Lorenzo Meyer
Enero 05, 2017
La Cuba forjada por la voluntad de Fidel y el México de hoy, son casos contrastantes en el análisis del papel del líder en el desarrollo de un país.
Una visita a Cuba tras la muerte de Fidel Castro lleva a comprobar la ausencia de monumentos, plazas o avenidas con el nombre del líder. Es incluso difícil encontrarle en afiches, aunque abundan los del Che Guevara. En la Plaza de la Revolución, además de la escultura de José Martí, hay dos rostros monumentales de metal, uno del Che y otro de Camilo Cienfuegos, pero del líder fallecido el 25 de noviembre sólo hay una gran foto, una exhibición temporal. Y es que Fidel pidió, explícitamente, esta ausencia de mármoles y bronces. Es de suponerse que confió en la memoria colectiva y en que, finalmente, “la historia me absolverá”.
Visitar Cuba hoy, de manera inevitable, lleva a la vieja pregunta: ¿qué tan importante es el liderazgo de un personaje carismático como elemento de explicación de los éxitos, fracasos y peculiaridades de una organización, un país o toda una civilización?
Es claro que entre más nos remontemos en el nivel de análisis y entre más espacio y tiempo abarquemos en el examen de esos procesos, la explicación de las transformaciones, éxitos y fracasos colectivos depende menos del papel de los dirigentes y más del entorno, la economía, la sociedad, la geografía, la tecnología o la demografía. Y, sin embargo, siempre aparecen coyunturas en donde la decisión personal de alguien –rey, sumo sacerdote, primer ministro, presidente, führer, general o comandante– hace toda la diferencia.
Mientras en los últimos años en los gobiernos de México se experimenta, entre otras cosas, una prolongada ausencia de liderazgo efectivo y una gran fuerza de las inercias e intereses creados, en Cuba asombra, para bien y para mal, la fuerza del liderazgo de Fidel.
A ojos de un visitante, Cuba es una isla de once millones de habitantes de raíces hispano-africanas, con una naturaleza exuberante, pero con obvias y múltiples carencias en infraestructura. ¿Cómo explicar que una isla tan pequeña y mal dotada haya podido desafiar abiertamente y por más de medio siglo a la superpotencia que tiene de vecina? En un ensayo titulado La voluntad de poder, The Economist admite qué durante la Guerra Fría, cuando Cuba mandó a sus soldados a pelear en Angola –300 mil a lo largo de más de tres lustros– y derrotar a ejércitos de Zaire y Sudáfrica, la isla caribeña se convirtió en una “súper potencia de bolsillo” (diciembre 3, 2016) ¿Cómo entender las muchas peculiaridades cubanas?
Parte de la explicación está, obviamente, en la historia de la isla. En particular, en la oportunista intervención norteamericana que en 1898 secuestró la dura lucha de los insurgentes cubanos contra España, impuso sus intereses políticos y económicos sobre los cubanos y transformó a la isla en una semi colonia. De ahí el ajuste de cuentas nacionalistas entre La Habana y Washington tras el triunfo, en 1959 y en plena Guerra Fría, del movimiento revolucionario. Sin embargo, también cuenta el liderazgo de ese movimiento, Fidel específicamente. Fue su buena suerte lo que llevó a Fidel a sobrevivir a la represión de Fulgencio Batista pero fue su fuerza de voluntad y energía la que le llevó a imponerse con menos de mil hombres a los 35 mil del ejército batistiano y también en 1961 derrotar a la fuerza expedicionaria organizada por la CIA para acabar con la Revolución.
Todo liderazgo fuerte y carismático como este tiene, inevitablemente, su lado peligroso. El enorme riesgo de la confrontación nuclear de octubre de 1962, el fracaso de la zafra de los 10 millones de toneladas de azúcar de 1970 que desarticuló a la economía de la isla en su conjunto o las ineficiencias de un sector estatal que llegó a abarcar más del 90% de la economía, fueron decisiones del líder.
Toda revolución, desde la norteamericana y la francesa de fines del siglo XVIII hasta los actuales y terribles intentos por dar forma al Estado Islámico en el Medio Oriente, han sido intolerantes con los adversarios. Fidel proveyó de coherencia y unidad a la Revolución Cubana pero no aceptó crear el espacio para el debate real interno, debate imprescindible en toda estructura de poder moderna y eficaz. Las elecciones dentro del aparato estatal cubano tienen lugar y se dan en todos los niveles pero finalmente los candidatos no le presentan al votante una pluralidad de proyectos y por tanto no hay, no puede haber, confrontación pública de proyectos, de ideas.
El sucesor de Fidel, su hermano y compañero en todas sus luchas, Raúl, tiene hoy cinco años más de los que tenía Fidel cuando su salud lo obligó a delegar el poder temporalmente en 2006 y definitivamente en 2008. Además, Raúl ya anunció su retiro para 2018. Y aquí queda expuesto el gran problema, el talón de Aquiles de todo liderazgo fuerte: la sucesión.
Sin el apoyo económico y político que una vez le dio la URSS, dependiendo mucho de una Venezuela en problemas serios y teniendo que introducir reformas económicas de mucho fondo a la vez que prepararse para una posible confrontación con el Washington de Donald Trump, Cuba necesita un liderazgo excepcional: fuerte por legítimo, pero ya no por autoritario y consciente de que el socialismo tiene variantes y debe ser compatible con el pluralismo.
En suma, Aristóteles tenía razón: es tan problemática la concentración extrema del poder en un líder –caso cubano– como la ausencia de liderazgo –caso mexicano.