Lorenzo Meyer
Febrero 15, 2021
¿Qué pasó? ¿No suponían los norteamericanos ser el modelo de democracia electoral y estabilidad? Lo que el mundo vio por televisión el pasado 6 de enero –la toma del Congreso en Washington por una multitud que pedía las cabezas del vicepresidente y de congresistas de uno de los dos partidos que por más de siglo y medio han gobernado ese país– y luego en el juicio al ex presidente Donald Trump es resultado de una falla mayúscula en las reglas del poder en el país del norte. De ese drama otros sistemas, incluido el nuestro, deben sacar conclusiones.
Desde la perspectiva de su capacidad para dotar de estabilidad a un arreglo político democrático, la teoría da muchos puntos a un sistema bipartidista como el de Estados Unidos. Y es que, desde el fin de su guerra civil, ese sistema que repartió el poder entre las élites parecía un modelo de estabilidad. Entonces ¿cómo explicar el estallido de ira popular del mes pasado –el 6/1– y las descalificaciones mutuas de los dos componentes de su bipartidismo? Los militantes demócratas tachan a los republicanos de traidores a la democracia histórica –a la famosa “A City Upon a Hill” que John Winthrop propuso en 1630 como ejemplo para el resto del mundo. Éstos, a su vez, responden acusando a sus adversarios de haber montado un fraude electoral que, entre otras cosas, hace ilegítimo al presidente actual.
Una vía para entender esta difícil coyuntura norteamericana es, justamente, examinar la composición de sus grandes partidos en el siglo XX. A mediados de ese siglo, muchos consideraban que los dos partidos eran tan similares que su alternancia en el poder carecía de sustancia, pues las elecciones no ofrecían una opción verdadera. Entonces, los demócratas –los de Franklin D. Roosevelt–, tenían un ala tan racista y reaccionaria como la que había entre los republicanos; un ejemplo perfecto era George Wallace, cuatro veces gobernador de Alabama y líder del grupo más racista, apoyado por el Ku Klux Klan. El Partido Republicano, el que abolió la esclavitud, ya contaba con su propia ala racista y conservadora en extremo: la de Barry Goldwater. Cierto, ambas agrupaciones tenían un sector moderado, con personajes como el republicano Nelson Rockefeller o demócratas como Barack Obama o Joe Biden. Sin embargo, es el ala progresista donde estaba –está– el problema; en el demócrata esta es una minoría muy activa donde hoy destaca el senador Bernie Sanders, pero no tiene equivalente en el republicano, que desde hace mucho dejó desierto ese lugar, y fue ahí donde se incubó el trumpismo.
En la segunda mitad del siglo pasado, los demócratas progresistas intentaron responder a las demandas de las minorías raciales, pero no –y aquí está su gran falla– a las de ese gran grupo de ciudadanos blancos cuyo futuro quedó en vilo, entre otras razones, por el neoliberalismo al hacer desaparecer sus buenos empleos. Esa marginación la explotó a fondo, no una inexistente ala progresista republicana, sino la encabezada por Trump, que embraveció y movilizó el resentimiento blanco hasta convertirlo en una base tan dura como retrógrada de los republicanos.
Esta cara del drama norteamericano debe ser asimilada como lección por México y otros países con amplios sectores relegados. Los olvidados acumulan resentimientos legítimos que pueden desembocar en estallidos. La alternativa es reconocer y procesar a tiempo sus demandas dentro de las organizaciones partidarias para luego procesarlas, ordenadamente, por la vía de políticas públicas.
En suma, ya debería ser claro que olvidar a los olvidados no es realmente alternativa; más temprano que tarde van a irrumpir en los capitolios.