EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El Día de Todos los Santos

Silvestre Pacheco León

Octubre 29, 2017

La celebración de los muertos como tradición antiquísima en la cultura mexicana se relaciona con la temporada en la que el maíz, como las flores del campo está madurando.
Esta tradición que viene de la cultura indígena toma en cuenta la época de abundancia en los hogares del campo, cuando la lluvia hizo el milagro de que las plantas sembradas con el temporal crecieran y rindieran sus frutos.
La fiesta de Todos Santos, como también se le llama en la cultura cristiana porque supone que todos los nombres de los que ya murieron fueron tomados del santoral religioso, es la única eminentemente familiar y generalizada porque concita la reunión de todos sus miembros, en todos los pueblos, para recordar en el interior de los hogares a quienes se adelantaron en el camino que todos comenzamos a recorrer desde que nacemos.
Son dos los días de celebración, no de luto, sino de alegría por el milagro de volverse a reunir en el espacio mágico de la religión los que han sido separados con la muerte. El 1 de noviembre se festeja a los que murieron siendo niños, y el día siguiente se dedica a los que murieron siendo adultos.
Pero como sucede con todas las tradiciones populares, pocos son los participantes del festejo que pueden dar cuenta de su significado aunque el ritual se repita cada año.
Por eso al finalizar el mes de octubre es obligado para las familias limpiar y encalar las tumbas que el 2 de noviembre serán visitadas por familias completas en un ejercicio de convivencia entre los muertos y sus deudos cuyo festejo comienza desde los preparativos.
El ritual que siguen las familias comienza haciendo recuento de sus muertos porque para cada uno de ellos hay un recuerdo especial más allá de la vela o veladora que se enciende en su honor, pues si tenía alguna afición o un gusto determinado siempre había modo de hacerlo presente con una prenda, (un machete, un sombrero, una peineta,), sus fotos, una comida, su cajetilla de cigarros, una botella de licor que puestos en la mesa los hace presentes.
Recuerdo que en estos días con la ayuda de sus hijos mi madre cuenta y recuenta a sus difuntos, aún los desconocidos por nosotros porque es el momento oportuno de memorizarlos, (así es como ha perdurado nuestro recuerdo de los abuelos).
Después se hace memoria del lugar que cada muerto ocupa en el camposanto, en qué panteón, y con quién se acompañan, pues la costumbre de la incineración aún es bastante moderna para las familias
Después de precisar el número exacto de los difuntos en la familia, el paso siguiente era encargar las piezas de pan para la ofrenda. Con figuras de muñecos y animales pintados de rojo como sangre de los muertos para los niños, y el pan blanco, semitas, sobados y hojaldras sin adornos para los adultos.
Se entiende que ese pan de muerto para las ofrendas, horneado de manera especial por las panaderas, todo era simple, sin azúcar.
Las velas y veladoras, para niños y adultos, respectivamente, se encendían con el aviso que la iglesia dictaba a campanadas a determinadas horas del día.
Nunca faltaba un miembro de la familia pendiente de encenderlas y apagarlas junto con las brasas del sahumerio donde se quemaba el copal santo con su olor peculiar que impregnaba el ambiente de fiesta.
Lo mismo se hacía con los vasos de agua para cada quien, servidos para beber.
“han de traer mucha sed por tanto que caminan”, nos decía mi madre convencida del hecho mientras vertía de la jarra el agua en los vasos.
El hecho nosotros lo confirmábamos al ver que el nivel del agua bajaba de un día para otro como si le hubieran tomado un sorbo.
En mi pueblo nunca se hizo costumbre adornar las tumbas y los altares con coronas de flores artificiales, como en otros lugares. Aquí las familias salían a las parcelas para cortar los ramos de pachonas o cempasúchitl sembrados para la ocasión en las cabeceras de los surcos.
Las flores de amarillo radiante y pétalos abundantes desmenuzados, servían para marcar el camino que las ánimas identificaban en las puertas de las casas para poder llegar hasta el altar.
También hacían ramos de las flores del campo, los san Nicolases de color rosa mexicano y anaranjado, el pascolote y el pericón de pétalos menudos y blancos, también las flores de acauclis que en esta temporada crecen al borde de los caminos.
En nuestra casa se hacían collares de flores de izote que crecen en grandes racimos blancos como cascadas. Mi padre los cortaba de nuestro árbol jalándolos con un chicol.
El altar se adornaba con plantas verdes, como símbolo de vida. Se enmarcaba con ramos de carrizo o con cañas de azúcar, y del travesaño pendían las piezas de pan para los niños, amarradas con una hoja de palma, supongo que las colgaban pensando en que las almas puras podían alcanzarlas flotando en el aire, aunque los niños vivos solíamos ingeniárnosla para arrancarles un pedazo y al otro día fingir que habían sido los muertos.
La comida y la bebida, como siempre, eran el principal atractivo de esta fiesta porque en recuerdo de los muertos las familias seguían cumpliendo sus antojos, pues nadie recordaba que alguno de ellos hubiera sido abstemio y de mal comer, de modo que en casi todas las casas había mole y tamales, pozole, calabaza en dulce, memelas de camagua, café, sin faltar el licor.
La comida y la bebida se convertían en lo mejor del convivio celebrando felices entre vivos y muertos.
Cuando después de pasada la fiesta se repartía entre los vivos el pan de la ofrenda, éste adquiría un sabor especial, a pesar de su dureza y rigidez.
Después de la comida el día 2 por la tarde se organizaba la visita al camposanto. Cuando comenzaba a bajar el sol iniciaba la peregrinación de familias completas cargando sus ramos de flores que habían adornado el altar. Se supone que era también una manera amable de que los fieles difuntos se sintieran acompañados de regreso a sus tumbas.
Pero ahora muchas cosas han cambiado en la tradición en perjuicio de la fiesta y la convivencia familiar. Ya no hay más las salidas a los campos para cortar las flores de la época, ni es el ambiente de fiesta lo que se respira, porque abundan las muertes violentas y colaterales de la insensata guerra que vivimos. La ofrenda de los muertos ahora  revive el coraje y la indignación, la impotencia por el daño que nos ha provocado.