Lorenzo Meyer
Mayo 31, 2021
AGENDA CIUDADANA
A la memoria de Mauricio de Maria y Campos, un servidor público como se debe.
La relación entre un gobierno estatal y el central puede ser conflictiva. Normalmente esas diferencias suelen procesarse rutinariamente. Sin embargo, en ocasiones pueden llevar al choque frontal entre el carácter “libre y soberano” de una entidad federativa y las instituciones nacionales. La defensa de la soberanía de Sonora, por ejemplo, fue el pretexto para que en 1920 Obregón y los suyos se lanzaran contra el gobierno de Carranza –rebelión de Agua Prieta– y lo acabaran.
Teóricamente, cuando ocurre un choque de soberanías, hay un tercer poder que debe solucionar las diferencias antes de que la sangre llegue al río. Sin embargo, ese tercer poder, el judicial, no dispone por sí mismo del elemento que es la razón última en política: la fuerza. Se supone que el gobierno federal es el poseedor de la característica distintiva del Estado: el monopolio del ejercicio de la fuerza legítima. Claro que cuando varios gobiernos estatales unen sus soberanías pueden dar batalla al gobierno central, como fue el caso de los estados confederados norteamericanos en los 1860. En el México de inicios del siglo XIX, Zacatecas tenía una guardia nacional con capacidad de retar al gobierno central y en la Sonora de 1920 el gobernador fue el jefe formal, aunque no real, de esa fracción del ejército que derrocó a Carranza.
Lo anterior viene al caso por el desafuero del gobernador de Tamaulipas, Francisco García Cabeza de Vaca (FGCV) desaforado por los diputados federales al finalizar abril por considerar válidas las acusaciones en su contra por un delito muy puntual –defraudación fiscal– pero al que pudieran añadirse operaciones con recursos de procedencia ilícita y otros. El Congreso tamaulipeco ha rechazado el desafuero y considera que mientras FGCV esté en Tamaulipas, la soberanía estatal lo protege. Por su parte, la Suprema Corte ha pospuesto pronunciarse de manera clara.
Las contradicciones en la relación entre los responsables políticos locales y el poder central son milenarias. Ya en la República Romana, por ejemplo, los gobernadores de las provincias eran senadores poderosos que estaban más dedicados a llenar sus alforjas que a forjar un buen gobierno, lo que generaba descontento local y un problema para Roma. Acá, las reformas borbónicas de la época colonial buscaron, entre otras cosas, reducir las contradicciones entre los intereses de responsables locales y los del gobierno de Madrid. Tras la independencia la debilidad del gobierno central frente a los poderes estatales fue un gran obstáculo para dar forma a un proyecto nacional.
Al final del siglo XIX la situación se revirtió y el régimen porfirista empleó una pluralidad de mecanismos para que casi sin violencia los gobernadores fueran dóciles instrumentos del dictador. La Revolución tiró ese tablero y gobernadores y hombres fuertes locales adquirieron gran autonomía. El ex presidente Calles en su papel de “Jefe Máximo” y después el presidente Cárdenas, usando al recién nacido partido del Estado (PNR, PRM) y al ejército, se impusieron sobre gobernadores y caciques locales. A partir de la segunda mitad del siglo pasado no se movía una hoja del árbol político en los estados sin la voluntad del señor presidente. Pero con la llegada de la descentralización tecnocrática de los 1980 y los cambios de partido en la presidencia y en buen número de estados en el siglo actual, ese sistema se vino abajo y de nuevo brotó la primacía de intereses locales, con frecuencia corruptos, sobre el proyecto del Ejecutivo.
A lo que debemos aspirar de cara al futuro es a navegar el difícil mar democrático de la pluralidad política, pero sin aceptar que la corrupción local encabezada por ciertos gobernadores use como defensa la divisa constitucional de “El Estado Libre y Soberano de…”