EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El amor muere como las ballenas varadas en la playa

Arturo Martínez Núñez

Mayo 31, 2022

No está en ningún mapa. Los lugares verdaderos nunca lo están.
Herman Melville, Moby Dick.

¿Cómo nace el amor? ¿Con una mirada; un rayo fulminante; o el amor se gesta y se incuba durante semanas, meses, años…? ¿Y cómo muere el amor? Un día nos despertamos y nos damos cuenta que al final “un matrimonio es una sucesión de listas. De los buenos momentos, de las cosas malas, de los viajes y de las fotografías, de canciones, de comidas, de dietas, de números de teléfonos, de los tuyos y los míos, de casas para alquilar, de hipotecas, de coches para comprar, de invitados a la fiesta, de bancos donde ahorrar un poco de dinero, de gastos divididos (de manera detallada: uno paga la luz, el gas, la señora de la limpieza; el otro internet, el agua, el seguro del auto). Una lista de nombres para los hijos, la lista del supermercado. Una lista de libros y de discos, los tuyos y los míos. Una lista para las vacaciones. Otra para el futuro. Una lista de las veces que quisimos decirnos adiós y otra lista de las veces que decidimos disimular y volvernos a decir que esto iba a ser para siempre. Una lista de los lugares del mundo donde podríamos pasar la vejez de la mano, una lista de canciones para el funeral Una lista de los muebles, cuál se queda cada uno, una lista de empresas de mudanza. Una lista de abogados. Una lista de las listas tuyas y otra lista de las mías. Una lista que una todas las demás”.
“El amor muere a la manera de las ballenas, en silencio, poco a poco, aplastado por su propio peso, encallado en una playa lejana, irreconocible, en una noche triste de invierno”.
“Los lugares verdaderos” de Gastón García Marinozzi es una novela espléndidamente escrita, pequeña pero profunda; sencilla de leer –que es lo más difícil de conseguir cuando se escribe– aunque difícil de asimilar; auténtica, verosímil, adherente y terriblemente reflejante. Acaso sea por la edad de los personajes (alrededor de los 40 años) o del autor, 1974, pero todos aquellos que estamos entre los cuarenta y los cincuenta, nos sentiremos irremediablemente identificados en alguno de sus pasajes.
Con el amor juvenil, mueren también los sueños de grandeza, los grupos de amigos (“porque si el amor dura siete años, para la amistad veinte son más que suficientes”), la salud decae, las manías se acrecientan y se adueñan de la vida, la rutina se vuelve seguridad, la vida se vuelve muerte lenta, la decadencia comienza, las termitas devoran la casa de Ana y de Pedro, lenta y silenciosamente, el amor de dos se convierte en dos amores… La edad media o la media edad, es donde se alcanza la cima y desde ahí todo es bajada, como una avalancha alpina o un derrumbe que todo lo arrastra a su paso.
¿Hay amor más puro que aquel que va naciendo? Sí, afirmo: aquel que ha muerto aunque sus protagonistas no se hayan dado cuenta. Como los muertos que no saben que lo están y deambulan errantes por la vida.
Ana es una cantante a la que el éxito jamás llega y Pedro es un nadador de élite al que un problema cardiaco aleja de las competencias pero no de las albercas en donde termina de hundir su existencia poco a poco. La novela se desarrolla a lo largo de un día que inicia a las cuatro de la mañana (la hora en que la mayoría de los suicidas decide si vive o muere) y terminará veinticuatro horas después. En realidad se desarrollará a lo largo de veinte años, narrados en unas horas. La novela como la vida se divide en cuatro partes: Mañana, Tarde, Noche y Madrugada. Los más románticos les llamarán “estaciones”. Primavera, Verano, Otoño, Invierno; los pragmáticos tiempo; los demógrafos, deciles…
Gastón García nos adelanta desde el inicio lo que va a pasar al final y esto lejos de ser reconfortante se convierte en una angustia permanente a medida en que avanzamos la lectura. Nosotros, como los protagonistas, sabemos que todo acabará a la media noche pero nos resistimos a aceptarlo, evitamos enfrentarlo, preferimos como Pedro, pensar en otra cosa, tomar un trago, hacerse una paja, fumar un cigarrillo, sacar a pasear al viejo perro que muere sin saberlo paralelamente a la relación de sus humanos, hacerse otra paja, comprar algo para la cena de navidad, porque toda la novela se desarrolla un veinticuatro de diciembre en la víspera de navidad y del cumpleaños cuarenta de Pedro.
La pareja ha decidido separarse a la mañana siguiente. Ana tomará un vuelo y Pedro se encargará de finiquitar, como el síndico de la quiebra en una empresa, los activos físicos de la pareja. Todo es igual y sin embargo todo es distinto. Todo lo cotidiano se vuelve especial porque será la última vez que ocurra. ¿Cuáles son las causas? No las sabremos ni nos interesa. Nunca se sabe. Simplemente nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos… Eso es lo que nos enseñaron en la escuela. ¿Es igual para el amor? Pedro sabe mucho de las ballenas. Sabe todo sobre las ballenas. Pero ¿qué sabe del amor? Sabe que el amor, cuando se acaba, es como “una ballena sentada en la sala, porque nadie sabe qué hacer con ella”.
¿Habrá reconciliación? Imposible. Asistimos a un funeral no a una boda. ¿Entonces qué hacemos leyendo hasta el final una historia de la que conocemos el final? Esperando a que llegue lo que sabemos que no llegará. Pero queremos saber cómo llegará. Al final lo que tiene que pasar, pasa, no sin que antes de ello Gastón nos regale una escena maravillosa y desgarradora que cierra maravillosamente el circulo eterno de la vida, el amor y la muerte.
Gastón García nos recuerda que no es necesario escribir quinientas cuartillas para lograr la historia perfecta. Que la gran novela no se mide en grosor sino en profundidad. Que una palabra certera aquí y una anécdota poderosa por allá son más eficaces que las largas disertaciones filosóficas. Que los lugares verdaderos no tienen aire y que se hace difícil respirar cuando un lugar está lleno de tanta verdad. Que por los lugares verdaderos, los del amor, se camina a paso firme. Que al amor se entra sin preguntas y se sale sin respuestas…

* Texto leído en la presentación del libro Los lugares verdaderos de Gastón García Marinozzi durante la Feria Internacional del Libro de Acapulco.