositor de AMLO el hacer coincidir el 96 aniversario del estallido de la Revolución Mexicana con el inicio formal de esa peculiar empresa política destinada a confrontar sistemáticamente a la deteriorada legalidad vigente en nombre de una transformación en la naturaleza misma del actual arreglo político e institucional. Según el discurso del “presidente legítimo”, lo que él se propone es encabezar la movilización pacífica de una parte de la sociedad mexicana –básicamente sectores pobres y con un sentimiento más o menos claro de agravio– para ir rehaciendo el entramado institucional de la república hasta llegar a diseñar un nuevo arreglo constitucional. Se parte del supuesto que el actual ya no es ni legítimo ni menos eficaz para los intereses de esa mitad de los mexicanos que viven en pobreza y que constituyen la gran e injusta base de la pirámide social mexicana.
Después de 1940 la Revolución Mexicana perdió su vitalidad y se volvió una idea-cascarón, es decir, una fórmula sin contenido. Paradójicamente, esa memoria de una revolución ya muerta, hoy tiene el potencial de volver a ser un evento muy relevante para la vida pública. La razón por el cual lo acontecido en México entre 1910 y 1940 puede seguirse tomando como punto de referencia al abordar los grandes temas nacionales es que la revolución que va de Madero, Zapata y Villa hasta Cárdenas, sigue siendo un factor de identidad colectiva por la justicia de sus demandas.
La persistencia del símbolo se explica por su naturaleza y porque nada de lo que ha sucedido en el proceso político mexicano a partir de 1940 ha sido capaz de proporcionar a nuestra sociedad una alternativa como aspiración colectiva tan fuerte, contundente y legítima como la Revolución Mexicana. En tanto proyecto nacional, esa revolución que pronto va a cumplir un siglo de haberse iniciado, sigue siendo la última gran tentativa emprendida por líderes y sociedad para transformar las partes negativas de nuestra vida en común.
En la ceremonia del Zócalo del pasado 20 de noviembre, y pese al frío y a lo encapotado del cielo, la izquierda se apropió de la herencia revolucionaria para arropar su visión del futuro. Así, mientras en Los Pinos el presidente, en una ceremonia a puerta cerrada, apenas pudo encontrar en Francisco I. Madero algún punto de identidad con ese violento estallido de ira y energía política popular de hace 96 años. En contraste, en el Zócalo el líder opositor encontró perfectamente adecuado el momento para identificar a la Revolución con el sufragio efectivo, la justicia social y con su llamado a cuestionar la legitimidad del gobierno que sale como del que entra. Para la oposición de la Convención Democrática, las condiciones del sufragio del 2006 fueron inequitativas –el desafuero, la acción sistemática de un presidente que se transformó de jefe de Estado en el activista número uno del candidato del gobierno y la intervención ilegal de la gran empresa en favor del candidato y programa de la derecha– y, al final, marcadas por una sospecha de fraude que, desde su perspectiva, explica la negativa de las instituciones vigentes a un recuento de los votos.

Una Diferencia Central. Obviamente si quienes se han organizado en torno a la propuesta de AMLO pueden identificarse con la casi centenaria revolución, también existe una gran diferencia que se debe subrayar: si bien la meta de los actuales opositores es, de nuevo, acabar con el orden establecido, su instrumento no serán las armas, la guerra civil, sino la política y los medios pacíficos.

Semejanzas y diferencias. La Revolución de 1910 no estalló en seco. Primero el propio régimen preparó el terreno con cambios económicos –el innegable crecimiento de las comunicaciones, la minería, la industria, la agricultura comercial, el intercambio con el exterior– pero negándose a hacer inevitables los ajustes políticos. La oposición primero intentó la política y sólo cuando no le quedó alternativa, recurrió a la fuerza. El Partido Antirreeleccionista buscó agotar las instancias legales e incluso le propuso al dictador Porfirio Díaz someter en 1910 a la verdadera prueba de las urnas no a la presidencia sino apenas a la vicepresidencia.
Todo resultó inútil. La oligarquía, los intereses creados, se burlaron de quienes les desafiaron, simplemente consideraron a Madero patético, absurdo, un payaso al que ni siquiera valía la pena eliminar sino apresar, humillar y, finalmente ignorar. Cuando, tras la caída de Ciudad Juárez, quisieron negociar el tigre ya estaba fuera de la jaula. La revolución consumió miles de vidas y aniquiló a la clase terrateniente, a los bancos y a las grandes empresas petroleras extranjeras antes de permitir el retorno del orden.
En el 2005 la derecha pretendió desaforar e incluso entregar a la justicia al candidato de la oposición para que no llegara a las urnas. Díaz hubiera entendido fácilmente tanto esta pretensión del orden establecido como el que, en el 2006, esa misma derecha no estuviera dispuesta a arriesgarse a perder la presidencia y, antes que ver a su adversario de izquierda asumir por la vía pacífica e institucional el poder, prefiriese llegar a una situación que más tarde, al examinarla, su propio aliado, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación que avaló la permanencia del mismo partido en el poder, no tuvo más remedio que admitir que las condiciones en que se había dado ese supuesto triunfo, había puesto en peligro la elección misma.
Enfrentarse pacíficamente a un sistema que no ha mucho pasó del largo autoritarismo priísta a una democracia electoral bajo sospecha, no es tarea fácil y puede fracasar. Sin embargo, hay que aceptar que la empresa es factible. El porfiriato y el régimen del PRI, por su naturaleza autoritaria, simplemente no podían permitir ningún tipo de movilización independiente y menos una que se propone ser intensiva y prolongada como la actual. Hoy hay una diferencia crucial respecto del régimen que puso fin la Revolución Mexicana y también respecto al régimen no democrático que surgió de esa revolución: no hay ya la capacidad, ni la justificación para que el gobierno intente impedir la movilización permanente que propone AMLO si ésta no recurre a la fuerza.
Dentro de la derecha sin duda habrá quienes desearían que se actuara con el actual “presidente legítimo” y los suyos de la misma manera que se actuó en 1910 o en 1913 contra Madero y los maderistas ó como más tarde el régimen lidió con los líderes y seguidores del vasconcelismo, almazanismo, henriquismo o neo cardenismo, contra los maestros rebeldes de Chihuahua o Guerrero o contra estudiantes del 68 o del 71, más un largo etcétera.
Sin embargo, en las condiciones actuales es muy difícil que el ejército quiera y pueda reasumir su papel de represor o que se reinvente a la Federal de Seguridad. A lo que se va a enfrentar AMLO y la CND es a lo que queda del viejo autoritarismo en estados como Oaxaca, al uso en su contra de las organizaciones corporativas como el SNTE, a campañas de desprestigio en los medios masivos, al espionaje de los aparatos de inteligencia, a los intentos de cooptación y hasta fraudes cibernéticos, pero no a la represión abierta.
Desde luego que este análisis puede estar equivocado, pero hay que pugnar porque no sea el caso. Preparémonos pues para una larga, sucia y dura lucha política, pero una en donde las partes no acudan a la violencia para que no sea necesario que, en el futuro, México tenga que conmemorar un 2 de octubre o un 20 de noviembre del siglo XXI.