EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El dolor y la dignidad Ayotzinapa: cinco años

Tryno Maldonado

Septiembre 03, 2019

METALES PESADOS

Al tío Mario, que me pidió que escribiera sus historias.

El dolor Ayotzinapa es un dolor que no conocíamos como nación. Es un dolor muy otro. Digno. Con rabia. Rebelde. Están por cumplirse cinco años –el próximo 26 de septiembre– de llevar a cuestas ese dolor. Un dolor que no encuentra verdad, que no encuentra sentido en la continuidad dislocada de estos 59 meses. La milpa abandonada. Los animales muertos. Hijos e hijas que no conocen a sus padres desaparecidos. La vida como antes la conocían las familias de los normalistas se ha quebrado irremediablemente.
El dolor Ayotzinapa es un dolor al que los gobiernos de Enrique Peña Nieto y, hasta ahora, Andrés Manuel López Obrador, le han negado la justicia. El dolor Ayotzinapa es un dolor que nos hizo salir a tomar las calles y a, literalmente, prenderles fuego. A quienes históricamente han mantenido la llama de sus luchas encendidas –como la del 68, los electricistas, los telefonistas o los profesores, por mencionar algunos– y a los miembros de una generación con ideologías disímiles que nunca antes lo habían hecho. Los anarquistas caminaron junto a un contingente de monjas y catequistas y, más allá, los zapatistas, la generación del momento #YoSoy132 y la comunidad LGBT. Todos y todas revueltos, todoas, codo con codo. Algo que, me atrevo a afirmar, ningún otro movimiento no partidista ha conseguido en la historia más reciente del país. Nuestros corazones salieron a la calle en una sola masa crítica.
La noche del 20 de noviembre de 2014, quienes caminamos con las familias de los 43 estudiantes desaparecidos desde hace cinco años, vimos arder la efigie de Peña Nieto en el Zócalo de la Ciudad de México. Fuimos legión. Si las familias de Ayotzinapa, desde el templete, nos hubieran llamado al millón que éramos a tomar el Zócalo y a no movernos de ahí hasta que Peña Nieto renunciara y se obtuviera justicia y la verdad del caso, lo hubiéramos hecho con gusto. Eso lo sabía el gobierno federal y el de la capital del país. Estaban aterrados. Su legitimidad pendía de un hilo. Por eso, minutos después fuimos perseguidos, golpeados con toletes y escudos y encapsulados por la policía; 11 de nosotros, enviados a prisiones federales posteriormente.
Pero el dolor Ayotzinapa, además de la rabia y de habernos quitado el miedo, también nos enseñó de dignidad. Vaya que las familias de Ayotzinapa nos enseñaron de dignidad. Así que volvimos a llenar las plazas de todo el país y del extranjero cada vez que, incansables, madres y padres de los 43 nos han convocado a hacerlo.
Algunos decidimos ir más allá de las movilizaciones. Dejamos nuestras casas, dejamos nuestras familias y convertimos la normal en nuestro segundo hogar y volvimos a las madres, a los padres y a los hijos de los desaparecidos nuestras propias familias. El narcogobierno mexicano les arrebató 43 hijos y asesinó a tres y a decenas dejó heridos. Pero ellas, las familias, ganaron a cientos de personas que les han entregado el corazón y a las que pueden llamar ahora hijos, a las que pueden llamar hermanos. Nosotros, en sus casas, en las actividades, en las marchas les llamamos tías, les llamamos tíos.
Durante una temporada también fuimos legión quienes abarrotamos la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos. La cancha de basquetbol techada donde hasta el día de hoy permanecen las butacas vacías con los rostros de los 43 fue nuestro campamento. Temprano, por la mañana, acompañábamos en la cocina a la tía Delfi, la tía Blanquita, la tía Carmelita, la tía Mary, al tío Celso o a quien estuviera en turno preparando los alimentos, lavando las ollas y los platos. Mientras picábamos el chile o la cebolla ellos nos compartían con los ojos acuosos historias de sus hijos Adán, Jorge, Aníbal, Christian y Abel. Poco a poco, porque el dolor Ayotzinapa no puede ser sino generoso, fueron arropándonos y ofreciéndonos sus casas. Pronto el tío Bernardo se volvió nuestro papá Venado y en cada actividad nuestras tías y tíos se nos volvían más cercanos: las dos tías Hildas, Cristina, Joaquina, Marichuy, Margarito, Martina, Mario, Epifanio, Emiliano, Macedonia, Damián, María Elena, Concepción, María, Bertha, Angélica… Y nuestra fallecida y querida tía Minerva Bello, de corazón fuerte, generoso y noble como para caminar un día a pie conmigo hasta su pueblo, Omeapa, pero que marchitó finalmente el enorme dolor que le causó el gobierno mexicano. Y es que fue demasiado dolor.
Los nombres de todos no caben aquí. Las historias y el cariño que les tenemos, menos.
Desde 2014 conocimos a los hijos pequeños y recién nacidos de los normalistas desaparecidos, como las valientes niñas y niños de José Ángel, Adán, Jorge Antonio y las sobrinas de Jhosivani. Lo mismo para los hijos de nuestros amigos, los normalistas sobrevivientes, que han nacido, inevitablemente, a lo largo de estos cinco años. Ellas y ellos se han vuelto como nuestras propias sobrinas y, en algunos casos, nuestras ahijadas de verdad. Porque el dolor Ayotzinapa nos volvió familia y descubrimos que así, entre muchos, los corazones abrazados, se siente un poquito menos y la lucha se sobrelleva mejor. Porque descubrimos que, cuando los necesitamos, como dice la consigna, tampoco nosotros estamos solos. Cuando hemos perdido a alguien durante los años de lucha, como pasó con mi madre, también han estado allí para darnos amor y para darnos consuelo. Para volverse un poco también nuestras madres que hemos perdido. Nuestras madres y padres de lucha.
Quienes en definitiva no han estado a la altura del dolor Ayotzinapa pero, sobre todo, no han estado a la altura de la dignidad de las familias y los sobrevivientes de Ayotzinapa, son los gobiernos mexicanos de ésta y la pasada administración. Pródigos en las palabras, inútiles en los hechos.