EL-SUR

Sábado 27 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El daño de las descalificaciones

Jesús Mendoza Zaragoza

Julio 31, 2023

 

 

Fluyen con extrema facilidad los adjetivos ofensivos en muchos ambientes. En los últimos años, fluyen en los espacios políticos, sobre todo, aunque también en los sociales y en los económicos. Derechista, ultraderechista, izquierdista, ultraizquierdista, fascista, comunista, tradicionalista, conservador, progresista, terrorista, y muchas más. Los adjetivos han sustituido a los sustantivos que son vaciados de sustancia para poner en su lugar un calificativo o, más bien, un “descalificativo”. El lenguaje digno ha sido sustituido por el lenguaje indigno.
El problema no está tanto en el lenguaje sino en su intencionalidad. Cuando este lenguaje es utilizado para ofender, insultar, calumniar y engañar, tiene en sus entrañas el rechazo y el desprecio hacia quien es descalificado. Es un verdadero lenguaje de odio que va deteriorando poco a poco a quienes odian, a quienes son odiados y, aún más, las relaciones y el tejido social. Este lenguaje sirve de vehículo para una de las violencias más frecuentes, la verbal.
Etiquetar a personas, a grupos, a sectores y a gobiernos se ha vuelto el deporte favorito de quienes han ido perdiendo la capacidad de razonar, de argumentar e intentan imponer su visión de la vida. Manifiesta un interés de manipulación de la realidad, el empeño por ocultar la verdad que no conviene se conozca. Etiquetar implica la imposición de una ideología con el fin de ocultar la realidad de una manera irracional. Es claro que una idea no puede sustituir a la realidad. Descalificar revela, pues, una fragilidad mental, afectiva y, además una autoestima disminuida.
Refleja, sobre todo, una discapacidad de fondo: la ausencia del reconocimiento de la propia dignidad y el interés por despojar a quienes descalifica de su propia dignidad. Es, pues, un asunto de dignidad, de la dignidad que todo ser humano tiene como persona, cual sea su condición o situación. La sustancia de la persona humana es, precisamente, su dignidad que se reconoce, se respeta y se promueve, cualquiera que sea su filiación política, social, económica o cultural. Hay, pues, una distorsión del concepto de persona, la que se define a través de sus filias o de sus fobias.
Una sociedad justa y fraterna presupone el reconocimiento y el respeto de la dignidad de cada persona. Una democracia sólo tiene futuro si se arraiga en la libertad de cada persona, como sujeto activo y responsable de su propio desarrollo y del desarrollo de la comunidad. En fin, las personas no debieran ser utilizadas para fines ajenos a su desarrollo ni a favor de proyectos económicos o políticos. La instrumentalización de las personas, de cualquier clase que sea, implica un atentado a la misma democracia y al desarrollo de los pueblos. En fin, el respeto a la persona humana es la sustancia misma de la democracia y del auténtico progreso. Por eso, hay que enfocar a la persona como sustantivo, como sujeto, como finalidad y no podemos reducirla a un calificativo –o descalificativo–, cualquiera que sea. Por esta razón, etiquetar y descalificar implican desprecio, rechazo, agresión y daño.
Los efectos dañinos de la instrumentalización de las personas los estamos viendo en la vida cotidiana en el escenario del país. Se instrumentalizan para lucrar, para hacerse del poder o para retenerlo, para engañar y para polarizar. El daño al tejido social se ha ido acrecentando en la medida en que fluyen las descalificaciones que, a futuro, no será fácil revertir o sanar. Los odios se exacerban y las injurias se agudizan por todos lados. Cuando la política se utiliza para descalificar, para mentir, para odiar se convierte en eso, en politiquería, en una degradante expresión pública. Tarde o temprano, quienes se dedican a desacreditar sufren su propia desacreditación.
Hay que recuperar la grandeza de la actividad política; este es un desafío que la democracia exige. Y el camino para hacerlo está ahí: en el reconocimiento de la dignidad humana de todos los ciudadanos, de militantes, simpatizantes, adversarios y quienes estén en cualquier lugar del escenario público. En este sentido, este es el primer mandamiento: respetar a todos.