Lorenzo Meyer
Abril 13, 2017
México vive enmarcado por un Estado cuasi fallido que ha resultado ideal para que sus dirigentes se muevan ahí como peces en el agua. Y es que ese ambiente de reglas escritas inoperantes y de reglas ilegítimas o ilegales no escritas pero efectivas, permite a quien lo domina extraer recursos a plenitud.
Los arrestos en los días que corren en Estados Unidos de Édgar Veytia, fiscal de Nayarit, y en Italia el de Tomás Yarrington, ex gobernador de Tamaulipas y prófugo de la justicia mexicana, ejemplifican las causas por las que México sigue siendo un país donde el Estado de derecho no arraiga y su sociedad esta indefensa ante quienes han organizado el ejercicio del poder público como una forma patrimonial para obtener beneficios.
Entre los aún asesores del presidente norteamericano Donald Trump, destaca Stephen K. Bannon. Según él, el gran enemigo interno a vencer en ese país vecino es su “Estado profundo”. Pues bien, de este lado del río Bravo, podríamos decir que la tarea urgente es acabar con el “no Estado profundo”, con ese complejo sistema de complicidades de las élites del poder que ha impedido que en México las instituciones públicas desempeñen aceptablemente las tareas que les debían ser propias: velar por la prosperidad, la seguridad y la justicia colectivas.
A los trumpistas les ha dado por fantasear con la “de-construcción” de su Estado. A los mexicanos nos urge empeñarnos en acabar con lo que nos mantiene hundidos: un “anti Estado” de raíces profundas.
Pero ¿de qué se habla cuando usamos los conceptos de Estado o anti Estado profundos? En Estados Unidos o la Europa occidental y países similares, lo profundo de un Estado se refiere a esas estructuras gubernamentales que surgieron o se ampliaron y consolidaron como respuesta a la Gran Depresión de 1929 y a la II Guerra Mundial y que, en términos generales, se les conoce como “Estado de bienestar”. Ese proyecto para aumentar y proteger el nivel de vida de las mayorías requirió de la creación de una multitud de agencias estatales y del reclutamiento de especialistas para dar forma a un servicio civil de carrera y de su contraparte: nuevos impuestos de naturaleza redistributiva.
Toda esa gran estructura gubernamental arraigada a lo largo en la segunda mitad del siglo pasado, generó sus propios intereses e inercias y se hizo casi inmune a los efectos de la alternancia de los partidos en el poder. Y eso es lo que el trumpismo quiere modificar: bajar impuestos, quitar reglamentos y devolverle su “libertad” a la iniciativa privada.
Hace un siglo, un clásico de la sociología política, Max Weber, al examinar la naturaleza de la burocracia y elaborar un “modelo ideal” de la misma –inspirado en la administración prusiana–, previno que ese cuerpo integrado por profesionales bien preparados, mejoraría la administración de lo público, pero podría llevar a imponer sus intereses y principios por sobre las decisiones de los responsables políticos. Y advirtió que “una burocracia muy desarrollada constituye una de las organizaciones sociales de más difícil destrucción”. (Economía y sociedad, México, FCE, 2014, p. 1177). Esta verdad sobre el “Estado profundo” la está descubriendo Trump, pero nosotros hace rato que descubrimos lo contrario: una administración con pocos cuadros profesionales y comandada por políticos rapaces da por resultado algo igualmente difícil de erradicar: el “anti Estado profundo”.
A México no le falta burocracia. Según el Inegi, en 2014, los empleados del sector público estatal eran casi 5 millones repartidos entre las administraciones municipal, estatal y federal. Aquí, lo que falta es dirigencia política de calidad y con sentido de misión.
En números, la burocracia mexicana es robusta pero su debilidad está en quienes la dirigen. Aquí, el funcionario de carrera preparado, que logra puesto y ascensos por méritos, como lo supone el modelo ideal weberiano, es más la excepción que la regla y siempre está a merced de la voluntad del aparato político. Las islas de profesionalismo como las Fuerzas Armadas o el Banco de México son eso, islas. Aquí, es la voluntad del político y sus protegidos la que una y otra vez decide quien ocupa que puesto independientemente de su preparación. Es esa voluntad la que exige “el moche” en muchos contratos de la obra pública, la que impulsa o tolera a magistrados corruptos, a ministerios públicos, procuradurías o fiscalías selectivas en la persecución de criminales, la que deja o pone a las policías al servicio del crimen, la que lleva a que las contralorías se hagan “de la vista gorda” ante los grandes fraudes, a que los programas sociales sean estructuras clientelares de partidos, a que las agencias de inteligencia vigilen más a opositores que al crimen organizado, a que organismo autónomos como el INE, OPLES, Inegi, ciertas universidades públicas, o incluso la Suprema Corte, sean, en el mejor de los casos, semi independientes. Aquí, el etcétera es larguísimo.
Y volvamos a Yarrington o a Veytia. Al final, estos políticos fueron poderosos y acumularon riqueza porque se apoyaron en, y apoyaron al, “anti Estado profundo”. Para acabar con ellos habría que acabar con la estructura de la que brotaron y empezar a construir un Estado verdadero, que si bien siempre tiene facetas desagradables, es preferible a lo que hoy tenemos.
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