Lorenzo Meyer
Agosto 09, 2021
AGENDA CIUDADANA
De la práctica sistemática del espionaje –la obtención por medios encubiertos de información confidencial o secreta– se tienen registros desde, por lo menos, la época del rey Hammurabi en Babilonia (1792-1750 a. c.) y de los imperios egipcios o romano. Hoy todo Estado nacional tiene sus agencias de espionaje, aunque sus títulos oficiales casi siempre aluden a la legítima defensa de la seguridad nacional o del Estado y a la recopilación de “inteligencia” que no siempre implica espiar sino analizar.
Siempre se insiste que las agencias nacionales de “inteligencia” actúan dentro de un marco legal que les impone límites para no violar los derechos ciudadanos. Sin embargo, abundan las evidencias sobre la frecuencia con que esas agencias se “saltan las trancas” incluso en sistemas supuestamente muy institucionalizados y democráticos. En México, con su larga historia de autoritarismo y con estructuras legales débiles y corruptas, el espionaje ilegal ha sido regla y no excepción.
Como en muchos otros países, los varios sistemas de espionaje que ha operado en nuestro país han interpretado el interés nacional –concepto siempre ambiguo– como el interés de un régimen, de un gobierno y, sobre todo, de los que mandan. Esta mala interpretación ha sido consciente y por ello, históricamente, el espionaje en México se ha centrado en servir sobre todo al interés del presidente y de su círculo inmediato y mucho menos en salvaguardar lo que en cada época sería el interés de la nación.
La adulteración de los objetivos de las instituciones que manejaron los formidables y costosos sistemas de escucha como Pegasus, y que no sólo los tenía el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) sino también la Sedena y otras entidades, hizo que su efecto no se reflejara donde se debía: en una disminución del poderío de los grandes enemigos del Estado: los carteles de la droga con control territorial. Tampoco sirvieron para reducir la inseguridad de la población frente al crimen común (en 2020 el 66.4% de la población urbana vivía atemorizada, [Inegi, 19/04/21]).
El extinto Cisen se definió no como una agencia de espionaje sino como “el órgano de inteligencia civil cuyo propósito es generar inteligencia estratégica, táctica y operativa que permita preservar la integridad, estabilidad y permanencia del Estado mexicano…y fortalecer al Estado de derecho”.
El Cisen fue creado en 1989 como heredero adecentado de la tristemente célebre Dirección Federal de Seguridad (DFS). Ya no se le dio la tarea de actuar directamente contra sus objetivos –capturarlos e incluso desaparecerlos– como era el caso de la DFS. Sin embargo, la nueva agencia continuó metiéndose ilegalmente en “la vida de los otros” e incluso contó con más y mejores medios, entre ellos el sofisticado sistema Pegasus, adquirido en Israel y que sirvió, entre otras cosas, para espiar ilegalmente a opositores políticos, entre ellos a Andrés Manuel López Obrador, a su familia y a su entorno político.
El Cisen desapareció en 2018 y en su lugar se creó el Centro Nacional de Inteligencia (CNI) que debe cumplir las funciones que tenía aquél, pero esta vez sin violar las normas legales que deben regir la búsqueda y el análisis de los datos. Se supone que el CNI debe estar al servicio no de un Estado “sin adjetivos” sino del Estado de derecho.
En varias ocasiones el presidente de la república ha afirmado que su gobierno no solo desapareció al Cisen y dejó de usar Pegasus, sino que ya ninguna institución federal lleva a cabo espionaje ilegal. De ser el caso, y si no hay indicadores que contradigan tamaña afirmación, ese cambio en la naturaleza de la recopilación de “inteligencia” debe apuntarse como un cambio fundamental en el régimen.