Lorenzo Meyer
Marzo 16, 2020
Hay eventos cuyo significado se capta de inmediato. Al momento de estallar las bombas atómicas que destruyeron dos ciudades japonesas en 1945 se modificó para siempre el significado de guerra total. En contraste, hay los que se toman su tiempo antes de que se pueda aquilatar su enormidad, como es el caso del calentamiento global.
¿En qué medida la gran y heterogénea marcha de las mujeres en la Ciudad de México del 8 de marzo y el inédito paro de las actividades rutinarias de mujeres del 9 de marzo, representan un quiebre cultural histórico en México? Va a requerir tiempo y estudio evaluar los efectos de fondo de estas protestas, pero no es aventurado suponer que si el 8-9M no es punto culminante de un proceso de cambio cultural sustantivo –parte de uno mundial– al menos lo va a acelerar de manera significativa y en ese aspecto México ya no será el mismo que antes de esos días de marzo.
Pero ¿qué es un cambio cultural? El problema con el concepto de cultura, como con el resto de los empleados en el análisis de lo social, es que no tiene una definición única. Cultura es todo lo que heredamos de las generaciones pasadas y que no tiene su origen en la biología. Es el conjunto o sistema de creencias, normas y valores que dan significado social a la conducta del individuo y lo proveen de una visión del mundo. Entonces, cambio cultural es la modificación de normas y creencias que, a su vez, alteran en grado significativo al conjunto del sistema e incluso tienen repercusiones en otras áreas: las políticas, jurídicas y económicas.
Lo que el movimiento de las mujeres busca es transformar una cultura heredada, muy arraigada, sea de origen prehispánico y/o judeo cristiano occidental, y que por milenios ha colocado a la mujer en una posición de subordinación al hombre. Aristóteles consideró que el estatus natural de la mujer era similar a la del esclavo o al de los hijos: de subordinación al jefe de la familia y sin ningún papel legal en las decisiones sustantivas. En la Roma imperial la situación no cambió mucho. En la Europa cristiana los “padres de la iglesia” tuvieron dificultades en desprenderse del pasado greco romano y de la relación desigual entre los géneros. Europa finalmente aceptó la idea de reinas poderosas (las isabeles –la española y la inglesa– o Catalina la Grande, por ejemplo), pero la plena ciudadanía formal de la mujer sólo se logró hasta el siglo XX: en 1903 las australianas tuvieron tanto el derecho a ser votantes como a ocupar cargos de elección, en México eso mismo ocurriría, pero hasta 1953.
En teoría, la igualdad entre hombre y mujer ya debería ser un hecho, pero entre teoría y práctica sigue abierta una brecha. Los historiadores señalan que la Revolución Francesa realmente no derrocó al ancien régime, pues, en su esencia, éste estaba acabado desde antes y la revolución sólo le dio la puntilla. Algo similar pareciera suceder hoy con la dominación masculina en México: su legitimidad ya no es aceptable, pero falta darle esa puntilla en la vida real, y esa es la razón de la rebelión de las mujeres, especialmente en esta etapa de una violencia criminal fuera de control.
El reclamo del 8-9M es al gobierno por no diseñar políticas efectivas para hacer frente al feminicidio y a la inseguridad generalizada que rodea la vida de las mujeres en nuestro país, especialmente a partir de fines del siglo pasado, cuando se inició la cadena de asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez. Este reclamo es justificado pero insuficiente, pues sólo aborda una cara del problema, la otra anida en la institución social fundamental: la familia. Es en la esfera cultural que niños, niñas y adolescentes reciben cotidianamente, específicamente en el seno del hogar, donde se absorben los valores y las conductas que dan forma a la cultura machista y patriarcal que se materializa más tarde en ese abuso de hombres sobre mujeres y que puede llegar a la violencia extrema.
El cambio cultural en materia de igualdad en la relación de género en nuestro país ya está en marcha, pero como toda evolución en este campo, se requiere mantener la presión para hacerla realidad, pero esa presión no sólo debe sentirse en la esfera pública sino también y sobre todo en la privada: en la familia, en las asociaciones voluntarias, en las iglesias y en los centros de trabajo, que es donde la conducta real suele diferir de la teoría.
El cambio buscado aún tiene camino que recorrer. La inteligencia y el sentido común deben derrotar a los prejuicios heredados.