Federico Vite
Diciembre 29, 2020
Vladimir Nabokov trabajó en Lolita (1955) a principios de los años 50 del siglo pasado durante los veranos libres de docencia en la Universidad Cornell; él y su esposa, Vera, conducían por las autopistas de Estados Unidos cazando mariposas. En el epílogo de esta novela, que le dio muchísima notoriedad, Nabokov confesó que una de las ciudades en las que escribió capítulos centrales de este libro fue Portal, Arizona. Para llegar a ese lugar desde Ithaca, Nueva York, muy probablemente manejó por la Ruta 66. Ese viaje es el que se refleja en la novela. Habla de la época dorada de los moteles, de los decorados de esos inmuebles que le prodigaban un poco de intimidad y algunas pulsiones repulsivas. Cinceló un mundo que ya no existe.
El personaje que me ha cautivado, en la relectura de este clásico, es el dramaturgo Clare Quilty. Gracias a este tipo, la trama de Lolita, un artefacto metaliterario, cambia de registros. Por él la novela romántica se transforma en una tragicomedia, una roadnovel y un relato detectivesco. Quilty es un pornógrafo que se oculta en la imagen de un artista. Humbert no lo soporta en absoluto. De hecho, lo odia; primero, porque le arrebató a Lolita; en segundo lugar, porque comprende a la perfección el amor incontenible que irradia una ninfa.
Cuando Humbert se hace cargo de Dolores y emprenden un viaje errático por Estados Unidas, Quilty los sigue. Se hace pasar por un detective. Obviamente eso tensa a Humbert. Mueve los hilos del relato y dispara los celos de un hombre fascinado por una ninfeta. Finalmente, las habilidades histriónicas de Quilty convencen a Dolores de que vaya a un campamento de verano para que ahí filmen algunas películas. Abusivo como es, se las ingenia para satisfacer todas sus pulsiones sexuales. Dolores desaparece por un buen tiempo. La ninfa se hace presente de nuevo mediante una misiva en la que le pide dinero a Humbert. Él rastrea el paradero de su hijastra y la encuentra. Dolores está embarazada, vive con un tal Dick Schiller. Tuvo varios empleos perfectamente olvidables que le ayudaron a sobrevivir y a superar la crisis que le dejó su affaire con Quilty. En uno de esos empleos conoció a Dick. Después de esa visita, Humbert cambia totalmente. Busca al dramaturgo. Obstinado como es, lo encuentra. La violencia matiza el final de la novela. Quilty, más que un simple antagonista, consuma todas las ilusiones que animan a Humbert: es un artista culto, tiene buen gusto y es capaz de seducir a un ninfa.
Lolita pretende ser un manuscrito escrito en prisión por un criminal. Humbert Humbert es un seudónimo, pues el autor evita su nombre para no deshonrar a ninguno de los que aparecen en la historia de su amada. El libro llegó, gracias al abogado de Humbert, a un editor y al sicólogo John Ray. El subtítulo del libro, Las confesiones de un hombre viudo blanco, le confiere cierta seriedad al documento que el doctor Ray explota muy bien. De hecho, escribe un breve prólogo explicando la procedencia de Lolita. Ray cuenta que Humbert esperaba morir pronto y su deseo era que el libro se publicara cuando Dolores falleciera. Esperaba que ella viviera muchos años. Desgraciadamente, el doctor Ray informa que Humbert feneció en prisión por una trombosis coronaria a mediados de noviembre de 1952, poco después de terminar el manuscrito que el lector tiene en sus manos; también refiere que la señora Schiller murió al dar a luz en Gray Star en la Navidad de 1952. Por tanto, el doctor Ray publica Lolita.
La última vez que Humbert vio a Dolores estaban en un entorno que evitaba cualquier tipo de intimidad. Dick es parcialmente sordo debido a una herida de guerra. Trabaja con un amigo en la reparación de una cañería en la parte trasera de la casa; el ayudante también es veterano de guerra. No tiene un brazo. Mientras los dos hombres laboran, Humbert y Lolita hablan, por última vez, sobre su vínculo amoroso. Él busca una reconciliación. A ojos de los demás, ellos protagonizan una charla trivial entre padre e hija. Repentinamente escuchan que el amigo de Dick se lastima la mano y Lolita rompe la conversación para asistir al lisiado. Humbert pierde la última oportunidad que tiene para regresar con la ninfa.
Este es el preámbulo que cierra la novela con una escena violenta. Es un libro que deslumbra por la musicalidad de la prosa, por diversos juegos verbales y, aunque parezca una obviedad, por la precisión de las palabras que comunican más de los significados que aprehenden las grafías. Pocos autores logran dotar de tanta plasticidad al lenguaje. Sumado a todo ello, por supuesto, destaco la penetración sicológica de Humbert y los constantes cambios de tono en la trama.
Me llama la atención, en especial, que en la segunda parte de la novela Humbert deja de ser un timorato y un romántico que anhela a “la luz de su vida” para convertirse en un hombre oscuro, solitario y violento. Dista mucho de los primeros pasajes en los que padece un amor platónico que se consuma carnalmente de manera tímida, sin escenas sexuales, por cierto.
Lolita culmina en una secuencia digna de la mejor literatura noir; sin embargo, se recuerda poco. Probablemente está opacada por la escandalosa experiencia de amar irremediablemente a una ninfa. No me parece que la mejor obra de Nabokov sea Lolita, pero hay algo insoslayable en este libro: la construcción de un mito. De eso, claro está, hay decenas de páginas ya escritas; desgraciadamente no ocurre lo mismo con Clare Quilty (cuyo apellido suena a guilty, es decir, culpable), un tipo que merece un poco más de atención.
Quien ingresa a Lolita sale renovado. La recompensa del lector, créame, es generosa. No es posible obviar el enorme oficio que hay tras las 361 páginas (Penguin, Estados Unidos, 1995). Sólo un envidioso puede ver únicamente a un ñoño persiguiendo muchachitas extraviadas. La novela exige un lector que se adentre a los oleajes de una fuerza delta, perturbadora por el contenido y esplendente por la eufonía de la prosa. Esta obra confirma mi certeza de que la mejor poesía del siglo XX está en la prosa.
Al releer a Nabokov uno tiene la sensación de visitar a un maestro: sarcástico, impecable y solvente. Es una experiencia reconfortante, pues a contracorriente de la literatura actual, este hombre oficia lo literario con paciencia, rebeldía y técnica, mucha técnica. Su oficio raya la perfección. Con este tipo de visitas uno se reconcilia con las prosa vigorosa, pulcra y musical de un esteta.